Primera de dos partes
Vivimos un momento histórico, marcado por cambios climáticos con consecuencias avasalladoras, por una economía global cada vez más frágil y sostenida por un endeudamiento masivo —de la población y de Estados nacionales en todo el mundo—, así como por el número récord de conflictos armados en curso —aproximadamente unas sesenta guerras—, el mayor número desde la Segunda Guerra Mundial.
No sería, por lo tanto, una supuesta “crisis migratoria” el verdadero epicentro de la inestabilidad en un escenario como el descrito, al contrario de lo que los discursos chovinistas intentan siempre hacer creer. Somos testigas de una era de crisis que viene arrastrando todo, inclusive a los migrantes, en un contexto en el cual, salvo poquísimos casos, ya no es posible discernir con mucha facilidad migrantes económicos de personas refugiadas, ya que las condiciones económicas y sus nexos políticos, bélicos, raciales, ambientales, etc., fuerzan el desplazamiento de la amplia mayoría de las poblaciones en (in)movilidad hoy.
En este contexto, coinciden los procesos de securitización y militarización de las fronteras, de las migraciones e incluso de la acogida humanitaria. Y en medio de este escenario es que opera la Fuerza de Tarea Logística Humanitaria (FT Log Hum), o simplemente Operación Acogida (OPA), creada en Brasil por decreto del presidente Michel Temer en 2018 y conducida por las Fuerzas Armadas nacionales para funcionar en la frontera del estado de Roraima al norte de Brasil. Su propósito ha sido el de gestionar la crisis migratoria venezolana, con el ideal normativo de promover una acogida e integración “seguras, ordenadas y regulares”, mediante tres bases fundamentales: documentación, refugio e interiorización (es decir, el traslado de los migrantes, organizado por las fuerzas armadas, hacia otras ciudades brasileñas).
Sin embargo, la OPA no puede ser entendida simplemente a partir de estos eslóganes que buscan definirla oficialmente, y a los cuales se han adherido también académicos e investigadores brasileños. Se trata, en cambio, de una manifestación local de un nuevo y sofisticado régimen migratorio y de frontera global, que asume la forma de una guerra total contra los migrantes. Esta guerra no se libra en campos de batalla tradicionales, sino a través de prácticas de control, vigilancia, confinamiento y muerte, orquestadas por una compleja red de agencias internacionales, ejércitos nacionales, policías y una sociedad civil instrumentalizada bajo la forma de ONGs que gestionan una lucrativa economía humanitaria.
Este texto, por tanto, busca trazar la genealogía de este proceso de militarización, con foco en su territorialización en Brasil y analizar cómo se manifiesta esta guerra total específicamente en la política de acogida humanitaria de la OPA.
Además, nos parece importante compartir esta postal de gubernamentalidad migratoria para quienes nos leen desde México y el resto de América Latina. En este trabajo contamos cómo este modelo, presentado como ejemplar, en verdad funciona como un dispositivo de control, confinamiento y gestión de poblaciones convertidas en “indeseables”, mediante la integración de los procesos de securitización, de extracción de datos biométricos y de imposición de una pedagogía neoliberal de la crueldad.
Las reflexiones aquí reunidas son fruto de una investigación más amplia, titulada “Fronteras de la movilidad en Brasil contemporáneo: comunicación y experiencia migrante en la securitización de la acogida y de la integración social en el ámbito de la Operación Acogida”, financiada por el CNPq/MCTI/FNDCT. La metodología de nuestra investigación y, por lo tanto, de este esfuerzo combina un análisis teórico y bibliográfico con investigaciones de campo realizadas en Brasilia y Roraima, que incluyeron visitas y entrevistas en diversas instancias gubernamentales y en la frontera. El objetivo es desplegar una lectura crítica sobre cómo la acogida a migrantes en Brasil se inserta en un régimen global securitario y de confinamiento, utilizando la Operación Acogida como caso central de estudio.
