Para sorpresa de nadie estas últimas semanas hemos sido testigos de dos discusiones sobre el lugar que ocupamos —o no— las mujeres en espacios públicos, como las artes y las ciencias —discusiones que bien podrían estar situadas en el México decimonónico—. Como ha sido históricamente habitual, nuestra pertenencia, idoneidad y suficiencia como mujeres, en estos y, en realidad, en todos los espacios públicos, son asuntos sujetos al debate un día sí y el otro también.

Por un lado, tenemos las declaraciones del titular del Fondo de Cultura Económica (FCE) que no sólo descalificó el trabajo de una mujer poeta, sino que, al cuestionar la estrategia de “cuotas”, insinuó que la calidad del trabajo de las mujeres es simplemente insuficiente. Por otro lado, el texto publicado por Abril Saldaña sobre el proceso de evaluación en el SNII en el que narra su experiencia reciente. Por supuesto, sería ideal que las mujeres no tuviéramos que convencer y reconvencer a nuestros interlocutores de que nuestra presencia es relevante en estos espacios, pero acá estamos otra vez: haciendo coraje, defendiendo nuestro lugar y argumentando a favor de nuestra pertenencia.

El sitio que ocupamos las mujeres en el campo científico en México es un tema que me ha interesado en los últimos años, específicamente en los sistemas de evaluación como el SNII. El Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (SNII, programa que recientemente —apenas en 2023— incluyó la segunda “I”, justamente para reconocer la participación de las mujeres), se creó en 1984 por decreto presidencial y bajo el auspicio del Conacyt, con el objetivo implícito de compensar los salarios de las y los investigadores, mermados a consecuencia de la crisis socioeconómica de los años 80 y con el propósito explícito de reconocer a quienes realizaran actividades científicas y tecnológicas. Ambos propósitos siguen vigentes 41 años después y, de hecho, podemos decir con relativa certeza, que el SNII se ha consolidado como una estrategia institucional de distinción en términos económicos —pues involucra una beca proporcional al nivel— y simbólicos —pues otorga prestigio y visibilidad—. Quiero hacer énfasis en la idea de distinción, pensándola en términos de Bourdieu (2012), porque estoy convencida de que buena parte de su éxito entre la comunidad se debe justamente a su capacidad de distinguir, de clasificar jerárquicamente a sus miembros —y también, o sobre todo, a quienes no son miembros.

De cuadros de honor

A causa de la fuerza de los años y de la falta de creatividad para imaginarnos otras posibilidades, su instalación en el ecosistema de la academia mexicana no sólo es innegable, sino que su lugar y función han logrado legitimarse en el gremio, dentro del cual el debate sobre su existencia, su papel en la conformación jerárquica del campo y sus implicaciones sobre el trabajo académico es prácticamente nulo.

Confieso que me asombra —y me preocupa un poco— cómo, en la cotidianidad, reificamos su valor. Cada vez con más frecuencia e intensidad, la categoría que una/uno tenga en el SNII adquiere, además del valor económico —el cual muchas veces implica la tercera parte y hasta la mitad de las percepciones de un(a) investigador(a)—, valor simbólico, en la forma casi de un tercer apellido, agregado en todas las firmas y hasta en presentaciones en redes sociales, y valor de “performance mediático”. Y es que cada año, cuando la SECIHTI publica los nuevos resultados, Universidades y Centros de Investigación públicos, privados, del norte, del centro y del sur del país publican en sus redes sociales los ascensos y los ingresos de sus cuerpos académicos, acompañados de fichas institucionales de felicitación con fotografías y emojis… Algo así como los “cuadros de honor” de nuestros años de primaria.

De pirámides y meritocracia incontestable

Mi intención no es desmerecer el trabajo de las investigadoras e investigadores que son miembros del sistema, y menos agüitar la fiesta o el reconocimiento, pero sí quiero desplazar un poco la crítica sobre lo individual en las evaluaciones y proponer una lectura que cuestione los axiomas que un sistema de evaluación como el SNII encarna: la excepcionalidad del trabajo científico, la meritocracia y la exclusión de las mujeres, sí, pero no sólo de ellas.

De entrada, según datos de la SECIHTI, sólo 40% del total de investigadoras e investigadores del país pertenecen al sistema (DOF, 2021); de este porcentaje, el 78% se encuentra en los niveles iniciales (Candidata(o) y nivel I) y sólo el 7.84% en el Nivel III; una pirámide tan clásica como violenta.

