Vengo a contradecir: objeciones a la narrativa política de Yásnaya Aguilar

Desde algunos lugares de las izquierdas mexicanas es muy complicado, cuando no imposible, no simpatizar con las reivindicaciones políticas del movimiento indígena y las críticas de los intelectuales que emergen de los pueblos originarios. La narrativa indigenista del Estado posrevolucionario y una vieja tendencia leninista a defender la autodeterminación son líneas que las izquierdas mexicanas pintaron en la arena, mucho antes de que las modas identitarias y multiculturales recientes se impusieran. Por eso a muchos toma por sorpresa que la lingüista y activista mixe Yásnaya Aguilar derribe ese castillo de arena y realice una crítica puntual a los fallos abismales de las políticas lingüísticas y educativas del Estado y sociedad mexicanos. Se trata de una crítica que no se limita a un antigobiernismo que podría compartirse por casi cualquiera en las izquierdas, sino que ataca el corazón mismo del proyecto de nación que casi toda la izquierda ha asimilado como propio a lo largo del siglo XX y ahora en el siglo XXI. 

La narrativa política de Yásnaya Aguilar es una combinación potente de una buena prosa, un relato histórico convincente, un llamado a la defensa de los pueblos y la diversidad, y una condena a los efectos perversos de la acción estatal en las comunidades. Su lucha por la recuperación del agua de su comunidad, Ayutla, hace de su escritura una muestra de lo que puede ser un intelectual orgánico y agrega una nueva capa de legitimidad a su argumento. Por eso no es coincidencia que las derechas mexicanas reaccionen agresivamente en su contra con una mezcla de racismo y terror, forzando constantemente a reclamar la recuperación de su cuenta de Twitter. El contexto parece decir: sólo un facho, un mocho o un racista velado podría presentar una objeción a este llamado a acotar el nacionalismo mexicano que plaga en nuestras izquierdas. 

Una primera objeción a su narrativa política es muy simple: de entre todo el material en redes, ¿qué es lo que cree y con quién o quiénes está conversando? Pareciera que el discurso de Yásnaya Aguilar va dirigido en primer lugar hacia las comunidades que han mantenido o construido una organización propia fuera de la órbita estatal, sobre todo aquellos sectores autonomistas del movimiento indígena en el sur-sureste de México, algo favorecido por la desarticulación del Estado en el neoliberalismo. El otro gran público de sus ideas es ese sector del progresismo mexicano de la capital y las ciudades que por su posición social puede cómodamente pervivir fuera de las estructuras estatales, al hacer uso de la oferta privada en salud, educación y transporte. El resto de la sociedad mexicana, cuyo día a día transcurre en interacciones constantes con las estructuras del Estado y el mercado, ven invisibilizadas sus lucha por no ajustarse al guión autonomista y antiestatal. 

Si tomamos en cuenta sus escritos en la revista Este País, compilados recientemente en el libro “Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística”, su preocupación por la pérdida de la diversidad lingüística y los derechos de las comunidades ha ido evolucionando a una fuerte crítica del Estado-nación. Sin embargo, como en sus textos, las referencias son bastante escuetas: ubicar de dónde toma Yásnaya Aguilar sus conceptos de Estado y nación es una tarea de adivinanzas. Claro, todos tenemos derecho a nuestros marcos conceptuales y a nuestros puntos de referencia. Lo que puede abstraerse de algunos pasajes es que frente a un país o Estado-nación que busca construir una identidad artificial alrededor de una lengua y una lealtad únicas, se oponen comunidades lingüísticas y pueblos de existencia pre-estatal.[1] Esta crítica de la artificialidad del Estado moderno, que pasa de largo casi toda la literatura histórica y política reciente, es audaz al momento de recetarnos la inexistencia de México como nación. Sobre todo porque reduce la idea de nación a la existencia de un elemento homogeneizador cultural o lingüístico.[2] Como la maestra Aguilar acertadamente recalca, la totalidad de los ciudadanos mexicanos no tienen algo de esa naturaleza por más que el proyecto nacionalista del siglo XX lo haya intentado.

Sin embargo, es problemático conceptualizar a un país tan diverso como México desde la experiencia comunitaria de ese lugar que llamamos Oaxaca. No es suficiente tampoco salpicar los textos con pequeñas notas de las comunidades indígenas norteñas sin mayor contexto.[3] Reconstruir la historia de la educación bilingüe mexicana a semejanza de los internados norteamericanos es una imagen poderosa, pero también incompleta y que debe sopesarse junto con la historia de los internados de las normales rurales.[4] La explicación de la castellanización como producto de una campaña educativa forzada puede parecer convincente, sobre todo cuando la acompañamos del toque personal, pero sobredimensiona la fuerza del Estado mexicano y nada nos habla del proceso de cambio social en el siglo XX. 

Y aunque Yásnaya Aguilar no idealiza al indígena, la idealización negativa del Estado está presente en casi todos sus escritos. Sin decirlo, la imagen del Estado colonizador destructor de las comunidades ronda en cada esquina, pero en casi ningún lado hay evidencia en sus textos para sustentarlo.[5] No hay en esta narrativa histórica presencia del sindicalismo magisterial, la política local o la participación indígena en la construcción nacional. El déficit histórico y político del relato se hace obvio cuando vamos más allá del sustrato de historia reciente que aparece en sus ensayos.  

