Una crisis institucional de cara a las elecciones presidenciales en Colombia

El balance de un gobierno: entre los malos, el peor

A pesar del polarizado escenario político en el que fue electo, Iván Duque pudo haber tenido un buen gobierno.  Luego de los acuerdos entre las FARC y el Estado colombiano, se abrió el panorama para encaminarse por el buen camino de la democratización y el desarrollo.  Por lo tanto, era un gobierno que contaba con todos los activos para lograr contribuir al desarrollo político de Colombia.  Sin embargo, perdió la oportunidad, optando por el camino contrario, incapaz de abrir un diálogo nacional de reconciliación, de impulsar verdaderas políticas modernizadoras, y de promover acuerdos sociales capaces de integrar a los distintos sectores que querían participar en el juego político colombiano.

Por otra parte, el gobierno de Duque tuvo que manejar la pandemia (situación inesperada que todos los gobiernos debieron enfrentar) en el contexto de una fuerte movilización social que nació de la degradación socioeconómica que estaba viviendo la población, de la inconformidad frente al incumplimiento de los acuerdos de paz por parte del gobierno, y de las decisiones controvertidas derivadas en parte de una agenda torpe e improvisada (el ejemplo más importante fue el de la Reforma tributaria que sometió ante el congreso y sobre la que el mismo gobierno tuvo que dar marcha atrás).

Así que a 4 años de un gobierno que probablemente será juzgado como el peor gobierno de los últimos 25 años, Colombia se encuentra nuevamente en un proceso electoral.

El presidente Duque ha logrado lo impensable: la comunidad internacional preveía que los acuerdos de paz permitirían la integración social de un país muy diverso, la reducción de las desigualdades socioeconómicas, la convocatoria de inversores internacionales y la instalación de un discurso más abierto y democrático lo que daría la oportunidad del mejoramiento de la vida para los sectores olvidados que han sufrido tradicionalmente la experiencia del conflicto armado.  Estamos sin embargo en la situación contraria.

El desprecio por el resultado de los acuerdos de paz ha tenido consecuencias más allá de lo previsible: Duque terminó su gobierno con una creciente desigualdad económica, una mayor precariedad laboral, y grupos indígenas y afros más marginados y satanizados por el discurso de los funcionarios estatales. Incluso en los campos en donde hubo avances, como en la reciente despenalización del aborto hasta la semana 24 de gestación, gracias a una sentencia de la Corte Constitucional, el gobierno manifestó su rostro más conservador tachándola de medida anticonceptiva.

Para entender las relaciones entre la situación actual y la no implementación de los acuerdos de paz basta tomar un ejemplo: durante las negociaciones que condujeron a los acuerdos de paz se tuvo en cuenta el importante desafío de la tenencia de la tierra en Colombia, pero la no ejecución de los mismos ha imposibilitado que las medidas para contrarrestar la distribución desigual de la tierra en Colombia tengan el efecto deseado. Este no es un tema menor pues los problemas de desigualdad que entraña constituyen una de las principales causas detrás de los problemas cotidianos que viven los colombianos: según el Ministerio de Agricultura colombiano, el país cuenta con un 52.7 por ciento de informalidad en la tenencia de la tierra, lo que permite ocultar el despojo a las comunidades de pequeños propietarios en favor de los grandes grupos latifundistas, en asocio con grupos narcotraficantes y armados ilegales.

El correlato de esta situación es la situación que viven las y los líderes sociales en Colombia. Durante los últimos cuatro años, las y los líderes sociales, que defienden la implementación de los acuerdos de paz en los territorios, son el sector de la población colombiana que más ha sufrido por un gobierno contrario al espíritu de los acuerdos: las amenazas contra ellos y el número de asesinatos han aumentado significativamente (más de 1000 asesinatos) bajo el gobierno de Iván Duque.

Esta situación de crisis es el resultado de una política que no acepta el problema estructural detrás de la situación de fragilidad de las personas defensoras de derechos humanos, en la medida en que es ciega a la connivencia entre grupos armados y funcionarios estatales, al papel de los militares en la violencia contra la población civil, y al interés de las élites terratenientes locales en frenar la adecuada titulación de tierras y las reparaciones por despojo.