En lo que respecta a las mujeres, los datos más recientes, publicados por la SECIHTI para 2022, señalan que, de manera general (esto es, en todos los niveles), sólo el 38.7% del total de investigadores en el SNII son mujeres.[1] A esta cifra, que ya de por sí es preocupante, hay además que sumar el hecho de que la tendencia suele apuntar a que el porcentaje de mujeres disminuye conforme se avanza de nivel. De momento, y por la premura de la escritura de este texto, no he tenido oportunidad de analizar estos datos por sexo y nivel (de allí la importancia de desagregar la información en los reportes públicos), pero considerando que los cambios en este sentido han sido lentos, me atrevo a presentar los datos de mi investigación de maestría en 2012. Según cifras de Conacyt, en 2010 las mujeres representaron sólo el 33.2% del total de los investigadores en el sistema. Llama fuertemente la atención en este sentido que la brecha entre hombres y mujeres se hace cada vez más amplia conforme avanza el nivel; así, en la categoría Candidato a Investigador las mujeres representan el 39%; en el nivel I, las mujeres representan el 34.6%, en el nivel II al 28.4% y en el nivel III sólo al 18.6%. Es decir, el SNII es, efectivamente, un sistema de distribución de diferencias.

Además, como lo menciona la misma Abril Saldaña y como mi investigación de campo demostró, es una realidad que a las mujeres nos toma mucho más tiempo ascender entre los niveles, específicamente a partir del Nivel I. Las razones, sin embargo, son mucho más complejas que la discriminación llana y obtusa de no aceptarnos o no ascendernos por llamarnos Mónica, Ana o Daniela. De hecho, es justo porque se trata de un problema histórico, complejo y, sobre todo, estructural que es sumamente complicado explicarlo y, más aún, buscar resarcirlo.

 En primer lugar, es importante no obviar el hecho de que las decisiones sobre las incorporaciones y los ascensos dentro del sistema se toman de manera colegiada y supervisada y que las comisiones están conformadas por pares (mujeres y hombres) de investigadores que ya se encuentran en el sistema y que, con base en el área de conocimiento en el que cada una se ubique, hacen su mayor esfuerzo por entender los lineamientos y ponerlos en práctica de la manera menos injusta.[2] Por supuesto, no niego la posibilidad de que en algunos casos intervengan otros factores (criterios ambiguos, interpretaciones rígidas e incluso temas personales), pero la realidad es que la evaluación colegiada por pares es un proceso que, si bien imperfecto, tiene la virtud de reunir diversas perspectivas y experiencias, lo cual, a diferencia de una evaluación vertical, tiene el objetivo de garantizar, por lo menos, cierta imparcialidad.

Para regresar al tema de las carreras ralentizadas de las mujeres en el SNII y de su misma subrepresentación, quiero plantear dos reflexiones que, en mi opinión, explican parte del problema, consciente de que, por supuesto, no son las únicas.

