La pandemia no ha terminado y sin embargo miles de protestas en todo Estados Unidos han tomado las calles, multitudinariamente, marchando en carreteras, arrodillándose en los parques. Algunas de estas protestas han logrado que los policías se arrodillen con ellos, que marchen con ellos, que se tomen de las manos en un acto solidario admitiendo que el racismo es una enfermedad de todos y que está en todas partes, más poderosa que el coronavirus, imposible de vencer usando un cubrebocas o lavándose las manos como cirujanos. El miedo al contagio no detuvo este estallido social porque, como lo dicen miles de letreros en las protestas, “el racismo es la pandemia,” lo cual nos recuerda que los mayores estragos por el virus ocurrieron en la población negra y latina donde el acceso a la atención médica, en el país más rico del mundo, es extremadamente escaso y deficiente o simplemente inexistente. El escenario de estas protestas que retan al contagio me recuerda el inicio del levantamiento zapatista cuando dijeron que preferían morir en un levantamiento armado que morir de hambre o de alguna enfermedad curable en un país que los había olvidado. Recordé otros muchos movimientos de Latinoamérica y también las marchas feministas del año pasado y las imágenes del graffiti en los monumentos. La discusión que ha surgido aquí tiene sus particularidades y sus paralelismos y reflexionar sobre ellos puede ayudarnos a cuestionarnos a profundidad, a unificar causas y esfuerzos.

Foto: Elisa Corona. I can’t breathe.

Cuando hace casi dos semana me enteré del asesinato de George Floyd, la forma en que una vez más, frente a las cámaras, frente a testigos y celulares, se tomó la vida de un hombre sin ningún motivo más que el de ser negro, algo en mí presintió el estallido social que se avecinaba. Desde que vivo en este país no hay un mes, a veces ni una semana, en que no se sume un caso más de racismo y violencia policiaca. Hace más de un año vi uno de los videos más brutales de este racismo donde una mujer muy joven filmó el instante en que los policías disparaban a su novio en su auto sin haber hecho nada más que intentar sacar su cartera. Desde entonces trato de enterarme de las noticias sin ver los videos porque su violencia me sobrepasa. Había algo extremo y desgarrador en el caso de George Floyd, algo que tan claramente pudo evitarse debido a la forma deliberada y lenta en que se llevó a cabo el asesinato. Al no haberse evitado provocó una ola de indignación mayor, un estallido. No sé si el encierro de la cuarentena y sus tensiones tuvo algo que ver, también la desesperación por la crisis económica y el desfalco a los apoyos para las comunidades más afectadas por el coronavirus, todo se conjugó para despertar la rabia, el enojo, y dirigir manifestaciones que se atreven a lo que hasta hace poco era raro para mí ver en EUA: bloqueos de calles y carreteras, marchas enormes que han frenado el tráfico sin esperar a que nadie les dé permiso, asambleas en los parques a las que se les dice una y otra vez que se vayan y sin embargo no se van. En suma, desobediencia. Y también patrullas en llamas, estaciones de policías en llamas, destrozos de vitrinas y saqueos sin precedentes. Por supuesto, el saqueo, los incendios, el graffiti no se comparan con la ola de homicidios y encarcelamientos con licencia que ha asolado a este país desde siempre y que ahora además ataca salvajemente a los que protestan. “Si no eres parte de la solución, eres parte del problema que ya ha durado 400 años,” dice un letrero en una de las marchas, sugiriendo que en realidad el genocidio, la conquista y la esclavitud nunca terminaron.

     Tengo un vago recuerdo de cuando vine por primera vez a Nueva York, hace unos trece años, y al llenar en uno de los formatos de migración me encontré por primera vez en el dilema de marcar un recuadro que debía decirle al estado cuál es mi raza. Pensé que solo debía escribir otra vez Mexican, que es lo que mi pasaporte decía. Y sin embargo ahí estaban esas clasificaciones ambiguas: caucásico, blanco, negro, nativo americano, asiático, latino. Eso debe ser, pensé marcando el último con muchas dudas, y así me inscribí voluntariamente –pero no del todo– en el estado racial de los Estados Unidos. En Between the World and Me, Ta-Nehisi Coates escribe que “el racismo es el padre y no el hijo de esa falaz concepto de raza,” y a lo largo de esta carta escrita a su hijo continúa insistiendo en la violencia de esa falacia, en el engaño en el que ha caído “esta nueva gente a la que de manera engañosa, trágica, desesperanzadora, han convencido de que son blancos.” Afirma también que no hay nada de extremo en decir que “el progreso de esos estadounidenses que creen que son blancos se ha construido sobre el saqueo y la violencia.” Son los saqueadores primigenios, los que nunca fueron acusados, castigados, tampoco redimidos.