Por ejemplo, Yásnaya Aguilar lee la leva desde la óptica muy particular de las comunidades indígenas oaxaqueñas, que siempre la vieron como una obligación no deseada.[6] Esa imagen pronto se difundiría con los corridos revolucionarios y la narrativa usual del Porfiriato. Y en eso no está sola, el sistema educativo mexicano se ha encargado de transmitir esa imagen como uno de los elementos necesarios para condenar al antiguo régimen. Sin embargo, el diablo está en los detalles; la leva en México republicano fue una institución de control social comunitario tanto como un instrumento estatal. Como muestra Peter Guardino en su libro sobre la Guerra de 1847, La marcha fúnebre, eran las autoridades comunitarias las que decidían quiénes irían al ejercito: jóvenes, miembros no activos de la comunidad e incluso golpeadores.[7] Eso sin hablar de que las comunidades oaxaqueñas interactuaron con el Estado colonial y las instituciones republicanas de formas muy poco confrontativas, con un alto grado de adaptación y negociación, y que incluyeron un constante reconocimiento de la legitimidad del Estado como parte constitutiva de su autonomía. Consideremos el problema de la tierra en Oaxaca colonial y los primeros años del México independiente. Como señala la historiadora Leticia Reina, en el periodo que va de 1770 a 1830 la mayoría de las disputas por la tierra fueron entre comunidades: 109 de 214 casos. A los ojos de las comunidades, el peligro no venía del Estado, sino de otras comunidades que les disputaban recursos y territorio.[8] Fue en la interacción de la comunidad y el Estado que se dio la construcción del Estado-nación y no en un pretendido secuestro, como argumenta Yásnaya Aguilar.

Claro, acudir al discurso de las grandes luchas nacionales (Independencia, Reforma y Revolución) puede parecerle a cualquiera un argumento propio de una mañanera, pero sin tomar en cuenta al ejército, la guardia nacional y las disputas armadas, poco entenderíamos la construcción de la ciudadanía y de la idea de nación. Reducirlo al salón de clases nos deja con una versión región cuatro de The Wall y sin la participación activa de negros, indígenas, criollos y mestizos en la creación de México. 

Detrás del paywall de El País, la lectura que Yásnaya Aguilar hace de Federico Navarrete resulta una excelente provocación, pero el intento de derribar los mitos nacionales no se hace cargo de las paradojas de una conquista realizada con tropas indígenas o del expansionismo comanche que en el norte abrió el paso a la conquista norteamericana.[9] La historia en la que el “Estado” se erige como el peligro a contener le hace el juego a las fantasías liberales mucho más que a la defensa comunitaria y termina por recuperar la épica del Estado mexicano para negarla. Cuando Yásnaya Aguilar en debate con Omar García habla de no esencializar a las comunidades y paso seguido nos habla de las mujeres que ponen el cuerpo, niega la necesidad de formar cuadros políticos provenientes de los movimientos sociales porque caemos en la tentación de desear el Estado.[10] ¿Qué tipo de consejo nos da con esto? ¿Se refiere a que no nos levantemos para no caernos?

Podemos desconfiar de los políticos, las instituciones y los técnicos usando las experiencias muy concretas y localizadas. Sin embargo, ofrecernos la pequeña comunidad como respuesta a los habitantes de las grandes urbes, o incluso de los pueblos producto de 500 años de conquista, adaptación y lucha contra las formaciones imperiales y capitalistas, dice muy poco a las mayorías en las ciudades o las grandes concentraciones humanas que desde hace un par de siglos apuestan por un proyecto nacional. Esto es más notorio ahora que buena parte de las élites han optado por abandonarlo, lo cual ha provocado que los demás nos hundamos en los restos del Estado que desmantelaron. Por eso, en lugar de pulverizar al Estado, el combate a los mecanismos de explotación y exclusión pasa por disputarle a las élites el control de éste. Y el resultado será muy poco poético, pero revueltos en espumosa muchedumbre tal vez empecemos a darle otro sentido a eso que llamaban patria.


[1] Véase Yásnaya Aguilar. “Fronteras, ¿Por qué fronteras?” en Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística, Ciudad de México: Almadía, 2020, p. 94.

[2] Véase Yásnaya Aguilar. “¿Ni triunfo ni derrota? La cooptación discursiva de la conquista de México” en Eugenio Fernández (coord.). La Conquista en el presente. Ciudad de México: La Cigarra, 2021, p. 18.

[3] Véase Yásnaya Aguilar. “Frontera, ¿Por qué fronteras?”, p. 95.

[4] Véase Yásnaya Aguilar. “Un experimento sicológico y social: la casa del estudiante indígena” en Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística, Ciudad de México: Almadía, 2020, p. 111-114.

[5] Para un desarrollo más completo de su discurso antiestatal sustentado en la idea de la colonización como un proceso ininterrumpido y una resistencia antiestatal desde las comunidades indígenas véase el apartado IV de Yásnaya Aguilar. “¿Ni triunfo ni derrota? La cooptación discursiva de la conquista de México” en Eugenio Fernández (coord.). La Conquista en el presente. Ciudad de México: La Cigarra, 2021, p. 23-25.

[6] Véase Yásnaya Aguilar. “¿Un soldado en cada hijo te dio?” en Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística, Ciudad de México: Almadía, 2020, p. 116.

[7] Para una discusión de la interacciones de las comunidades indígenas oaxaqueñas y el reclutamiento de leva en la primera mitad del siglo XIX véase Karen D. Caplan, Indigenous Citizens: Local Liberalism in Early National Oaxaca and Yucatán, Stanford: Stanford University Press, 2010, pp. 81-88.

[8] Ibid., p. 71

[9] Para el rol del expansionismo comanche como una de las condiciones de la victoria estadounidense en la guerra de 1847-1848 véase Brian DeLay. War of a Thousand Deserts. Yale University Press, 2008.

[10]Véase Yasnaya Aguilar y Omar García dialogan sobre la hermenéutica del “chale” y trincheras de lucha social, Julio Astillero, 6 de septiembre 2021.

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