Con todo ello en mente, en esta primera entrega proponemos una historia de la militarización de Brasil durante las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos del XXI, siempre atentas a su posición y sus relaciones geopolíticas. La segunda entrega tomará este telón de fondo para el análisis concreto de la OPA como una nueva forma de militarización, si bien encubierta por un discurso aparentemente humanitario.
Genealogía de la militarización de Brasil para el mundo y del mundo para Brasil
Como ya advertíamos, la trayectoria de la militarización en Brasil no es reciente. Según Piero Leirner, quien desde hace más de treinta años estudia a las Fuerzas Armadas brasileñas, los altos mandos del Ejército vislumbraban su retorno al poder ya desde el fin de la dictadura cívico-militar (1964-1985). Sin embargo, ese retorno sería concretado, consolidado, no por un golpe de Estado clásico, sino por la construcción gradual de “doctrinas no convencionales”; es decir, mediante formas discursivas que legitiman la gestión de problemas domésticos como si fuesen cuestiones de guerra soberana, transformando a la propia población en un mosaico de nuevas amenazas y nuevos enemigos, inclusive internos.
Este andamiaje doctrinario encontró un terreno fértil en el escenario global después del 11 de septiembre de 2001, alineándose a la “Guerra contra el Terror” declarada por el Pentágono. La adhesión a esta lógica global se materializó en acciones concretas, como la importación de tecnología —por ejemplo de los vehículos blindados “caveirões”, importados de Israel y utilizados en operaciones policiales en Río de Janeiro— y el entrenamiento internacional de tropas brasileñas en nuevas tácticas de contrainsurgencia.
Un punto de inflexión decisivo en este proceso fue la participación de Brasil en el comando de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (MINUSTAH). Aunque justificada por la búsqueda de un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, la misión en Haití funcionó, en la práctica, como un vasto laboratorio para el desarrollo y experimentación de técnicas de guerra urbana y control poblacional. Así, las tácticas de pacificación aplicadas contra la población haitiana, tratada como un “enemigo interno”, fueron posteriormente importadas y adaptadas al contexto brasileño, por ejemplo durante los megaeventos deportivos, como la Copa del Mundo (2014) y las Olimpiadas (2016), y, de forma más explícita, durante la Intervención Federal en la seguridad pública de Río de Janeiro, en 2018.
Desde entonces, la seguridad nacional y la seguridad pública en Brasil nunca más fueron las mismas, como quedó evidenciado por la promulgación de la Ley Antiterrorismo y la banalización del uso de las operaciones de Garantía de la Ley y el Orden (GLO). La Ley Antiterrorismo (nº 13.260), sancionada en marzo de 2016 en el contexto de un avance conservador y bajo protestas civiles, tipifica actos motivados por xenofobia, discriminación o prejuicio (raza, color, etnia, religión), o llevados a cabo con el fin de provocar terror social o generalizado, mediante, por ejemplo, el uso de explosivos, el sabotaje de transportes o servicios esenciales y atentados contra la vida. No obstante, es criticada por especialistas (Piero Leirner, p.e.) como instrumento de persecución a movimientos populares y como un riesgo para el Estado democrático. Existen ya 36 propuestas legislativas que buscan alterarla, muchas para coartar la libertad de manifestación y criminalizar ocupaciones de tierra. El Proyecto de Ley 1595/2019, por ejemplo, es visto como genérico y peligroso por oficializar el monitoreo social y criminalizar liderazgos, a pesar de que la ley exceptúa las manifestaciones sociales y reivindicativas, a menos que la conducta individual o colectiva se aparte de estos propósitos o busque provocar terror generalizado.