  1. La vida cotidiana de las mujeres. No exagero cuando digo que las tareas domésticas asignadas social y culturalmente a las mujeres afectan directamente su trayectoria académica, especialmente, cuando se “mide”, como solía hacerlo el SNII, con criterios cuantitativos. Las entrevistas que realicé a investigadoras e investigadores dentro y fuera del SNI —aún no cambiaba el nombre— para mi tesis de maestría, me enseñaron que una mujer investigadora pasa gran parte de su día atendiendo asuntos relacionados con su vida doméstica; por ejemplo: alimentar a sus hijxs mañanas, tardes y noches, llevarlxs a la escuela, recogerlxs, ayudarlxs con sus tareas escolares, llevarlxs a sus actividades extraescolares… Es decir, su trabajo académico está supeditado a su organización doméstica. Esto no sucede en la misma proporción con los investigadores varones, también papás de niñxs pequeñxs. Un día en la vida de los investigadores que entrevisté consistía principalmente en hacer ejercicio y pasar el resto de su día en su trabajo académico: dar clases, asesorar estudiantes, hacer investigación, tanto en su lugar de trabajo, como en su propia casa. Y la situación no sólo es complicada para las mujeres con hijxs pequeñxs, sino que el trabajo de cuidado del que están a cargo se extiende a otros miembros de su familia, como padres, abuelxs y hermanxs. Es decir, las mujeres seguimos realizando dobles y triples jornadas laborales. Esto sin considerar, y no puedo dejar de subrayarlo, que muchas de ellas, debido a la condición socioeconómica que les otorga cierta estabilidad económica, están en posibilidades de contratar el trabajo de otras mujeres, pobres y racializadas, quienes a su vez realizan dobles y triples jornadas de trabajo por un salario incomparable. En resumen, la vida de las investigadoras —incluso echando mano del trabajo de otras mujeres—, hace que sus posibilidades de cumplir los criterios —por supuesto arbitrarios— de lo que se considera un buen trabajo académico sea prácticamente imposible.
  2. La simulación institucional. No importa cuántas campañas sobre nuestro derecho a vivir una vida sin violencia se hagan desde las instituciones en las que laboramos, la realidad es que las mujeres muy frecuentemente nos encontramos vulnerables en nuestros lugares de trabajo al acoso sexual y laboral por parte de nuestros colegas y profesores hombres. Basta ver el caso del laboratorio LANGEBIO del Cinvestav, en el cual un investigador fue denunciado por acoso sexual por varias estudiantes y colegas, sin ninguna consecuencia concreta hasta el momento. Los testimonios de ellas, quienes se atrevieron a hacer su denuncia pública, así como la inercia de movimientos como el #MeToo, motivaron conversaciones y reflexiones, así como más testimonios y denuncias en las IES y Centros de Investigación en todo México, confirmando lo que ya todas sabemos: trabajadoras de limpieza, auxiliares de investigación, técnicas académicas, investigadoras y alumnas, todas somos vulnerables a ser víctimas de violencia sexual en nuestros lugares de trabajo. En este sentido, desde hace por lo menos 25 años, las instituciones de Educación Superior han venido creando una plétora de mecanismos para lidiar con estos problemas que, sí, son cotidianos. Sin embargo, como sucede en prácticamente todos los casos, estos mecanismos son ambiguos al momento de ofrecer ayuda y tienen fuertes limitantes legales para tomar acciones concretas; digamos que son, más bien, “simbólicos”. Sin duda, estos mecanismos —quizás bienintencionados— más bien contribuyen a la cultura de la impunidad y de la complicidad que también impera en la academia.

Podría detenerme acá y profundizar sobre estos temas por separado o juntos, y sobre cómo justamente frenan y obstaculizan la carrera de las mujeres en las ciencias y las humanidades. No obstante, quiero volver sobre lo insólita que me parece la falta de autocrítica de las y los investigadores al mismo SNII. Cómo, en lugar de cuestionar su organización jerárquica y excluyente, adoptamos, como si fuera parte de nuestro ethos, una forma de evaluación que reproduce lo peor del capitalismo y del colonialismo en la academia, como la publicación a destajo, la publicación en lenguas extranjeras o la publicación en revistas costosas que utilizan el conocimiento que producimos como mercancía. ¿Por qué es fácil criticar un sistema que nos relega como mujeres, sin hacer una crítica profunda al sistema que lo sostiene? ¿Por qué seguimos hablando desde un discurso del privilegio? ¿Por qué pensamos que nuestro trabajo —por intelectual— es excepcional?

Al argumentar con nuestras propias condecoraciones, reproducimos las ideas de meritocracia, de distinción y de excepcionalidad y celebramos —quizás inconscientemente— los valores del individuo sobre el colectivo, de la competencia feroz. Personalmente, estoy convencida de que podemos movernos a un lugar en el que consideremos todas estas variables, pertenecer al SNII, buscar justicia en nuestras evaluaciones, al mismo tiempo que trabajemos para hacer una academia más justa para todas, todes y todos.


Notas

[1] En 2010, de acuerdo con los datos del Conacyt, el porcentaje fue de 33.2%, es decir en estos últimos años, el porcentaje aumentó sólo 6.5% aproximadamente.

[2] De hecho, la administracion actual de la SECIHTI ha modificado los lineamientos para virar hacia una evaluacíon más cualitativa que cuantitativa.


Referencias

Bourdieu, P. (2012). La distinción: Criterio y bases sociales del gusto. Trad. M. A. Galmarini. Taurus.

Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías. (2023). Reglamento del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores. Diario Oficial de la Federación.