Es de sobra conocido que uno de los proyectos inacabados de Marx, el cual habría de continuar la estela de El capital, era un estudio sobre las clases sociales. De haberlo concluido, contaríamos con una reflexión sistemática, complementaria a esa excelente aproximación historiográfica que, sobre el tema, realizó en El 18 brumario de Luis Bonaparte. La generación posterior a Marx, como recuerda Perry Anderson, no se preocupó tanto por desarrollar esta herencia intelectual como por sistematizarla y fortalecer las organizaciones obreras en el marco de un capitalismo aparentemente estable. Cuando todo comenzó a resquebrajarse a finales del siglo XIX, el problema de la acción de las masas, de la lucha de clases, se volvió una prioridad en la agenda socialista. Tras las dos catástrofes mundiales, el marxismo occidental lo retomó y desarrolló, imprimiéndole un sello característico, alejado en parte del espíritu que animó a la generación de 1917.

En este texto presentaré algunas líneas de esta discusión, centrándome en un aspecto específico: el de la conciencia de clase. Creo que, para evaluarlo adecuadamente desde nuestro presente, debemos dejar en suspenso tres cuestiones: 1) si la clase (obrera) es o no el agente del cambio emancipatorio, 2) si este cambio responde a un proceso de ruptura revolucionaria y 3) si el marxismo sigue gozando de capacidad para dar respuesta a ambas preguntas. Supongamos, porque ése fue el terreno compartido por quienes trataron el asunto, que respondemos afirmativamente a las tres. Mi tesis es que, a lo largo de esta discusión (intergeneracional e internacional) se generaron ideas sumamente penetrantes y eficaces sobre los mecanismos de la acción colectiva. Pero también hubo ciertos malentendidos que, creo, ameritan discutirse para valorar en qué medida aún continuamos, aunque bajo nuevos marcos, presos de ellos. 

El debate tuvo su origen, como he sugerido, en la crítica que determinados sectores de la socialdemocracia europea y rusa de finales del siglo XIX realizaron de lo que se denominó como “reformismo socialista”. El marco de discusión ya había sido definido por Marx: la lógica intrínseca del capitalismo lo abocaba a su superación. Esta necesidad económica encontraba en la clase obrera, que el mismo capitalismo había creado, al agente encargado de realizar la misión histórica de terminar con toda forma de explotación económica. La diferencia entre “conciencia de sí” y “para sí” daba cuenta de ese proletariado, primero como mera posición económica en la estructura productiva del capitalismo, segundo, como agente político consciente de su misión. La función del partido comunista no era otra que facilitar los medios para que ese paso “de sí” a “para sí” tuviera lugar. 

El reformismo surgió con fuerza en Alemania una generación después, bien como una renuncia al marxismo (Bernstein), bien como lo que se entendía era una lectura ortodoxa de Marx (Kautsky). La primera, en una línea semejante al fabianismo inglés, consideraba que Marx daba cabida a una infundada teoría del derrumbe capitalista. Contrariamente, el capitalismo parecía demostrar su sostenibilidad y una mayor capacidad de redistribución, por lo que la lucha de clases se diluía y el cambio revolucionario se convertía en algo innecesario. El papel de los socialistas debía centrarse en la competición parlamentaria y en las demandas sindicales. Kautsky, en cambio, sí creía que el capitalismo estaba abocado al colapso, pero en un escenario futuro, no inminente. Mientras tanto, su lógica no dejaba de producir un incremento de las filas del proletariado, una clase obrera cada vez más numerosa y más consciente de ese desenlace histórico. De este modo, cuando se produjera el derrumbe, se podría transitar hacia el nuevo estadio sin necesidad de una ruptura revolucionaria. En este marco, la labor de los socialistas era la de fortalecer las organizaciones obreras al margen de las instituciones y de la vida civil burguesa. Esta fue la línea ideológica dominante de la Segunda Internacional. 

El reguero de huelgas en Europa a finales del siglo XIX, la revolución rusa de 1905 y lo que se percibía como auténtica inoperancia política del reformismo llevaron a un sector de la socialdemocracia a elaborar una alternativa. Con ella, arranca una discusión sobre la conciencia de clase en la que, no sin cierto unilateralismo, cabría diferenciar dos posiciones típicas. Ambas compartían, al menos, tres elementos: 1) una interpretación no determinista del marxismo, al entender que la lógica del capital lo que establece es una tendencia del proceso histórico, no un destino inexorable: el derrumbe del capitalismo y su superación es una cuestión abierta, política; 2) una visión no gradualista de la transición al socialismo y, por tanto, la necesidad de una ruptura revolucionaria, más allá de las diferentes interpretaciones de cómo habría de suceder esto y, especialmente, por lo que al uso de la violencia se refiere; y 3) una noción no mecanicista de la conciencia de clase que, entendida como la articulación de la experiencia de explotación y opresión en términos clasistas, no cabía ya derivar automáticamente de la tendencia innata del capitalismo a producir sus propias contradicciones: la conciencia de clase no está dada por el proceso histórico, debe construirse. 