Igualmente vinculado con su desprecio por los logros de los acuerdos de paz, pero más dramático aún, es el inusual tratamiento que el gobierno de Iván Duque dio a Otoniel, uno de los criminales qué más puede contribuir a comprender las lógicas criminales y de asociación entre diferentes grupos participantes del conflicto armado colombiano. En vez de permitir que la Justicia Especial para la paz (JEP) lo interrogara para esclarecer su participación en el conflicto – que data de más de 20 años y ha incluido su paso por agrupaciones como las FARC, el EPL y los paramilitares -, el gobierno de Iván Duque aceleró su extradición hacia los Estados Unidos, lo cual motivó que a principios del mes, el grupo Clan del Golfo – del que Otoniel es el líder – decretara un paro armado en las regiones del noroeste del país (principalmente en algunas zonas de los departamentos de Chocó, Antioquia y Córdoba) bajo su control. La población que vivía en los pueblos bajo el control del grupo no podía moverse fuera de sus casas y no podía abrir comercio; los inmuebles de quienes desobedecieron la orden del grupo fueron quemados y algunas personas que desobedecieron el toque de queda fueron asesinadas.

Como se ve, aunque Iván Duque quiera culpar de sus desaciertos a la situación meramente coyuntural de haber tenido que gobernar bajo la pandemia la mitad de su periodo, lo cierto es que se trató de un gobierno miope, que no supo entender la importancia que tenía la implementación de los acuerdos para lograr la estabilidad de Colombia (sobre todo después de la desmovilización de las FARC de regiones en donde mantuvieron su control durante varias décadas), ni supo prever las consecuencias negativas graves qué sobrevendrían de ello.

Elecciones: un escenario incierto

No sorprende, por lo tanto, que el clima electoral en un escenario político como el actual sea de alta incertidumbre para la ciudadanía y de franca incomodidad para la clase política. Con una popularidad por los suelos -más del 70% de la población desaprueba su gestión-, de Iván Duque sólo se esperaba que en este último año garantizara una transición política tranquila, pero incluso esta expectativa se ha visto rápidamente defraudada.

El primer gran campanazo que advirtió de un escenario electoral enrarecido fueron las dificultades en el conteo de votos de las elecciones legislativas en marzo de este año, debidas en parte a la modificación de los sistemas de registro de votos. Los problemas de conteo generaron denuncias contra el encargado de la registraduría por contratos ficticios, lo que llevó a investigaciones que han permitido descubrir una red de corrupción muy importante entre diferentes instituciones electorales, como la Registraduría y el Consejo Nacional Electoral.

Mucho más grave y reciente es la participación en política de altos funcionarios estatales, incluido el propio presidente. Hace pocas semanas, el presidente y el general Zapateiro, comandante del Ejército de Colombia, se pronunciaron en contra de la candidatura de Gustavo Petro, uno de los principales opositores al uribismo y obviamente al gobierno del Duque. Por otra parte, el alcalde de la ciudad de Medellín (segunda ciudad del país y bastión del uribismo) también participó en política durante la campaña, esta vez a favor de Petro. La procuradora, encargada de vigilar el comportamiento de los funcionarios, suspendió al alcalde, pero no hizo nada contra el general, ni contra otros funcionarios que defendieron la campaña del candidato más cercano al gobierno.

Más allá de la arbitrariedad de las decisiones de la procuraduría, preocupa mucho la intervención en política de un oficial del ejército de tan alto grado. En Colombia, según la ley, las fuerzas armadas no son deliberantes, pero en la práctica muchos altos oficiales han querido intervenir en decisiones políticas, sobre todo en lo que respecta a los acercamientos entre el gobierno y las fuerzas guerrilleras. Desde la firma de los acuerdos con las FARC es probable que un sector importante de las fuerzas armadas se sienta incómodo (como ya sucedió en la década de 1980 en el marco de las negociaciones iniciadas por Belisario Betancur con las FARC y con el M-19), primero, porque los acuerdos implican procesos de reparación, de justicia y de esclarecimiento que exigen dar cuenta del rol preponderante que ha tenido tanto el ejército, como la policía en la consolidación del negocio del narcotráfico y en hechos victimizantes contra poblaciones en zonas rurales ubicadas en zonas de cultivo o de tránsito de droga; y segundo, porque justamente minar el proceso de implementación permite abrir de nuevo espacio a la vía armada, que es un modelo rentable en términos políticos y económicos para medrar en Colombia.

