El pasado 23 de enero, la Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación (Secihti), la Secretaría de Cultura (SC) y el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM) organizaron, en las instalaciones de este último, un foro sobre el “humanismo mexicano”. Al foro, anunciado como un “espacio de diálogo en el marco de los proyectos estratégicos del Gobierno de México en materia de humanidades”,  fueron convocadas “las comunidades académicas de filosofía, economía, historia, antropología y ciencias políticas”. Ese día tuvieron lugar dos mesas, que duraron más de tres horas y media (incluyendo el intermedio). Primero tomaron la palabra Fabrizio Mejía Madrid, como moderador, y Violeta Vázquez-Rojas, como subsecretaria de Ciencias y Humanidades de la Secihti. Enseguida, participaron siete académicos y académicas de diversas disciplinas: Mario Campa, Diego Prieto, Elvira Concheiro, Lorena Rodríguez León, Silvana Rabinovich, Felipe Ávila y Pablo Monroy.

Por la naturaleza de la convocatoria, y dada mi profesión y mis intereses académicos, decidí asistir. No voy a hacer aquí una relación pormenorizada de las siete presentaciones que escuché aquel día. Lo que pretendo hacer es aportar elementos para hacer más compleja la discusión sobre el humanismo —y específicamente, el llamado “humanismo mexicano”—. Creo que si vamos a tener un diálogo y un debate sobre esta nueva categoría que se está proponiendo, no es mala idea empezar por el sustantivo, al cual, en este caso, se le ha añadido una adscripción nacional. Pienso que dicha adscripción contiene problemas considerables respecto a su contenido o sustancia, así como interpretativos e historiográficos, pero esto es justamente lo que me gustaría exponer y discutir en los párrafos que siguen. En todo caso, los problemas aludidos no residen solamente en que se añada un adjetivo. No los hay cuando se habla, por ejemplo, del “humanismo italiano”; la cuestión es que en este caso, el concepto tiene una entidad histórica, filosófica y sociológica bastante clara (como veremos enseguida). No es así con el denominado “humanismo mexicano” y acaso de allí haya surgido la idea de dialogar y debatir en torno suyo.

Uno de los aspectos que más eché de menos en el foro del 23 de enero fue que ninguno de los ponentes hiciera referencia alguna al humanismo, digamos, original. Si la propuesta es la de discutir públicamente sobre el “humanismo mexicano”, creo que primero debería comunicársele a la población mexicana qué es y en dónde surge el humanismo (a secas). Es decir, lo que se entiende en todo el mundo occidental cuando se emplea ese concepto, tanto en términos históricos, como filosóficos, pero también desde la perspectiva de la historia del pensamiento político y de la historia intelectual.

En primer lugar, cabe ubicar al humanismo entre los siglos XIV y XVI. Surge en la península itálica, pero se extiende con relativa rapidez al resto de Europa y, más adelante, se traslada a América. Entre sus representantes europeos más importantes están Petrarca, Alberti, Della Mirandola, Ficino, Maquiavelo y Da Vinci (en dicha península), los franceses Rabelais y Montaigne, el holandés Erasmo, el alemán De Cusa, el inglés Moro y el español Vives. En el caso de la América española, aunque limitándome a la Nueva España, cabe destacar los nombres de Sor Juana, Sigüenza y Góngora, Abad, Eguiara y Eguren, Alzate, Gamarra, Clavijero y Alegre, durante los siglos XVII y XVIII. Esta lista, por supuesto, podría ampliarse, pero no me interesa llenar estas líneas de nombres más o menos conocidos. Entre la edad madura de Francesco Petrarca y la muerte de Juan Luis Vives transcurren los dos siglos a los que hice referencia más arriba (más concretamente, 1340-1540), pero el nacimiento de Petrarca nos llevaría a inicios del siglo XIV y la muerte de Montaigne a fines del XVI. En cuanto a América, los nombres mencionados muestran el desfase respecto al Viejo Mundo, algo perfectamente entendible debido a las dinámicas de los procesos culturales e intelectuales durante esas centurias. En cualquier caso, más allá de que ningún listado o cronología tiene la última palabra, me pareció importante proporcionar una idea, aunque fuera (muy) panorámica, sobre quiénes representan y en qué época se ubica el humanismo.