Partiendo de este núcleo compartido, extrapolaré ahora las diferencias. El primer modelo entiende que las clases sociales son posiciones en el marco de relaciones de producción. Estas posiciones definen una serie de intereses objetivos. La conciencia de clase responde a la capacidad para captarlos y desarrollar un curso de acción acorde a los mismos. El punto decisivo es que el movimiento obrero por sí mismo, a través de sus luchas concretas, no puede tomar conciencia de esos intereses fundamentales. A lo más que puede aspirar es a desarrollar una conciencia de sus intereses inmediatos, corporativos. Este paso es necesario, pero no suficiente. Para adquirir conciencia de sus intereses objetivos fundamentales se requiere de una elaboración teórica que rompa con la evidencia inmediata del conflicto, descubra sus mediaciones y logre integrar en una visión de totalidad la experiencia de la lucha. El materialismo histórico, al servicio del estudio de la realidad concreta, suministra los materiales decisivos para esta tarea. La conciencia de clase, por tanto, aparece como un artefacto atribuido, imputado al movimiento obrero “desde fuera”. Una vez incorporado, la lucha de clases adquiere una dimensión específicamente socialista. 

El segundo modelo considera la clase, no como una posición, sino como un acontecimiento. Este tiene lugar cuando en un determinado marco de antagonismo, la experiencia de la opresión y la explotación se elabora identificando intereses comunes frente a otros, que se presentan como opuestos. En el despliegue concreto del conflicto, emerge la conciencia de clase, que alcanza expresión a través de formas institucionales y culturales. En este modelo, la conciencia no es resultado de una atribución externa, sino que se construye “desde dentro”, por los propios actores, a partir de su experiencia de lucha: la lucha de clases es previa a la conciencia de clase y la posibilita. Ésta puede adquirir entonces formas históricas diversas (“conciencia realmente existente”), ya que los intereses económicos y el antagonismo pueden articularse desde diferentes marcos de sentido. El socialismo es una posibilidad. Pero otros marcos también han orientado, y pueden orientar, la acción política en esa dirección. 

Ilustración: Jessa.

En el primer modelo cabría situar, entre otros, al Lenin de Qué hacer (1902), al Lukács de Historia y conciencia de clase (1923), al Althusser de Práctica teórica y lucha ideológica (1966) o al Erik Olin Wright de Clase, crisis y Estado (1978). En el segundo, a la Rosa Luxemburgo de Huelga de masas, partido y sindicato (1906), al Antonio Gramsci de Espontaneidad y dirección consciente (1931), al Merleau-Ponty de Fenomenología de la percepción (1945) o al E. P. Thomson de La formación de la clase obrera en Inglaterra (1964). Esta somera e inacabada lista debe ponernos en guardia ante la unilateralidad con la que he presentado ambos modelos. Ni el primero obvia la conciencia de clase “realmente existente”, ni el segundo renuncia a una intervención “externa” que oriente la conciencia de clase hacia el socialismo. Veámoslo en algunos casos concretos. 

Frente al reformismo y la amenaza de que el socialismo quedara reducido a un sindicalismo apolítico, Lenin insistía en la necesidad de que el proletariado contara con una teoría capaz de captar las relaciones de clase como conjunto. Este conocimiento de la totalidad y de sus contradicciones es el elemento que forja la conciencia de clase. De lo que se trata es de que dicho conocimiento se encadene con las luchas concretas que lleva a cabo el proletariado en los diferentes sectores sociales. Pero Lenin huye de cualquier tentación epistemocrática cuando niega que sean los intelectuales, como grupo social específico, quienes deban encargarse de esta tarea. Para Lenin, esa conexión se efectúa desde la organización, es decir, a través del partido. Es la organización la que estructura la ciencia y la forma en la que conecta con las luchas concretas. Por eso, en determinados momentos, los intelectuales quedan detrás del nivel de conciencia del propio movimiento, que actúa entonces como punto de lanza del partido. Creo que este punto queda bien reflejado en el pequeño pero enjundioso texto Una gran iniciativa (1919), donde Lenin reconoce que la autorganización obrera es capaz de desarrollar brotes de comunismo a través de múltiples iniciativas que permean la vida civil; brotes que el partido no ha sabido ver, pero a los que debe, sin embargo, toda su atención y cuidado.

