Lo más reciente asusta. Tres instantáneas noticiosas del pasado domingo 24 de mayo retratan con crudeza la situación del país sudamericano: 1) se hizo efectiva la renuncia del Secretario de Estado de “Vigilancia Sanitaria”, un técnico con experiencia en relación con el COVID-19, partidario de unas medidas de aislamiento social boicoteadas por el propio presidente, Jair Bolsonaro; 2) se supo que, desde el pasado mes de abril, en pleno estallido de la pandemia, en el Brasil de los 113 homicidios por día ya es legal comprar el triple de municiones por arma; 3) la BBC informó que, al amparo del Coronavirus, la deforestación de la Amazonia en los primeros meses de 2020 ha crecido en un 55% en relación a 2019.
Para rematar, al anochecer, parte de guerra: 15 813 casos y 653 fallecidos más por COVID-19. En total, los contagios en Brasil ya suman 363 211 y los muertos, 22 666 lo que, en otras palabras, significa que se trata del segundo país del mundo por número de contagios y el sexto por número de fallecidos. Mientras tanto, al mando del Ministerio de Sanidad continúa un interino (un militar sin experiencia) y Bolsonaro, sin máscara, se dio el enésimo baño de masas ante un grupito de enfervorizados partidarios que se reúne todos los domingos frente al palacio presidencial: la semana pasada le pegaron con el asta de una bandera a una periodista en la cabeza y el anterior exhibieron, burlones, ataúdes vacíos…
A pesar de que la situación política del país ha alcanzado unos niveles de crispación insospechados, la popularidad de Bolsonaro solo se ha erosionado, no se ha derrumbado: en la última encuesta seria de la que se dispone, hecha a finales de abril, uno de cada tres ciudadanos aprobaba su gestión. Ese dato, en todo caso, dice mucho pues en diciembre de 2018 fue escogido por un 55% de los votos. De hecho el actual presidente, en el curso de esta crisis, ha perdido el apoyo de las clases medias urbanas de las áreas más pobladas, ricas y educadas del país, como Río de Janeiro o São Paulo. Curiosamente esas son también las zonas más afectadas por la pandemia, no solo en Brasil sino en toda Sudamérica.
La sociedad hasta ahora, debido a unas medidas de aislamiento que de todos modos están resultando muy heterogéneas, no ha logrado manifestarse por sí misma más que a través de las clásicas caceroladas. Resulta relevante, por ello, fijarse en cómo se ha configurado el conflicto institucional: sustancialmente, los gobernadores de los estados y el poder judicial (a través de diferentes órganos aunque, fundamentalmente, del equivalente al Tribunal Supremo) le han plantado cara al Gobierno y gracias a un sistema legal plagado de contrapesos (que complementa un sistema político estructuralmente inestable) han logrado frenar a Bolsonaro. La respuesta desafiante del presidente, sin embargo, está haciendo mucho daño.
En la calle ha contribuido a legitimar violaciones sistemáticas, no perseguidas, de la cuarentena. En los parquets ha alimentado una fuga de capitales que ha contribuido a depreciar la moneda nacional en un 27% (cada respirador que se importa ahora, por ejemplo, vale un 20% más que cuando se inició la pandemia). Compleméntese todo esto con el inevitable aumento del desempleo (los ERE —Expediente de Regulación de Empleo—, ni rastro de ERTE —Expediente de Regulación Temporal de Empleo—, se incrementaron en un 76% en abril en un país en el que la informalidad frisa el 50% de la población ocupada). Último pequeño detalle: las pírricas ayudas de emergencia que el gobierno le prometió a los más necesitados llegan con cuentagotas y precedidas de interminables y burocráticas filas…
¿Alguien gana? Sí: el agronegocio, al que la pandemia no le está afectando. En lo que va de año, las exportaciones brasileñas de soya se han incrementado en un 2.9%, gracias a que la producción y la exportación no se han detenido. Dichas ventas, con una moneda nacional tan depreciada, están suponiendo ganancias hasta un 13.76% superiores a las de 2019. Huelga decir que se trata de una de las tres grandes patas políticas sobre las que se asienta un bolsonarismo que se articula por fuera de los partidos tradicionales: las otras dos son las iglesias evangélicas (a las que adhieren un 31% de los brasileños) y un amplio sector del ejército, que suele provenir de humildes entornos rurales, religiosos y conservadores.
En un contexto como el descrito ¿es previsible un impeachment? Complicado de saber. En un país crispado, en el que no sólo los partidos políticos pueden solicitarlo, las propuestas proliferan: en estos momentos hay 36 sobre la mesa (lo que también demuestra que la sociedad sigue viva). Hay, sin embargo, matices: quien debe dar curso político a un acto así es el criterio del presidente del Congreso que, con la excusa de que dos procesos similares en menos de cuatro años serían excesivos, se inhibe. Hila fino: sabe que, a pesar de que el presidente ahora mismo no tenga ni partido propio ni mayoría parlamentaria consolidada, el éxito no estaría garantizado y es que Bolsonaro está intentando vender caro su pellejo.
De hecho, en los últimos meses, el actual Presidente ha repartido cargos públicos (que mueven un presupuesto cercano a los 13 billones de euros) a personajes aislados de un fragmentado centro-derecha. Ese giro quizás frene un impeachment pero no una inhabilitación, otra amenazante posibilidad. Lo más relevante, empero, es que todos estos vaivenes suceden en un contexto de ruptura entre el bolsonarismo y la centro-derecha más presentable (la del ex presidente Fernando Henrique Cardoso o el actual gobernador de São Paulo, João Doria) y que algunos de los cargos que está repartiendo Bolsonaro están recayendo en sospechosos de la operación anti-corrupción que acabó con el ex presidente Lula da Silva preso.
Esas impopulares transacciones, punta del iceberg de una corrupción que sigue sin disminuir significativamente, quiebran el relato moralista sobre el que, en 2018, se tejió su candidatura. De hecho llama la atención la reciente salida de su gobierno del ex juez que encarceló a Lula. Las fricciones al parecer estallaron debido a la pretensión de Bolsonaro de cambiar al comisario de policía de Río de Janeiro quien, próximamente, instruirá un caso en el que está implicado uno de sus hijos. La politiquería contamina en Brasil más que el COVID-19. Su presidente lo alienta. Con o sin impeachment, vienen tiempos difíciles para un país que, en menos de un lustro, ha pasado de imán de inversiones a foco de tensiones… y de contagios.
@JAgulloF es profesor-investigador del Instituto Latinoamericano de Economía, Sociedad y Política (Brasil) 1.