Elena Álvarez Buylla, directora del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT), provocó enardecidas reacciones con su participación en la conferencia vespertina sobre COVID-19 el pasado 23 de abril, no por la noticia sobre el desarrollo nacional de ventiladores mecánicos, sino por haber adjetivado a la ciencia y al desarrollo científico de los sexenios pasados en México como neoliberal. La ciencia neoliberal, afirmó la científica, se caracterizó por su dependencia tecnológica, por tener limitadas capacidades de articulación, por una baja eficiencia en innovación, por dedicar transferencias millonarias al sector privado, por abandonar la ciencia básica y por contar con un mínimo aporte del sector privado a la ciencia y la tecnología nacionales. Ante la andanada de airadas e indignadas respuestas, habría que decir con toda contundencia que en cada uno de esos puntos Elena Álvarez Buylla tiene razón. Y que es hora de que las cosas sean nombradas como merecen: una política en ciencia y tecnología con estos rasgos, sin duda, se corresponde con la dinámica económica y política del modelo neoliberal para un país al que se mantiene en una relación de dependencia de las grandes potencias mundiales.
Si bien las respuestas no se dejaron esperar, la querella asemejó un anacrónico reloaded del siglo XIX, pues brotaron espontáneos defensores de la neutralidad de la ciencia, su objetividad y sus innegables logros. En Twitter, Facebook y en muchos medios de comunicación se replicaron argumentos en los que más que el juicio crítico de la ciencia lo que predominó, como es usual, es el pensamiento intuitivo e inmediato. La ciencia es neutra, la ciencia no tiene rostro político, la ciencia nunca es neoliberal. Las respuestas a todas estas posturas sin duda son bastante más complejas. Sin procurar ir demasiado lejos, hay que decir que el debate sobre el registro de objetividad del conocimiento científico y su autonomía ha ocupado durante siglos a filósofos y científicos desde el inicio de la modernidad, y estuvo en el centro de la discusión de la relación entre conocimiento científico y producción tecnológica en el siglo XX. Para ejemplo, baste recordar el asunto de la energía nuclear. Sin embargo, el trayecto ya ha sido allanado en el pasado, y a la discusión se puede entrar a sabiendas de que también el lugar desde el que se defienda una u otra postura, está lejos de ser neutro.
Los cinco rasgos con los que la directora del CONACyT definió a la ciencia del pasado mexicano como neoliberal pueden sintetizarse en dos planos. El primero, la dependencia tecnológica nacional respecto de los grandes centros de saberes técnico-científicos; el segundo, la relación entre el Estado y el sector privado. Es decir, esto no desde la discusión intra científica e incluso epistemológica sobre la producción de los saberes que consideramos científicos, sino desde las determinaciones del quehacer científico en México en las últimas décadas. Dicho de otro modo, se trata de poner en discusión el entramado entre conocimiento científico, desarrollo tecnológico, capital y políticas estatales.
Sobre el primer plano: la dependencia tecnológica. A pesar de que los científicos de todas las disciplinas y campos de especialización están condicionados por el entramado cultural, social y, sobre todo, institucional en el que desarrollan su práctica científica, hay una sobre determinación que caracteriza el desarrollo del conocimiento científico y su articulación a la aplicabilidad técnica de dicho saber en la sociedad capitalista, que se acentuó durante el siglo XX y que en las últimas décadas –que corresponden a la época neoliberal– ha profundizado la dependencia política y, sobre todo, económica de naciones como la nuestra. No se trata de discutir si el quehacer científico produce o no conocimientos objetivos sino cómo esos saberes se engendran en un contexto que relativiza su autonomía, pues conduce de manera general a una tendencia que prioriza un tipo de saberes y un tipo de aplicabilidad técnica sobre otros. El interés por la innovación tecnológica que activa los flujos de capital hacia un centro de investigación, o que se interesa por un tipo de especialización científica, en muchísimos casos no condiciona de manera directa la labor de los científicos, pues se trata más bien de una tendencia general y estructurante que articula, con gradaciones diferenciadas, el saber científico a un tipo de aplicación técnica, que a su vez queda sobredeterminada por el interés de que toda innovación sirva para producir ventajas en la encarnizada competencia de la producción mercantil.