También de la mano de Lukács podemos introducir otras matizaciones. Por ejemplo, cuando señala que la conciencia obrera realmente existente es “falsa conciencia”, no se refiere a que ésta sea errónea, en el sentido de una mera distorsión de la realidad que cabe despachar a través de un criterio de verificabilidad. La falsa conciencia supone más bien la imposibilidad del proletariado de pensarse más allá de los límites impuestos por la cosificación capitalista. La conciencia de clase es, bajo el capitalismo, una posibilidad objetiva, una ampliación posible de la conciencia existente. Situado en las antípodas filosóficas de Lukács, Althusser elabora la noción de ideología como inconsciente, oponiéndola a la noción de ciencia. Pero esta oposición no apunta hacia una progresiva sustitución de la segunda por la primera. La diferencia entre una y otra radica en sus funciones: la ideología tiene una función práctica (interpelar a los individuos para convertirlos en sujetos que aseguren la reproducción social), mientras que la ciencia (marxista) tiene una función teórica. De aquí que la ciencia nunca desplace a una ideología imposible de disolver. Lo que logra es entender cómo funciona, situarla en una totalidad y evitar que se presente espuriamente como conocimiento teórico. En este sentido, la lucha que aspira a que la ideología de la clase obrera escape de la influencia de la ideología de la clase burguesa no es sustituida por la práctica teórica de los intelectuales. Ambas son eslabones de unión entre movimiento obrero y teoría marxista.  

En relación con el segundo modelo también cabe señalar matices, aunque en dirección opuesta. Rosa Luxemburgo, por ejemplo, tradicionalmente asociada al espontaneísmo, no deja de considerar el papel del partido y de la dirección consciente. Frente al burocratismo de la socialdemocracia alemana y su talante inhibidor, Luxemburgo insistía en la capacidad de autorganización y autoeducación de las masas a través de la experiencia de la lucha concreta, de la cual brota la conciencia de clase. Y aunque esta crítica la extendería posteriormente al modelo leninista de partido, Luxemburgo no dejó de considerar que el sector más consciente y organizado de la clase obrera debía orientar a ese movimiento que crece de forma espontánea. Labor que no debía entenderse, en todo caso, en clave de una dirección centralizada, sino como un coaprendizaje, siguiendo en este punto la máxima de que “el educador también debe ser educado”. A Gramsci cabría situarlo en una línea similar. Pues la idea de que existen grados de conocimiento (“todos los hombres son filósofos”) habilita a las clases subalternas para desarrollar una conciencia de la oposición de clase que, si bien en origen es práctica y concreta, puede dirigirse hacia un mayor nivel de sistematización coherente. Aquí, la labor del intelectual orgánico, como una suerte de traductor de la abstracción, como un “nivelador” de la cultura erudita, desempeña una función política decisiva. Por otro lado, E. P. Thompson, quien afirmaba que “la clase obrera se hizo a sí misma”, reconoce también que los socialistas deben construir la conciencia política, y esto de dos formas: primero, ensanchando y articulando las heterogéneas demandas populares a través del permanente ejercicio de establecer la línea de demarcación con el enemigo y, segundo, educando al deseo en el socialismo, atendiendo a la dimensión afectiva y moral de la conciencia de clase. 

En definitiva, cuando descendemos al nivel de las obras concretas, apreciamos un panorama mucho más rico de lo que el modelo dicotómico sugiere. Aun así, creo que es útil conservarlo por dos razones. Primero, porque ciertamente existen diferencias importantes de perspectiva: mientras el primero privilegia un punto de vista abstracto y se preocupa por construir una herramienta teórica lógicamente consistente, el otro adopta una perspectiva histórica para dar cuenta de cómo acaece la conciencia y se da en su concreción empírica. La segunda razón es porque creo que esta diferencia de perspectiva, de énfasis si se quiere, ha generado confusiones importantes, bien cuando el debate se ha trasladado al terreno de la polémica (y entonces los matices desaparecen), bien cuando ambas perspectivas se rutinizan en fórmulas escolásticas y acaban produciendo indeseables consecuencias políticas. ¿Dónde radica la confusión?