     Fue el viernes 29 de mayo en la zona de Noho que noté el primer vidrio roto en 4th Street, a una cuadra de mi casa. Se trataba de la tienda de enmarcados de una familia musulmana y mi pareja pensó incluso que tal vez había sido una agresión racista porque era el único vidrio roto en la cuadra, pero eso cambió pronto. Ese fin de semana, al tiempo que las protestas y los encontronazos con los policías escalaban, aumentaron también los saqueos en esta zona. En Union Square, incendiaron una camioneta de policías. En los videos se escucha gritar fuera de sí a un policía, con la camioneta en llamas, que se alejen de ella porque adentro hay balas. A la mañana siguiente Broadway se había convertido en una avenida de ventanas rotas: un nuevo espectáculo qué fotografiar, donde los turistas y curiosos daban el clic para guardar testimonio visual, esta vez no de los atuendos de moda o las decoraciones. Yo también tomé fotos de los vidrios rotos y después caminé hacia mi estudio.

     Ahí, dos vecinos estaban tan asustados que pusieron una nueva chapa sin avisarme; su prepotencia al insinuar por un instante que podían negarme una copia de la llave cuando yo también pago la renta de ese lugar me recordó tristemente que son blancos y estadounidenses, y yo no. Su nueva chapa de seguridad también me dio un poco de risa, no aguantaría al ladrón más inexperto de la Ciudad de México, pensé, y también me hizo un poco de gracia que creyeran que corrían tanto riesgo en un edificio viejo y feo, donde claramente no hay nada qué robar. Sin embargo su miedo era auténtico, tomando en cuenta que presenciaron el saqueo en primera fila desde su ventana en Broadway y que todo alrededor fue robado y destrozado. Aun así uno de ellos terminó aceptando que no sentía que su vida estuviera en riesgo; me dio gusto que al menos pudiera ver que se trataba sólo de pérdidas materiales, no de una amenaza a su vida.

     Creo que la mayoría entiende que las protestas son pacíficas y constructivas. La familia de George Floyd insistió en que no se relacionara la muerte de su ser querido con actos criminales. También hay un sector de blancos progresistas pero despistados que trata de culpar de los saqueos a otros blancos como ellos. Hay quienes se indignan por los daños materiales pero, se sospecha, no están igualmente indignados o no son lo suficientemente vocales, activos, cuando se trata de los atropellos a la vida humana. El discurso oficial en la prensa dice que los saqueos son terribles y violentos y que no son parte de la protesta auténtica, se habla de lo injusto que es que se saquee negocios que son parte de la comunidad. Y lo es, pero ¿de qué comunidad estamos hablando en zonas donde son contados los negocios familiares que han sobrevivido después de la llegada de los grandes consorcios? Los saqueos pueden ser irracionales e iracundos, catárticos, pero sí conllevan un mensaje: nosotros también podemos saquearlo todo, nosotros también podemos despojarlos de todo, de sus pertenencias, de su tranquilidad, tal vez de su vida. Es la verdadera insurrección en estampida, la desobediencia más allá de la causa inmediata, el hartazgo después de siglos de opresión sin ninguna oportunidad de cambio; es menos el deseo de justicia que el impulso de reajustar la balanza así sea por las malas.

     La primera noche en que se impuso el toque de queda a las 11pm, las protestas lo retaron y los saqueos continuaron por toda esta zona. Cuando una marcha pasaba por aquí corrí a alcanzarla en Broadway y 4th street y fue claro para mí ver cómo los saqueos iban, de alguna forma, al final de la marcha, camuflajeados, desordenados y al mismo tiempo a la vista de todos. La postura indignada que condena este saqueo como si se tratara del mayor crimen en la tierra podrá ser ridícula pero la otra postura extrema, la de idealizar el saqueo como si fuera parte de la protesta, como si un activista saliera a las calles diciendo, “mi forma de pedir justicia es robando cervezas y aparadores de Nike,” me parece igualmente estúpida. Invitaría a quienes sostienen esa postura a lanzar una invitación pública en redes sociales para que vayan a saquear su casa o la de su familia. No por nada hay fuertes rumores de que los saqueadores de aquí venían en camiones de Nueva Jersey, que no eran de la zona, ni siquiera del estado de Nueva York. Una forma de iniciar una discusión más útil sería quizá preguntarnos, ¿quiénes conformamos la “comunidad” y por qué? ¿quiénes somos “nosotros” y quiénes vienen a saquearnos?