No se necesitan conocimientos especializados para observar con claridad cómo las empresas compran, adquieren o producen por ellas mismas una gran cantidad de saberes y recursos técnicos que les permiten lanzar productos competitivos al mercado, o cómo dedican fortunas a la constante innovación de sus procesos productivos gracias al uso de tecnologías de avanzada –esto implica la inversión en energéticos, explotación de materias primas, medios de transportación, etc.–. Ésta es una tendencia inherente al capitalismo, es uno de sus rasgos más naturales, y no el efecto de la audacia o la argucia de algunos sujetos, tal como nos lo quiso vender la mercadotecnia estilo Steve Jobs. Aquello es lo que permite obtener una ganancia o plusvalía extraordinaria en el momento en que, al tener una mejora tecnológica, un empresario disminuye el tiempo de producción y con ello aventaja sobre sus competidores, a pesar de que paulatinamente esa innovación se socialice y dicha ventaja se pierda. Es por ello que es una carrera constante e interminable. Sin embargo, el capitalista o el empresario que ha logrado obtener esta ventaja procurará mantenerse como propietario monopólico de la nueva tecnología, ello propicia “renta tecnológica”, es decir, el cobro por el uso de la tecnología de la que se es propietario. Esto explica la guerra por las patentes y el esmerado esfuerzo por legalizar y normar la propiedad sobre los conocimientos emergentes, incluso cuando no se ha descubierto su aplicación inmediata. Nuestra amargo contexto es un ejemplo de ello. Hoy en día el mundo espera una vacuna eficiente contra el COVID-19, todos sabemos, sin embargo, que las naciones tendrán que pagar por el descubrimiento a quienes logren aventajar a sus competidores comerciales o a quienes la comercialicen o a quienes la transporten, o a todos ellos.
Esto ayuda esclarecer el nudo borromeo entre conocimiento científico, tecnología y capital. Y es en este plano del análisis donde cobra consistencia el análisis sobre el subdesarrollo científico y tecnológico al que se condena a naciones enteras. Problematizar la soberanía técnica no es un tema de una reivindicación nacional, como también se ha querido proponer, pues el problema no es que un país como el nuestro contemos o no con científicos altamente capacitados o con poderosas instituciones productoras de saber científico, que bajo el cobijo del Estado procuren una ciencia con una perspectiva social. No se trata sólo de eso aunque estos factores también resulten relevantes a la hora de comprender los resultados efectivos. La clave está en cómo los saberes científicos son también mercantilizables y cómo hay una desigualdad estructural entre las naciones, lo cual reproduce una lógica de dependencia. Esta dinámica se ha acentuado en el último siglo y representa uno de los rasgos constitutivos de la pregonada globalización del modelo neoliberal. La política de estados mínimos supone el abandono, pleno o relativo, de los conocimientos científicos que permitirían a una nación desarrollar capacidades productivas autónomas, sean éstas del Estado o sean de la industria privada nacional. En países como el nuestro, el neoliberalismo abandonó la inversión en ambas y creó una mayor dependencia del mercado internacional.
De modo que Álvarez Buylla tiene razón, y atina también en escandalizar a la doble moral de aquellos científicos, empresarios y políticos que conocen bien las entrañas del problema. Porque el segundo plano de la cuestión es precisamente la relación entre el Estado y la inversión privada. Pues en México no sólo se aplicó el manual del buen neoliberal, sino que se le tiñó con el estilo propio de la corruptela habitual. Así, una institución tan potente como el CONACyT, que sin duda ha perfilado la ciencia y la tecnología nacionales en las últimas décadas con una enorme inversión estatal, durante el periodo neoliberal financió con enormes cantidades de recursos públicos, hay que decirlo, no sólo la ciencia autónoma que se realiza principalmente en las universidades y centros de investigación de nuestro país, sino a empresas privadas a través de fideicomisos, en procesos plagados de corrupción, de los que tuvimos noticia hasta el año pasado. De modo que muchos recursos nacionales que deberían haber servido para producir ciencia e innovación tecnológica, incluso para el desarrollo privado, se perdieron en importantes desvíos de recursos que nada tuvieron que ver la producción del conocimiento objetivo.
En suma, la dependencia técnico científica es un rasgo de las relaciones inequitativas de la sociedad capitalista, que en México se agravó durante los últimos sexenios –aquellos del periodo neoliberal–. Sin embargo, el largo camino para crear una ciencia que responda a cabalidad a las necesidades sociales, que al tiempo goce de autonomía y libertad relativa de creación, no depende exclusivamente del dictamen de un gobierno ni de la transformación de ciertas instituciones, sino de la procuración de un esquema de reproducción social que no quede a merced de la irracionalidad de la producción de valor.