Por su parte, las operaciones de la GLO no tienen una ley de creación única, sino que están previstas en la Constitución Federal y reguladas por la Ley Complementaria 97/1999 y por el Decreto 3.897/2001. Además, permiten el uso provisional de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública, bajo orden expresa del Presidente de la República, en casos de grave perturbación del orden o agotamiento de las fuerzas tradicionales de seguridad, con lo cual se otorgan poderes policiales a los militares hasta el restablecimiento de la normalidad. Sin embargo, la GLO también genera debates y críticas sobre su carácter, pues han sido utilizadas en eventos como la Rio+20 o la Copa del Mundo, y recientemente por Lula en puertos y aeropuertos para combatir el crimen organizado. Al centro de las críticas se encuentran, pues, los criterios para definir qué situaciones implican graves “perturbaciones del orden” como para justificar la intervención de la GLO.
Ahora bien, la continuidad en estas estrategias de militarización no es sólo doctrinaria, sino también de los sujetos que han venido conduciendo los procesos en cuestión. Es tal que un mismo grupo de generales del alto mando del Ejército brasileño transitó por este “teatro de operaciones” continuo, conectando las misiones en la República Democrática del Congo (MONUSCO), con la misión en Haití (MINUSTAH), y, finalmente, con la implementación del modelo puesto a prueba durante el intento de golpe de Estado en Río de Janeiro (2018-2019), el mismo que luego se usó para la creación de la propia Operación Acogida en 2018 durante el gobierno de Michel Temer. Ese grupo de generales fue también el que sostuvo al gobierno de Jair Bolsonaro, mediante la ocupación de cargos clave durante su administración, por medio de los cuales profundizaron la penetración militar en el aparato de Estado. Estos generales, que hoy frecuentan activamente el debate público y la administración civil, personifican la consolidación de un régimen de interacciones que funde seguridad interna y externa, política y guerra.
En el núcleo de estas “doctrinas no convencionales” está la actuación de las llamadas “fuerzas especiales” o “comandos”: tropas de élite entrenadas para actuar en guerras irregulares, contra el terrorismo y, crucialmente, “dentro del territorio enemigo”. La característica definitoria de estas unidades es su autonomía operacional: por asumirse que actúan en contextos donde la comunicación con el comando superior es imposible, ellas poseen una autorización previa para actuar e incluso para matar al enemigo si lo juzgan necesario para el éxito de la misión.
El punto fundamental es comprender cómo esta lógica, concebida para un campo de batalla externo, es transpuesta al interior de un Estado nacional soberano, reproduciendo ad infinitum “zonas de guerra total”. Estas zonas no son excepciones, sino una característica estructurante de la gobernanza territorial contemporánea, y abarcan desde las periferias urbanas (favelas) y fronteras de expansión agrícolas, hasta prisiones, manicomios judiciales y, de forma cada vez más evidente, los corredores migratorios y sus desdoblamientos institucionales, como los albergues y campos de refugiados. Es en este sentido que la diferencia entre corredores migratorios y humanitarios también se va borrando.
Además, la demarcación de estas zonas de guerra total se asienta en un profundo proceso de racialización del espacio. Remitiendo a las fronteras coloniales, que dividían el mundo entre lo “civilizado” y lo “bárbaro” —donde la violencia era permitida—, la lógica contemporánea opera de forma análoga. La territorialización de estos espacios de excepción ocurre a través de la transferencia de atributos corporales a atributos espaciales: definiendo, pues, que los espacios peligrosos son aquellos habitados por personas consideradas peligrosas, definidas a partir de marcadores raciales. Es esta producción racial del espacio la que justifica la suspensión de la ley y la aplicación de una violencia soberana, transformando territorios nacionales en campos de batalla permanentes contra enemigos internos.
Con esto, se observa el fin definitivo de la guerra clásica clausewitziana, sustituida por un estado de guerra permanente y difuso, sostenido por un vasto aparato de vigilancia que incluye radares, sistemas de procesamiento de datos y el uso abundante de drones o vehículos aéreos no tripulados (VANT), adquiridos de empresas americanas y sobre todo israelíes.
