Durante las dos décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial en los países del Atlántico Norte se gestó una nueva ortodoxia ideológica fincada en el miedo al totalitarismo y la defensa de los valores de la democracia liberal. En La política de la libertad. El centro vital (1949), una de las obras más influyentes de la primera posguerra, el historiador Arthur M. Schlesinger planteaba que la “corrupción del poder” evidenciada por la “degeneración” de las energías utópicas obligaba a los intelectuales de todo el mundo a dedicarse a un ejercicio profundo de reinterpretación y redefinición del credo liberal. Los intelectuales del mundo de la posguerra debían adherirse a una “fe militante” y proclamarse en contra de los excesos autoritarios y en pos de la creación de una “sociedad verdaderamente libre”. En años posteriores, la “fe militante” de Schlesinger fue complementada con el creciente rechazo del “pensamiento ideológico”—que, anunciaba el sociólogo Daniel Bell en su obra El fin de la ideología, había chocado con un muro tras la ‘trágica auto-inmolación de la generación revolucionaria’ de la época de entreguerras— y del entusiasmo utópico —analizado por Isaiah Berlin como una forma dañina de irracionalismo romántico—. La conjunción de estos reclamos sentó las bases para un modelo de democracia liberal basado en el rechazo ferviente del autoritarismo y la defensa del pluralismo político y la libertad individual, el cual sería exportado a distintas regiones del mundo como parte del nuevo orden global marcado por la confrontación de la Guerra Fría. 

En México, este modelo post-utópico y anti-ideológico alimentó el proyecto de creación de una esfera de debate público y acción cívica al margen del poder del Estado priista durante la segunda mitad del siglo veinte. Siguiendo el modelo liberal de la Guerra Fría, durante décadas intelectuales de derecha e izquierda en el país encontraron un punto de encuentro en el rechazo al autoritarismo del régimen y el común anhelo por un espacio de autonomía para el intercambio de ideas, la creación y el activismo cultural. 

A través del impacto y actividad de empresas culturales como las revistas Plural y, a partir de 1976, Vuelta, el debate en torno a la democracia liberal de la Guerra Fría en México se erigió en gran medida como un ejercicio de crítica de la izquierda revolucionaria —en especial a partir del enorme entusiasmo generado por el triunfo de la Revolución Cubana— y la denuncia de las estructuras que impedían la apertura política. A medida que se aproximaba el fin de siglo, estas coordenadas fueron complementadas —en foros ya existentes y a través de intervenciones hechas en revistas más recientes como Nexos (1978)– con la defensa de una visión tecnocrática de la política, según la cual ésta última era definida como una actividad de administración racional de los problemas de la sociedad, y un nuevo paradigma de virtud cívica basada en la despolitización de la esfera pública y la preeminencia de los dictados de la ciudad letrada. Gradualmente, cualquier proyecto político que apelara al entusiasmo ideológico fue tachado como sospechoso, y cualquier agenda desarrollada al margen de estos parámetros fue asociada con el peligro del autoritarismo. 

En las postrimerías del siglo XX, en la mente de muchos intelectuales mexicanos el paradigma del liberalismo de la Guerra Fría se imbricó íntimamente con el andamiaje narrativo, emocional y político asociado con el proyecto de la transición a la democracia. Central a la historia intelectual y política del México post-1968, éste último partía del amplio reclamo social por un sistema electoral plural, independiente y justo capaz de sustentar una transformación fundamental del sistema de poder representativo en México. Las virtudes del liberalismo de la Guerra Fría, se pensaba en ciertos círculos, servirían de combustible para la democratización formal del país y ésta, a su vez, culminaría con la creación de un orden social más justo, libre e igualitario. Para desasosiego de muchos, el horizonte abierto por la llegada de la alternancia partidista en el año 2000 distó mucho de esta imagen. Tras el fin de la hegemonía del PRI, la realidad del país —y del mundo— comenzó a adentrarse a pasos agigantados en un escenario incomparablemente más violento, fragmentado y desigual que el de la segunda mitad del siglo XX.

