El Premio Nobel de la Paz 2025 fue otorgado a la activista y opositora venezolana María Corina Machado, reconocida por el Comité Noruego del Nobel por “su incansable labor en la promoción de los derechos democráticos del pueblo de Venezuela y por su lucha por lograr una transición justa y pacífica de la dictadura a la democracia”. El anuncio, como casi siempre ocurre con este galardón, no estuvo exento de polémicas, y despertó tanto elogios como suspicacias. El Premio Nobel de la Paz es un gesto profundamente político que refleja, más que una idea universal de “paz”, la visión del mundo que Occidente desea consagrar. No es casualidad que figuras tan controvertidas como Henry Kissinger —cuya trayectoria está asociada a golpes de Estado y guerras encubiertas— hayan sido distinguidas en el pasado con el mismo honor.
Cuando el Nobel de la Paz se entrega a individuos, suele caer en dos categorías recurrentes. La primera es de activistas perseguidos, como Martin Luther King, Narges Mohammadi o Rigoberta Menchú, y la segunda de líderes políticos o diplomáticos como Barack Obama, cuya elección es por lo general más simbólica que basada en logros concretos. En ocasiones, el comité opta por figuras híbridas entre militancia y poder, como Aung San Suu Kyi. En el caso de Corina Machado, el Nobel repite esta fórmula ambigua, pues se trata de una mujer que es a la vez política y activista, víctima y protagonista, y cuya figura refleja las tensiones entre el ideal de paz y las estrategias de legitimación política internacional.
Su elección como Premio Nobel de la Paz es, naturalmente, profundamente polarizante. Desde la derecha latinoamericana, la noticia fue recibida con júbilo: empresarios y políticos como Ricardo Salinas Pliego o Felipe Calderón no tardaron en felicitarla públicamente, presentándola como una heroína de la libertad frente al autoritarismo de Nicolás Maduro. En el extremo opuesto, los sectores más cercanos al chavismo la denuncian como una figura funcional a los intereses de la oligarquía y a la desestabilización del proyecto bolivariano.
Pero lo más interesante ocurre en un tercer flanco: el de las izquierdas críticas y decoloniales, para quienes el galardón a Machado no representa una victoria de la democracia, sino una nueva operación simbólica del liberalismo imperial. Estas corrientes la ven como un instrumento del intervencionismo estadounidense, recordando que en el pasado buscó abiertamente el apoyo de Washington para derrocar al gobierno de Maduro, y que ha mostrado simpatía por figuras y causas como Donald Trump, el partido Vox en España o la política expansionista de Israel.
En ese sentido, su Nobel no sólo divide a Venezuela, sino que reabre un viejo debate latinoamericano: ¿hasta qué punto la defensa de la democracia en Latinoamérica puede desligarse de los intereses geopolíticos de Occidente? Esto es una crítica legítima y necesaria desde la izquierda no chavista, pues resulta difícil imaginar un proceso de democratización genuino y legítimo en Venezuela bajo la sombra del intervencionismo estadounidense. La historia reciente del país muestra que cada vez que la oposición ha buscado respaldo internacional, esa búsqueda termina subordinando sus aspiraciones a la lógica de los intereses de Washington.
El problema estructural de la oposición venezolana más activa internacionalmente es que su legitimidad interna se erosiona en tanto que depende del reconocimiento externo. Ninguna transición puede considerarse justa ni pacífica si está condicionada por la aprobación de una potencia extranjera. Y, en el peor de los escenarios, una intervención militar o política de Estados Unidos no sólo profundizaría la crisis institucional, sino que podría desencadenar una catástrofe humanitaria aún mayor que la que ya vive el país. Esa es, quizás, la paradoja más compleja del momento político venezolano: una oposición que, en su búsqueda de democratización y reconocimiento internacional, corre el riesgo de reproducir dinámicas históricas de dependencia y tutela externa sobre el destino del país.
Poco se discute, sin embargo, la existencia de una oposición al régimen de Maduro desde la propia izquierda venezolana, una corriente que ha sido objeto de fuerte represión política y social. El gobierno ha actuado con particular dureza contra partidos de izquierda no alineados, movimientos sociales autónomos y activistas de derechos humanos, especialmente aquellos que denunciaron irregularidades y abusos tras la derrota electoral de Maduro en las últimas elecciones. Resulta significativo que desde estos sectores se acuse al régimen de ser, en realidad, un gobierno de derecha con retórica revolucionaria. Tal afirmación no carece de fundamento: las políticas económicas y sociales implementadas por Maduro han favorecido la consolidación de una oligarquía autoritaria con rasgos neoliberales, al tiempo que han desmantelado muchos de los proyectos comunitarios y autogestivos que surgieron durante los primeros años del proceso bolivariano.
El tema central aquí es, en efecto, la legitimidad de cualquier hipotética transición una vez que el régimen caiga, y resulta complejo imaginar que Corina Machado, por mucho reconocimiento internacional que tenga, pueda consolidar esa legitimidad fuera de los círculos de élite y la diáspora. La decisión del Comité Noruego del Nobel refleja, en parte, un enfoque tradicional que privilegia figuras individuales y mediáticas, dejando de lado a los actores que trabajan cotidianamente en condiciones de represión extrema. Desde esa perspectiva, puede interpretarse como una oportunidad perdida para visibilizar las luchas locales y comunitarias, aquellas que sostienen la democracia desde el terreno y que, paradójicamente, son sistemáticamente ignoradas y reprimidas tanto por el régimen como por la opinión internacional.
Considero que estos sectores de izquierda crítica y movimientos comunitarios tendrían, en principio, una mejor oportunidad de impulsar una transición democrática legítima en Venezuela, precisamente porque su lucha parte desde la base social y no depende de la intermediación de potencias extranjeras ni del reconocimiento de élites internacionales. En lo personal, pienso que el Nobel de la Paz 2025 hubiera ganado en sentido y profundidad si hubiera sido otorgado de manera comunitaria, incluyendo a estos grupos de activistas locales, especialmente si el objetivo declarado del comité era visibilizar los esfuerzos por la democratización dentro del país.