     Con un pie a uno y otro lado de la frontera, me ha tocado ver los contrastes entre protestas, discusiones y participación en ambos lados. En redes sociales percibo ahora una gran simpatía pública de muchos mexicanos por los movimientos por la igualdad racial en Estados Unidos, pero esos mismos que ahora se entusiasman abiertamente mostraron indiferencia y hasta repudio contra las marchas feministas del año pasado en la Ciudad de México: entonces sí vi a muchos indignados por los vidrios rotos, pidiendo que se hicieran bien las protestas, sin rabia, sin violencia. Las mujeres no éramos parte de su idea de comunidad, tal vez, y nuestras vidas saqueadas no les parecían importantes. Tal vez es siempre más fácil vitorear a la distancia, ver el lado más soleado en la otra acera, en la protesta social allá lejos, exigir castigo y hasta venganza cuando se trata del otro al que se le recrimina, cuando creemos que sus crímenes no tienen nada que ver con los nuestros. Sería bueno en cambio preguntarnos, ¿a quiénes hemos excluido, relegado, olvidado? ¿a quiénes hemos saqueado nosotros?

     Como habitante de esta ciudad no es para nada alentador ver al día siguiente que quienes barren y recogen los vidrios rotos de Manhattan son, como siempre, gente de color, nacionales e inmigrantes, también son los que fueron enviados a tapiar con tablas de madera todos los escaparates. Broadway es ahora una avenida de ventanas de madera.

     Algo que me ha asombrado de las protestas es su constancia, porque han sido diario y a distintas horas del día, en muchas zonas diferentes y los números siempre son grandes. Cuando empecé a asistir pude ver que además eran un ejemplo en cuestión de conciencia sobre la pandemia pues, aunque el riesgo que uno acepta al ir es evidente, la gran mayoría usa cubrebocas, los reparten gratis a los que no tienen, regalan gel desinfectante para las manos, además de ofrecer agua y comida –había tanta que recordé el temblor en el 2017 en México y esa compulsión por alimentar al otro en medio de la zona de desastre–. El ambiente en estas protestas es de apoyo mutuo y de organización, de construir estrategias, y esa es tal vez su lección más importante para todos, cómo construir y reconstruir compañerismo. También cómo sobrellevar el duelo por lo que no volverá, por las vidas perdidas: Say his name, Say her name, son los carteles que se repiten respecto a las víctimas del racismo y la brutalidad policiaca, repetir sus nombres hará que no sean olvidados, que no hayan muerto en vano.  Si nuestra comunidad está profunda, ancestralmente dañada, ¿cómo reconstruirla? ¿cómo unificarla y crear objetivos y esfuerzos comunes? En las protestas encuentro un ejemplo, una posibilidad de cambio. Cabe mencionar que todas han tenido al centro la organización de Black Lives Matter.

Foto: Elisa Corona. Say his name.

     El 2 de junio el toque de queda inició a las 8pm y a Tony y a mí nos dio la madrugada viendo el corredero de patrullas y helicópteros desde la escalera de incendios. También vimos un par de autos frente a pequeños negocios y sospechamos que eran los dueños durmiendo ahí, tratando de protegerlos. Por las noticias y las transmisiones en vivo nos enteramos de la protesta absolutamente pacífica en el puente de Manhattan, con un despliegue enorme de policías listos para contenerlos, mientras en otros lugares de la ciudad los saqueos continuaban, mostrando la complicidad del sistema policial en la represión contra los ciudadanos y su indiferencia respecto al robo.  El toque de queda, más que darnos seguridad, nos quitó el sueño.

     Por fin amanece. Un día más entre protestas, ventanas de madera y vidrios rotos en Manhattan. Me entero de que un compañero del doctorado, D, fue arrestado y golpeado por la noche en las protestas en el Bronx. En un mensaje de texto él solo se ríe, “Cops are fucking pendejos.” Su testimonio de la protesta y el arresto es uno más de los miles que corroboran que la brutalidad policiaca es sistemática, racista y que está dirigida contra quienes se manifiestan de manera pacífica. “No estábamos violando el toque de queda, nos acorralaron evitando que nos dispersáramos, éramos unos 400. Nos golpearon y nos arrojaron a la cárcel. A quienes son negros los tratan siempre mucho peor que a los que no. Lo que está sucediendo es una guerra civil entre el poder del Estado y el poder de la gente.” Esto ocurrió el mismo día en que Trump declaró terroristas a los participantes de las protestas; unos días antes ya había hablado de que debían lanzarles “los perros más despiadados, las armas más amenazadoras.” ¿Quiénes son los saqueadores? ¿Quiénes vienen por nuestras vidas? La única forma de defenderlas, para muchos, es esta lucha social que apenas despierta.

Foto: Elisa Corona. Together we stand.