Ensayos amargos sobre mi país. Del 68 al nuevo régimen, cincuenta años de desilusiones [fragmento]

Serpientes y escaleras. “Hagan algo útil’’

Cuando a finales de julio se desató el movimiento estudiantil de 1968, el profesor Arnaldo Córdova nos advirtió —a mis dos amigas, Tony y Cecilia, y a mí, estudiantes de sociología—: “hagan algo útil, compren cartulinas, redacten un periódico mural para informar a sus compañeros sobre lo que está pasando, vamos a hacerlo juntos”. Meterme yo en esto, pensé para mis adentros ¡y con la ortografía que me cargo! Pero bueno…

Pegamos el primer número en el patio de aquella pequeña facultad que me parecía como un kindergarten después de haber estudiado en la masiva Preparatoria cinco y haber sufrido el autoritarismo vandálico de los porros dirigidos por el Chainé, el Canario, los hijos del propietario de los funerales Navarro, que utilizaban las carrozas para sus fechorías, y tantos otros trogloditas salidos de los barrios más bravos de lo que entonces era una ciudad de apenas ocho millones de habitantes.

Cuando acabábamos de colgar sobre aquellos tablones el segundo número de nuestro “periódico” se presentó un incidente que me haría entender con el tiempo que cuando se altera el orden en una sociedad, aparecen vasos comunicantes que, como en un  juego de serpientes y escaleras, pueden colocar en elevadas esferas de responsabilidad y de poder a los más intrascendentes individuos o hacer desaparecer de golpe a los más encumbrados personajes.

Se apersonaron en la facultad cuatro compañeros (pronto nos enteraríamos de que dos de ellos militaban en la Juventud Comunista Mexicana). Hablaron algunas palabras con quienes hasta ese momento se perfilaban como los dirigentes de nuestro comité de lucha. Un momento después vinieron hacia nosotros, que nos encontrábamos recogiendo nuestros bártulos de periodistas murales y nos explicaron que por acuerdo del Consejo Estudiantil de la UNAM, precursor del CNH, se había nombrado a las Facultades de Economía —seguramente por su conocimiento de la “infraestructura” (el marxismo nos comandaba)—, a la de Ciencias Políticas y Sociales —seguramente por nuestra incapacidad de encargarnos de todo lo demás— para editar el periódico del movimiento; que como nosotros ya andábamos en ésas, los acompañaríamos, porque se estaban dirigiendo hacia la imprenta de nuestra universidad.

Me pareció todo aquello de una desproporción colosal y seguramente a Tony y a Cecilia también, pues esta última le daba vueltas a su bolso de mano nerviosamente. Las dos se excusaron, como era de esperarse. Yo no las concebía involucradas en ninguna acción directa y, durante un intercambio de susurros, ya con los compañeros del comité caminando delante de nosotros, nos despedimos acordando que se comunicarían con el maestro Arnaldo para que viniera en nuestro apoyo (algo se complicó, pues ese apoyo nunca llegaría).

Cuando dimos vuelta en el último salón y nos dirigimos a la explanada trasera, quedamos prácticamente en medio de dos centenares de compañeros que ahí nos esperaban. Descubrí con alarma que todos ellos estaban equipados con palos, varillas, botellas y demás artefactos de amedrentamiento. En tales condiciones saludé por primera vez de mano a Guillermo y a Germinal, de Arquitectura, y a Emilio y a Andrés, de Economía, quienes me parecieron más cercanos a mí que a la violencia y gracias a quienes mi adrenalina se estabilizó, aunque a un alto nivel, mientras caminábamos hacia el campo de batalla.

Por alguna razón, los del edificio editorial se habían enterado de nuestras intenciones y al llegar nos topamos con que estaba cerrada aquella enorme puerta de lámina que inmediatamente comenzó a recibir ladrillazos, palazos, patadas y demás. Cuando estaba a punto de romperse un vidrio de piso a techo que flanqueaba la entrada, la puerta se abrió, primero poco a poco y luego con gran violencia empujada por los brigadistas. Después de varias mentadas y empujones a quienes hacían frente a la situación, un hombre como de unos sesenta años intentaba detener la avalancha alzando los brazos. Nos encontramos con un escenario insólito: de un lado, los doscientos vándalos que quién sabe cómo se las arreglaron para que Memo, Germinal, Palma, Andrés King, un servidor y Víctor García Mota, el jefe de todas las brigadas y conductor ese día de la violencia, quedáramos al frente de los nuestros; en la contraparte, detrás del profesor Moreno, unos cien obreros (¡la clase obrera!) nos miraban con desprecio y odio.