Ahora bien, ¿qué tienen en común los humanistas, ya sean tardo-medievales, renacentistas, o los americanos de los siglos XVII y XVIII? En primer lugar, una enorme afición por los studia humanitatis, es decir, básicamente, la gramática, la retórica, la filosofía moral, la historia y la poesía. Fue este conjunto de disciplinas el que determinó que a principios del siglo XIX se adoptara el término “humanismo” en varios países europeos para proponer un modelo educativo basado en la cultura grecolatina. Aquí estaría, por cierto, otra característica definitoria del humanismo: su redescubrimiento del mundo clásico, pero sin las alteraciones de todo tipo que había sufrido durante la Edad Media. Como se puede inferir de las distintas materias que integraban los studia humanitatis, el lenguaje, o, más bien quizás, su estudio riguroso y sus posibilidades, era una prioridad para los humanistas; de aquí la importancia que tenía la filología en su empresa intelectual. Para ellos, las posibilidades del lenguaje iban de la mano de las posibilidades del hombre. De tal suerte, si los studia humanitatis se practicaban con rigor, el hombre podía alcanzar grandes alturas, pero no sólo en el terreno intelectual, como lo muestra muy bien el Discurso sobre la dignidad del hombre (1486) de Pico della Mirandola, tal vez el texto que mejor refleja el espíritu y los objetivos humanistas. En ese discurso se reúne un conocimiento profundo del mundo clásico y de muchas religiones con un eclecticismo notable y con una apertura hacia otras culturas y otros saberes, así como con una búsqueda incesante de armonía y de superación; tendencia, esta última, que caracteriza a la mayoría de los humanistas. Otras disposiciones o actitudes humanistas que cabe mencionar son su anti-escolasticismo, su rechazo al acartonamiento educativo e intelectual que prevalecía en las universidades de la época y su tendencia a buscar nuevas maneras de dar a conocer sus ideas (mediante prólogos, discursos, epístolas, diálogos, arengas intelectuales, etc.; no entro aquí en la diversidad de expresiones artísticas, pero al respecto basta pensar en Leonardo o Miguel Ángel). Por último, cabe señalar que parte fundamental del humanismo es el nuevo lugar, de primer orden, que se otorga al ser humano dentro del cosmos y, más concretamente, a lo que se puede considerar su individualidad-potencialidad.

El humanismo, sin embargo, fue también una manera de instalarse en el mundo práctico, en el mundo público, en el mundo de la política. No es ninguna casualidad que las escuelas de artes liberales, las cancillerías y las cortes hayan sido los contextos en los que se desarrollaron muchos humanistas, como lo saben quienes conozcan un poco sobre la vida de Maquiavelo o de Montaigne. La vinculación con la vida pública es entonces otra de las características más importantes del humanismo. La contemplación era fundamental para los humanistas, sin duda, pero debía ir acompañada de la participación en la “cosa pública”. De aquí el notable peso de un autor clásico como Cicerón, pero también de Aristóteles, aunque en este último caso no era tanto la “res publica” lo que tenían en mente, como una cierta noción de la vida política, la vida de la polis. Una vida en la que el individuo estaba subordinado a la comunidad y que era parte integral del modo en que los griegos del llamado “siglo de Pericles” y los romanos de tiempos de la república se concebían a sí mismos y concebían la vida en sociedad.

Después de haber escuchado con atención a quienes participaron en la reunión convocada por la Secihti, la SC y el Inehrm, es muy difícil para mí saber a qué nos referimos cuando hablamos de “humanismo mexicano”. Citando de manera textual a quienes participaron en el evento del jueves pasado, dicho humanismo contiene, al parecer, todo lo que refiero a continuación (la lista, que extraigo de mis notas, no es exhaustiva): una manera de concebirse en la esfera pública, la democracia popular, una economía moral, la emancipación humana que la izquierda ha propuesto desde la Revolución Francesa, una serie de principios vitales de los pueblos indígenas de territorios que ahora forman parte de México (comunalidad, reciprocidad, lealtad, trabajo colectivo, honrar la palabra, una economía redistributiva, amor a la vida, amor a la tierra y espiritualidad), una actitud ecologista, una especie de espíritu de hermandad que recorre la historia entera de México (desde mucho antes que fuera un país), una ética pública, una defensa del espacio público, una postura alegre ante la vida, una alegría insumisa, una sociedad equitativa, una ética comunitaria, una sociedad inclusiva, una responsabilidad social de la comunidad científica mexicana, un serie de políticas públicas redistributivas, una filosofía, un modelo, un sistema ético, un proyecto político, un talante, un proyecto económico, una característica que ha definido a la política exterior mexicana a lo largo del siglo XX  y, para no extenderme más, la columna vertebral de una postura política.