Creo que lo que le preocupa al modelo empírico es que el momento de especulación teórica (conciencia de clase) se autonomice y se imponga sobre la realidad concreta (conciencia “realmente” existente), distorsionándola, encorsetándola a priori en un molde que impide la comprensión de su especificidad y, llegado el caso, condenándola como un error: una conciencia fallida que no se ajusta al diseño conceptualmente elaborado y al progreso de la historia. Pero esta inquietud debería disiparse si entendiéramos que el objetivo del momento especulativo no es representar la realidad empírica, sino generar hipótesis plausibles que contribuyan a orientar la acción. Un ejemplo claro lo tenemos en Lukács, quien elabora el concepto de “conciencia de clase” como un tipo ideal weberiano. Los tipos ideales son representaciones mentales (situados en la cabeza del investigador, dice Weber) obtenidas a partir de la exageración de determinados elementos de la realidad que buscan describir un estado de hechos lógicamente posible, pero que no encontramos como tal en la realidad empírica. Su función, por tanto, no es representar la realidad, sino ayudar a explicar determinados fenómenos fomentando la elaboración de hipótesis. Salvando las distancias, es algo similar a lo que ocurre con las nociones físicas de “gas ideal” o “cuerpo perfectamente rígido”.

La propuesta de Olin Wright también echa mano de este tipo de modalización contrafáctica cuando considera la conciencia de clase como una hipótesis sobre los objetivos que tendría la lucha si los actores contaran con una comprensión científicamente correcta de su situación. Y creo que un espíritu similar anima la relevante distinción que sostuvieron Althusser y Balibar entre “modo de producción” (abstracción) y “formación social” (realidad empírica). Al recaer en la confusión de ambos planos, la posición empirista demanda que el análisis químico de la sopa sepa a sopa, mientras la teoricista cree que el sabor de la sopa es efecto de su análisis químico. La confusión es aún más preocupante desde el momento en el que sabemos que el marxismo es una concepción del mundo que aspira, no sólo a comprenderlo, sino a transformarlo; en otras palabras: que su teoría y los conceptos que la integran deben servir de guía para la transformación social emancipatoria. De aquí que resulte sumamente importante elaborar mecanismos de vigilancia reflexivos, atentos a cualquier utilización de conceptos heurísticos como criterios de acción política. 

Me gustaría cerrar entonces con la siguiente propuesta, la cual implica integrar al menos cuatro tareas, sólo diferenciadas con fines expositivos. La primera pasa por preguntarse por el lugar desde el que se elabora el modelo teórico de clase: ¿desde qué posición social, entramado institucional, lugar de enunciación y compromiso político se realiza esa labor de abstracción? De lo que se trata es de llevar a cabo un ejercicio crítico de reflexividad, que no tiene por qué ser individual pero que debe, en todo caso, arrojar luz sobre las preferencias que sesgan inconscientemente la práctica especulativa.

La segunda consiste en desarrollar un modelo teórico que, rompiendo con la evidencia inmediata y subjetiva, logre elaborar, en nuestro caso, la conciencia de clase como posibilidad objetiva; es decir, dando cuenta de las condiciones ideales en las que ésta es posible en un contexto determinado. Para realizar esta operación, la tradición marxista posee una teoría y un utillaje conceptual susceptible de ser rediseñado, ajustado y ampliado. Los autores a los que hemos hecho mención en el texto son un claro ejemplo de ello. 

La tercera tarea apunta hacia la forma en la que se ha constituido la conciencia de clase “realmente” existente. El análisis histórico y etnográfico permite reconstruir el proceso a través del cual se han articulado ideológicamente las experiencias del antagonismo de clase y cómo éstas se han expresado en formas institucionales y culturales específicas. La comparación entre el modelo teórico (lógicamente elaborado) y la realidad concreta (empíricamente reconstruida) nos permite no sólo dotar de sentido al proceso de formación de la conciencia “realmente” existente, sino arrojar hipótesis explicativas sobre otros decursos posibles. 

Finalmente, este diagnóstico sobre lo dado y lo posible debería inspirar estrategias realistas orientadas hacia la construcción política de la conciencia de clase en un sentido socialista. Creo que la manera de llevar esto a cabo no está cerrada. La tradición marxista, consideremos los autores aquí mencionados, nos ofrece un amplio campo de posibilidades: fortalecer las organizaciones como espacio mediador y estructurador de la conciencia de clase; ampliar la conciencia posible operando sobre el inconsciente; elevar la formación teórica y científica e impulsar a partir de ella la lucha ideológica en los aparatos de Estado; actuar sobre los conflictos de intereses inmediatos para hacerlos coincidir con los intereses fundamentales de clase; acompañar en un proceso de coaprendizaje a las iniciativas espontáneas surgidas de la lucha de clases; suscitar, a través de una permanente labor de traducción, nuevas élites de intelectuales procedentes de los subalternos y en permanente contacto con ellos; articular demandas populares segmentarias, o educar al deseo en un realismo utópico que alimente la ilusión por el socialismo. En qué medida, estas estrategias y los análisis que las sustentan aún hoy nos interpelan, es una discusión que merece la pena encarar.