La inesperada presencia de “el sujeto de la historia” atemperó los ánimos y la sabiduría reinó: “no me cabe la menor duda de que vienen ustedes para editar algunos materiales”, dijo el profesor Moreno, zanjando de una vez con el problema. “Venimos aquí para editar un periódico y lo que se nos ocurra, señor”, gritó, un poco melodramáticamente, Mota, dando de nuevo dos pasos delante de mí; a la mayoría, ya nos parecieron algo impertinentes. “Si ésas son sus intenciones —replicó Moreno—, no necesitamos de un ejército, sino sólo de aquellos de ustedes que sepan editar un periódico y sobre todo de quienes sepan echar a andar las máquinas.” Se dio vuelta y ordenó que se desalojara al personal de la gran oficina junto a la dirección. Nosotros, o por lo menos yo, me quedé un poco aturdido. Era obvio que a partir de ese momento salían sobrando los doscientos cosacos y que inminentemente se pondrían a prueba nuestras capacidades técnicas como editores, las de nosotros cinco, quiero decir; de manera que ahora nos encontrábamos armados y al mismo tiempo, desarmados.

Lo que de plano me hizo temblar las corvas fue la voz de García Mota, cuando después de media hora de trajín de escritorios y personal sacando atolondradamente sus pertenencias, de nuevo a gritos se dirigió a mí: “Sergio, ante cualquier alteración de lo acordado, llama a la Central de Brigadas, en la oficina del director de la facultad.” Así se retiraron todos aquellos compas, tratando, con su semblante severo, de no caer en el ridículo ante empleados y trabajadores que no nos perdían de vista desde los cubículos y, más al fondo, desde los talleres.

Tres golpes en la puerta

Con ese mismo semblante nos fuimos instalando en “nuestros” escritorios; el profesor Moreno se metió a su oficina y nosotros, discretamente, cerramos la puerta de la “nuestra”. Ahí podría haber caído el telón del primer acto, porque tras bambalinas y en el azoro, comenzamos a balbucear planes y actividades, todas incoherentes, todas contradictorias: que si unos nos encargaríamos de los talleres, que si otros del personal de oficinas, que si el director se debería quedar, que si era indispensable pedirle que se fuera… hasta que tres golpes en la puerta nos hicieron saltar. “Adelante.” Entró el profesor Moreno acompañado de un ayudante, luego sabríamos que lo acompañaba un ángel.

—¿Tienen algunos planes para el periódico?

—Sí, algunos. Debería de llamarse, por ejemplo —argumentó Guillermo—, Arriba los estudiantes.

—Ah, ustedes quieren una cosa libertaria y no tanto política, más para estudiantes y jóvenes y no de crítica al Estado y a las libertades civiles… Bueno, eso decídanlo ustedes, yo vengo con Ricardo para ver hasta dónde podemos colaborar  sin interrumpir el trabajo editorial de nuestras prensas, que tienen ocho libros, la Revista de la UNAM y la Gaceta Semanal.

—Maestro Moreno, ¿le parece si mañana nos reunimos para echar a andar nuestros planes y para ver hasta dónde podemos permitir que esos libros se sigan imprimiendo? -propuso Andrés haciéndonos sentir al resto liberados.

—Magnífico, pero ahora quiero que vengan a conocer las prensas y toda la parafernalia que compone a una editorial en movimiento.

A esas alturas ya era obvio que el maestro Moreno pertenecía al selecto grupo de las personas con gran sensibilidad: en muy poco rato se había dado cuenta de que en adelante tendría que compatibilizar algunas cosas contradictorias: que la mejor manera de proteger a la imprenta era ayudándonos, que al mismo tiempo tendría que enseñarnos las dimensiones del juguetito que queríamos manipular y que al lado de nuestros desmedidos planes estaban los compromisos editoriales de la universidad. Así comenzamos el paseo por los talleres.

Esta enorme caja es de las rebabas y todos los sobrantes de la guillotina [pronto se convertiría en nuestra cama, porque pasaríamos a vivir día y noche en aquel edificio]. Éstas son las cinco prensas, aquélla es la mayor, las mesas son para formar las cajas, como ustedes pueden verlo.

Y sí podíamos verlo, ya que tres obreros se encontraban acomodando cuñas con pequeños martillos para afianzar y alinear las galeras de plomo y zinc con que las prensas grababan el papel y los rodillos esparcían una y otra vez la tinta. “¿Qué es ese ruido como de aire?”, preguntó Emilio Palma, refiriéndose a la succión que hacían las mangueras para separar cada pliego de la pila, pero en realidad poniendo en evidencia, como en aquella película de El gran escape, que no sabíamos nada de tan honorable oficio. Era la señal que Moreno necesitaba para colocarse por encima de nosotros, pero hay que aclarar desde ya que nunca se sirvió de esa primacía para tratarnos como imberbes.