Si el “humanismo mexicano” es todo lo que se afirmó en la reunión del 23 de enero, ese humanismo es tantas cosas, tan diversas, con tantos ángulos, tantas facetas y tantos significados que resulta realmente difícil saber de qué estamos hablando. A este respecto, propongo ser fieles al humanismo y ser más cuidadosos con el lenguaje. Las ciencias sociales y las humanidades, en México y en cualquier otro país, se distinguen o debieran distinguirse por cuidar los términos, por ser rigurosos con los conceptos, porque las palabras sean claras, porque las categorías que utilizamos tengan correlatos con el mundo real (presente o histórico), porque nuestros planteamientos sean meridianamente comprensibles para lectores y oyentes (para el mayor número posible, al menos). Las palabras, los conceptos y las categorías no pueden significar cualquier cosa, no pueden significar lo que cada uno quiera en un momento dado. En buena lógica y porque se convocó a los filósofos, economistas, historiadores, antropólogos y politólogas de México a participar en este ejercicio sobre si existe, si es posible y si tiene entidad la expresión “humanismo mexicano” es que invito a quienes decidan participar en esta discusión  a cuidar los términos, a ser claros en sus propuestas, a explicar bien el contenido de sus dichos y a ser rigurosos con los conceptos que emplean, sobre todo si los plantean como categorías nuevas o, por lo menos, con alcances completamente nuevos (de hecho, inéditos).

Si nosotros los académicos no somos cuidadosos con el lenguaje, creo que le estaríamos haciendo un flaquísimo favor al pueblo de México. Si el actual gobierno quiere un debate serio sobre las humanidades, el humanismo y el “humanismo mexicano”, que cada quien, académico o no, intelectual o no, presente sus argumentos. Tengamos así una discusión abierta; un debate en que lo principal sea, justamente eso, los argumentos (no nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestros intereses, nuestras inclinaciones o nuestras ideologías). Lo que sinceramente no creo que aporte mucho a la polis o a la república, y mucho menos a las ciencias sociales y a las humanidades de nuestro país, es permitir que el “humanismo mexicano” se convierta en una especie de sucedáneo y apresurado compendio de ser generoso, justiciero, equitativo, igualitario, ecologista, alegre, solidario y con buenos sentimientos hacia los desposeídos. No porque esos valores no sean importantísimos en términos axiológicos (exceptuando los “buenos sentimientos”, que a menudo para lo único que sirven a quien los exterioriza a diestra y siniestra es para la autocomplacencia) o porque no sean fundamentales para una convivencia social digna de ese nombre.

La academia mexicana —es decir, en este caso concreto, miles de especialistas en las ciencias sociales y en las humanidades— ¿va a mantenerse impasible ante la invención, imposición y utilización de una nueva categoría (“humanismo mexicano”) con base en interpretaciones que pueden resultar muy atractivas para algunos en términos sentimentales o ideológicos, pero que difícilmente resistirían un análisis riguroso —desde la perspectiva, conviene subrayar, de cada una de esas ciencias sociales o humanidades—? Lo que procede, desde mi punto de vista, es un debate, lo más reflexivo e informado posible, sobre si dicha categoría tiene entidad (contenido, sustancia, referentes) desde una perspectiva académica. Si, una vez debatida la cuestión, las autoridades convocantes persisten en su intento de convertir al “humanismo mexicano” en un nuevo concepto y pretenden emplearlo para los fines que consideren convenientes, me parece que la comunidad académica nacional y la ciudadanía en su conjunto tendrían que saber, sin ambages ni circunloquios, lo que esa categoría aporta a la filosofía, a la economía, a la historia, a la antropología y a la ciencia política que se cultivan, se practican y se enseñan en México (y, en última instancia, al conocimiento académico mundial).

Estoy completamente de acuerdo con la subsecretaria Vázquez-Rojas cuando, durante el foro en cuestión, afirmó que debemos reforzar los estudios humanísticos en México y que, como lo expresó mediante un juego de palabras ingenioso y ambicioso al mismo tiempo, “la ‘h’ en la ‘Secihti’ no debe ser muda”. Creo también que ser rigurosos con el lenguaje que empleamos, evitar en lo posible los términos ambiguos, ser cuidadosos con los referentes históricos que usamos como ejemplos para apoyar nuestros planteamientos, no caer en el presentismo y centrarnos en los argumentos son cinco aspectos que no deben ser ignorados o soslayados si de veras queremos reforzar los estudios humanísticos en nuestro país.