En este escenario de alta tensión, el domingo 29 de mayo tendrá lugar la primera vuelta a la elección presidencial en Colombia, en dónde se enfrentan varios candidatos, entre los cuales se encuentran principalmente: Gustavo Petro, del Pacto Histórico; Federico Gutiérrez, con el apoyo in pectore del uribismo, de los grandes partidos tradicionales (el Liberal y el Conservador) y de los partidos de derecha qué surgieron con el advenimiento del uribismo (el partido de la U, el partido Cambio Radical, el Centro democrático); y Rodolfo Hernández, quien fue alcalde de Bucaramanga, una ciudad intermedia al noreste del país, y quien ha ido ganando muchos adeptos durante la última semana, gracias a su discurso populista.

Conclusiones

El hecho de que en Colombia el partido Liberal y el partido Conservador no hayan podido impulsar candidatos propios y que, más allá de sus indicaciones, muchos de sus representantes hayan buscado alianzas estratégicas de manera independiente con los diferentes candidatos (por ejemplo, la fragmentación del partido liberal ha llevado a que sus barones electorales se hayan dividido entre las candidaturas de Petro, Gutiérrez, Hernández y Fajardo -el candidato de centro-) revela hasta qué punto en Colombia se viene dando una crisis ideológica de los partidos, que a pesar de seguir siendo fuerzas decisivas, son en muchos sentidos partidos de pañuelo: desechables, frágiles y deslegitimados.

Las últimas encuestas señalaban que los candidatos que más oportunidades tienen de llegar a segunda vuelta son el candidato de la izquierda, Gustavo Petro (aproximadamente con el 40% de intensión), y alguno de los dos candidatos de derecha, o Federico Gutiérrez (con el 27%) o Rodolfo Hernández (con el 21%). Este escenario revela la polarización de la vida política colombiana, que no ha cambiado mucho desde el año 2017 cuando en un insólito plebiscito al que fueron llamados los ciudadanos para validar directamente los acuerdos de paz, respondieron a este llamado con 51% al NO y un 49% al SÍ.

La fuerza electoral del candidato de centro, Sergio Fajardo, se fue diluyendo a lo largo de la campaña hasta quedar reducida a un 5% de intención de voto. Aunque la incertidumbre es un rasgo incontestable de los momentos electorales, la situación actual revela a su manera varios hechos incontestables: el primero es el fortalecimiento de la izquierda en Colombia, que nunca había logrado una intención de voto tan alta. Esto se puede ver confirmado también en el gran número de representantes que logró el Pacto Histórico en las últimas elecciones legislativas. Al mismo tiempo, esto sugiere también que un sector importante de la ciudadanía percibe que los partidos y movimientos coaligados en torno a este Pacto Histórico son los principales defensores de los acuerdos de paz.

El segundo elemento que sugiere este panorama electoral tiene que ver con las consecuencias de los desaciertos de la presidencia de Iván Duque. Su gobierno logró lo que ninguna oposición al uribismo había logrado en 20 años: debilitarlo al punto de convertirlo en una fuerza política a la que nadie quiere verse asociado. Desde luego, Gutiérrez y Hernández se benefician de la oposición del uribismo a la llegada de Petro al poder, pero ninguno ha querido ser identificado directamente con el antiguo líder político que logró hacerse elegir para dos periodos presidenciales, y hacer un dedazo sobre la primera elección de Santos y la de Duque.

Por último, este momento electoral de gran polarización revela la fragilidad del marco democrático colombiano y el alto riesgo de irrespeto en que se da el juego electoral. Contrario a otros países de la región, Colombia siempre se ha preciado de su estabilidad democrática en medio del conflicto y de su aparente respeto por las normas electorales, que le permiten seguir presentándose como una democracia, por lo menos en términos procedimentales. Con la firma de los acuerdos de paz, se le puso un punto final al conflicto armado (en términos formales, porque no prácticos), y esto abrió también espacio a una nueva pluralidad de voces que encontraron nuevos terrenos para competir y para poner en la arena pública sus ideas. En este nuevo escenario, en donde las élites tradicionalmente asociadas al poder ven su estabilidad en riesgo ¿qué sucederá con el respeto por las normas procedimentales de que tanto presume el régimen colombiano?

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