Decidimos irnos a comer a otro lado. Por ahora el esfuerzo de aparentar lo que no éramos nos había agotado hasta el extremo, pero antes de salir exigimos que se nos diera una llave de aquella oficina y nos aseguramos de que habría alguien noche y día para que pudiéramos transitar con toda libertad. Nos fuimos al Vips de avenida Universidad porque no habíamos comido y a mí se me hacía agua la boca pensando que traía en el bolsillo el dinero suficiente para comer un coctel de camarones con aderezo mil islas, sin imaginar siquiera que en los meses siguientes tendría suficientes recursos para comprar eso, un filete New York y lo que se me antojara, porque así pueden ser las cosas cuando el orden se rompe.

Obviamente, el comentario del director de la imprenta nos había dejado pensando: ¿éramos una revuelta estudiantil libertaria, rodeados de conciertos, seat ins y urgencia por sacudirnos los atavismos sexuales?, ¿o queríamos más bien seguir el camino de la política, el que estaba marcado por la aparición de los puntos del pliego petitorio referentes a la libertad de los presos políticos y las libertades democráticas? ¿Era más bien la fiesta francesa y los kabuters holandeses con sus bicicletas blancas colectivizadas, o era la juventud rebelde cubana, la revolución armada, o si no tanto, por lo menos la apertura de las monolíticas instituciones mexicanas a la participación, al pluralismo y a las nuevas ideas? Ni por aquí nos pasaba que lo segundo se iría imponiendo sobre lo primero hasta acabar no como un movimiento político sino como un movimiento aplastado por la política, por los políticos y por los militares.

Pero en esa larga comida no supimos resolver la disyuntiva y, por lo tanto, al día siguiente nos vimos obligados a aceptar una propuesta de las autoridades en el sentido de llamarle al periódico La Gaceta del CNH, un nombre, como se argumentó, que se asociaba al del órgano oficial de nuestra universidad y que por lo tanto ya tenía a su favor una imagen. La verdad a mí no me gustó para nada eso de La Gaceta. Me pareció bastante oficialista, pero no le di importancia porque mi apuro estaba más bien en qué contenido darle, de dónde sacar la información, cómo distribuirlo…

Gracias a la paciencia de Ricardo, quien tenía la tarea de convertir nuestras ocurrencias en prácticas técnicamente factibles, salió el primer número de La Gaceta del CNH, un tabloide de vivos colores. Del lado derecho tenía una columna llamada “El movimiento estudiantil al día”, en la que informábamos de todos los acontecimientos y anunciábamos todas las actividades a llevarse a cabo en las siguientes jornadas. Al frente, en grande, la sección de los principales sucesos, declaraciones de la dirigencia, del rectorado o del gobierno. De la primera plana arrancaban los documentos que le darían fundamento a la revuelta o que los presos políticos nos enviaban desde la cárcel. En el interior, alguna información de lo que pasaba en el extranjero o algún documento al respecto, aquí y allá palomas olímpicas, tanques de guerra, estudiantes amordazados o rompiendo las cadenas de la opresión, etcétera. Rápidamente, porque todos buscaban algo qué hacer, Manuel López Mateos y Julio Labastida formaron un comité de información en la Facultad de Ciencias, que nos respaldó en todo ese trajín.

El primer número fue de una sola hoja y a Palma se le ocurrió una genialidad: hacerles saber a las decenas de brigadas de todos los planteles, a través de García Mota, que podían pasar a la imprenta a recoger sus “tambaches” de cincuenta ejemplares para que los vendieran a un peso o a lo que la gente quisiera dar por encima de ese precio y que la condición para recoger los ejemplares del número siguiente era que nos entregaran cincuenta centavos por cada periódico recibido. Fue así como comenzamos a gozar de una caja chica y luego de una más grande que nos servía para comer bien y ponerle gasolina a los vehículos “expropiados” de la misma universidad. Nos estábamos convirtiendo en la rica comisión de prensa a la que se recurría para pagar la publicación de los desplegados durante las interminables sesiones del CNH. Si en el primer número tiramos 5 000 ejemplares, para el quinto aumentamos el tiraje a 30 000. Íbamos y veníamos a las reuniones políticas atravesando el campus y las islas a la medianoche o en la madrugada con los bolsillos llenos de billetes. Alguien nos hizo un chiste diciendo que ahora entendía la parte del informe a la nación en la que el presidente se quejaba de estar luchando contra una maquinaria de propaganda poderosísima.


*Tomado de Sergio Zermeño, Ensayos amargos sobre mi país. Del 68 al nuevo régimen, cincuenta años de ilusiones, Siglo XXI, Ciudad de México, 2018, pp. 28-34. Se reproduce con autorización del autor.

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