George Steiner está muerto. En los próximos días veremos aparecer textos llenos de lugares comunes. La gente dirá que era “un defensor del canon occidental”, o recordará su crítica de Derrida y los postestructuralistas, como si al ubicarlo cómodamente en el ala derecha de la crítica literaria internacional se hubiera hecho suficiente para aquilatar el valor de su obra.

Para otros, sin embargo, la obra y la vida de Steiner estarán cerca de otras genealogías. Invocarán valores más antiguos que los del liberalismo, el conservadurismo o el socialismo, valores antiguos pero de enorme pertinencia en el mundo en el que nos toca vivir hoy. Yo lo pondría cerca de Edward Said y Antonio Cornejo Polar por su defensa del humanismo y la lectura cuidadosa, por la idea de que la crítica literaria tiene un compromiso con la realidad humana entera y por ello aspira a valores que van más allá de lo meramente literario. Cerca de Edouard Glissant, José María Arguedas y Elías Canetti por su alabanza del multilingüismo, su idea de que la condición humana consiste en vivir en estado de traducción y de que la herencia es un río profundo que nunca se termina de poseer; de que no somos ni conocemos nada en soledad; de que podemos tener más de una lengua materna y más de una identidad porque, en realidad, vivimos en un río fluido llamado “lengua” que ningún Estado totalitario podrá jamás encerrar. Cerca de Herminia Brumana, Hannah Arendt y Antón Makarenko por sus reflexiones sobre el papel del maestro en cuanto transmisor de un misterio que no comprende; sobre la enseñanza como un espacio donde es posible la traición y el abuso, pero también, donde se ejercita una forma radical de amor; donde se invita colectivamente a hacerse responsable de un mundo que se ofrece en herencia, y por ello, se lucha contra la muerte, la tristeza y sus formas políticas autoritarias.

Yo lo pongo cerca de todas esas personas cuya muerte también me ha dolido. También junto a John Berger, Aleksandr Herzen, Victor Serge y María Zambrano, que, como Steiner, dejaron libros de una sinceridad radical y descarnada que permiten que sus lectores se acerquen a su autor de vulnerabilidad a vulnerabilidad. Así se logra algo que parece imposible: se puede estar en desacuerdo con sus ideas, pero aún así, sentir respeto, incluso cariño, por la voz que las presenta. Todos ellos fueron maestros de esa forma de pensamiento crítico que está ligada al respeto por las experiencias humanas complejas, flexibles y ambiguas. Maestros que encuentran en dicha complejidad una riqueza inesperada que los pone en guardia contra los juicios intolerantes disfrazados de superioridad política o moral. Por eso, para mí, despedir a Steiner es como despedir a un viejo amigo.

Deja una obra con la que no se puede hacer escuela porque no tiene casi certezas. Un conjunto de ensayos que desafían los compartimientos estancos entre disciplinas, el tono hiperespecializado que es marca de orgullo en los espacios académicos y el cinismo que hemos naturalizado como marca del pensamiento responsable. Ensayos de honda vocación democrática porque invitan a lectores no especializados a apropiarse de legados separados por milenios; los invitan a soñar que pueden aprender griego y el latín, disfrutar de Heráclito, Shakespeare y Tólstoi (también, a realizar ese sueño). Les dicen que en este mundo dominado por el miedo es posible ser valiente y desafiar a la soledad entrando en contacto con el río profundo de las generaciones.

Es una obra con certezas diminutas, pero valiosas. Enumero las que me son más importantes. Se trata de la lectura entendida como una discusión de las imágenes de mundo en que vivimos arropados. Del arte como un lugar en donde es posible “soñar a pesar del mundo”, ir más allá de su reflejo. De entender a la hospitalidad como un deber radical que nos pone en peligro. De invitar a memorizar poemas para tener un lugar donde vivir. Del ejercicio de una tolerancia que es más amplia y más profunda que la ofrecida por el liberalismo doctrinario. Y también, como diría Tatiana Aguilar-Álvarez Bay, de la invitación a ser valientes. Steiner se fue, a los noventa años, pero deja esas certezas diminutas que, como semillas de mostaza, quizá crecerán un día en un mundo renovado y más justo.