En lugar de propiciar una reformulación de las coordenadas del debate público, el horizonte desconcertante abierto por la transición democrática alimentó un anquilosamiento de viejas agendas ideológicas e intelectuales en México. Constreñidas por una fijación con los ideales del pluralismo y el anti-autoritarismo, estas agendas insistieron en señalar el peligro que representaban las actitudes “iliberales” de grupos y movimientos surgidos de los sectores de izquierda. Fieles también a su perspectiva anti-populista y anti-plebeya, numerosos intelectuales despreciaron el potente liderazgo de Andrés Manuel López Obrador, a quien durante más de una década señalaron como una amenaza para el establecimiento de una verdadera democracia liberal. 

El ascenso político y triunfo electoral de AMLO y su partido Morena en 2018 tuvieron el efecto de desvincular los ideales de la intelectualidad mexicana gestada en el caldero ideológico del liberalismo de la Guerra Fría de las posibilidades y anhelos que alimentaron el proyecto de la transición a la democracia. Por un lado, el enorme poder otorgado en las urnas al nuevo presidente apuntaló la legitimidad de la endeble democracia mexicana. Por el otro, la llegada de AMLO a la presidencia aceleró el eclipse del horizonte ofrecido por la crítica liberal en México durante la segunda mitad del siglo veinte y, con esto, la credibilidad de muchos de los actores, reclamos e ideas que lo defendieron durante décadas. Asociados —en un irónico giro propiciado por la particular trayectoria de la historia oficial mexicana— con la etiqueta de “conservadores”, muchos de estos viejos valores liberales han sido tachados en el discurso del presidente y sus seguidores como parte de un mensaje reaccionario y retrógrada.

Esto ha sacudido las coordenadas del debate público en México. La agenda que durante más de medio siglo articuló la crítica del poder y el análisis de la realidad política y social del país se enfrenta a un vertiginoso ataque y un creciente descrédito. Hoy en día, cualquier crítica del presente articulada siguiendo recetas propias de una época anterior y apelando al peligro que representan las tendencias “iliberales” del actual gobierno tiene pocas posibilidades de generar entusiasmo político más allá de reducidos círculos de élite. Como hemos visto en los últimos días, en virtud del poder carismático del presidente y su dominio de la agenda y el debate público, este tipo de crítica son rápidamente desechadas e interpretadas como reclamos “conservadores”. 

Para la crítica de izquierda este escenario ofrece un complejo dilema. Queda claro que no es posible renunciar a la obligación de participar en el análisis crítico de las acciones y equivocaciones del nuevo régimen. No se puede callar ante los abusos retóricos, los ataques abiertos a la oposición, el desmantelamiento de estructuras que dejan en la desprotección a amplios sectores de la población, la simulación democrática que esconde el uso no regulado de consultas, el intento por debilitar contrapesos legales e institucionales, la concentración del poder y la creciente militarización del país. Sin embargo, estamos obligados a hacerlo a partir de una visión y un lenguaje analítico que vayan más allá de los supuestos del liberalismo de la Guerra Fría a la mexicana y la narrativa de la transición a la democracia. No estoy abogando, como han hecho comentaristas cercanos a la 4T, por el desmantelamiento y el ataque a los ideales y figuras que enarbolaron estas corrientes paralelas e imbricadas. No es tiempo para revanchas o mezquindades. Sin embargo, está claro que es necesario superar las fijaciones forjadas en la lucha contra la hegemonía del viejo PRI y cristalizadas en el contexto global de la Guerra Fría, y apuntalar una visión constructiva del nuevo México que, tras tres sexenios de alternancia, tres décadas de neoliberalismo y una larga guerra interna, gobierna hoy Andrés Manuel López Obrador. De no hacerlo, la izquierda crítica se enfrenta al peligro de la irrelevancia y la falta de sentido.