Trump, el Partido Republicano y después

En 2020, Donald Trump terminó su mandato como presidente de Estados Unidos del mismo modo que lo empezó en 2016, con fake news. En el país, este ambiente dio lugar a varios meses de una campaña signada por la teoría del complot: ¿la pandemia existe o fue inventada para derrotar a Trump?; de repente, después del cierre de las casillas, aparecieron 100 mil votos más en favor de Joe Biden; hay que contar nuevamente los votos, para verificar los votos legales e ilegales —lo que sugería que una población de indeseables tuvo acceso a las urnas—. Finalmente, la elección del presidente número 46 de Estados Unidos se llevó a cabo con millones de estadounidenses en las calles, quienes marcharon para acompañar a Trump, preocupados por que le robaran su reelección. Este lunes proclamaban: “el combate solamente empieza”.  

Frente a un país francamente dividido e inquieto, los comentaristas desarrollaron dos lecturas. La primera caracteriza a quienes se precipitaron a echar a Trump a la basura. Algunos lo hicieron con humor, con memes, con mensajes en WhatsApp y en redes sociales. Otros, comentaristas y analistas políticos, posicionaron a Trump como un error del pasado (reciente) y no muy glorioso del Partido Republicano y de la historia estadounidense. Por supuesto, la izquierda autollamada progresista, en particular, quiere minimizar o deshacerse rápidamente de este fenómeno. En esta línea, Judith Butler se apresuró a escribir un adiós al presidente en un tono tragicómico, comparando a Trump tanto con un payaso, como con un gran tirano de la Roma imperial: Nerón, el cruel y sanguinario dictador. 

La segunda lectura es en la que me gustaría detenerme aquí. Ésta intenta tomar en serio los más de 70 millones de votos obtenidos por Trump y, al menos, plantear algunas preguntas en torno al trumpismo, a la cultura republicana estadounidense y su futuro. Trump ganó más de siete millones de votos con respecto a 2016. El apoyo de los electores aumentó en casi todas las franjas de votantes, menos en la de los hombres blancos, como señalaba este lunes el medio independiente Mediapart. Aun a pesar de su política sexista, las mujeres blancas lo votaron más que en 2016. Trump fue seguido y apoyado por 85% de los republicanos que conforman su establishment o sus militantes. Quienes quedaron debilitados a nivel político fueron, sobre todo, los demócratas. Perdieron una decena de votos en la cámara de representantes y, a la inversa, el Partido Republicano ganó varios parlamentarios en los estados y, en especial, ganó el Senado, dejando a Biden y a las élites del Partido Demócrata en el medio, intentando resolver un arreglo imposible entre el Partido Republicano y su propia base, constituida en parte por la nueva izquierda de las minorías que representaba Bernie Sanders. 

Ante este panorama me llamaron la atención los análisis de la historiadora y americanista Sylvie Laurent, profesora en Havard, Stanford y Sciences-Po, quien durante toda la campaña planteó algunas claves de comprensión. La teoría del complot a la cual asistimos estas últimas semanas nos habla de que existe un enemigo de América. Esta clave de lectura, que entiende que existen ciudadanos estadounidenses y otros que no lo son, articuló muchos de los eventos recientes en el país. La atmósfera de radicalismo, de fundamentalismo religioso que se manifestó durante las elecciones, constituye un rasgo persistente del panorama político, económico e institucional actual estadounidense. No es marginal, no proviene de iluminados ni de payasos (Trump u otros) o de locas furiosas, como a veces quieren mostrar los medios progresistas y sus redes sociales. Trump mantiene una influencia fuerte en el Partido Republicano. Hoy, el partido vive una tensión entre la cultura republicana y el trumpismo, conceptos que tendríamos que definir. En 2016, Trump cuestionó el corpus conservador de este partido: su elitismo, su afinidad neoliberal característica de las élites, volteadas hacia la lógica de mercado y enraizadas en la mundialización. Una pequeña élite, su establishment, a la que Trump desestabilizó a partir de lo que podríamos llamar un populismo de derecha, le permitió ganar las elecciones en 2016. Las promesas que realizó en aquel momento —reindustrializar Estados Unidos, lograr un Estado fuerte, acabar con las relaciones que mantiene el Partido Republicano con las élites del dinero— posibilitaron la creación de una base nueva en el partido. A la vez, también le hicieron perder las elecciones, porque, al final, Trump no fue lo suficientemente trumpista. En lugar de cumplir las promesas realizadas, impulsó una política republicana muy clásica, neoliberal, favorable a los más ricos. Una de las expresiones de ello es que las multinacionales florecieron durante su mandato. 

Hoy es tiempo de hacer preguntas. En particular, se trata de saber qué camino tomará el Partido Republicano; si seguirá a su base y desarrollará un populismo de derecha, sin la guerra de valores y derivas que le conocemos a Trump, esto es, ¿impulsará una política de centro-derecha favorable a los negocios? Sin embargo, la base trumpista presiona al partido, los 70 millones de votos obtenidos, las “mujeres blancas” están allí, pidiendo fundamentalismo y radicalismo: ellas quieren el radicalismo; quieren el fundamentalismo religioso; quieren la deriva sectaria; manifiestan su odio a los progresos sociales, como el matrimonio homosexual; expresan una resuelta hostilidad hacia la inmigración, hacia la presencia de migrantes, hacia la toma de la palabra y el poder por las personas afrodescendientes y de color. Como subraya Sylvie Laurent, la pregunta quiere dilucidar si el Partido Republicano se inclinará hacia una línea de derecha identitaria o se quedará en el centro, conviviendo con un grupo de radicales y extremistas que quizá formarán otro partido. En todo caso, si algunas personas se decepcionaron del trumpismo no fue porque se mostró sexista o violento, sino porque no se posicionó lo suficientemente cerca de un populismo económico. Así, podemos preguntarnos si el populismo de derecha permanecerá dentro del Partido Republicano, conformado por 60% de personas mayores de 50 años, más de 80% de las mismas blancas y, sobre todo, extremadamente religiosas. 

Desde afuera, hablamos mucho del extremismo religioso en Europa y resulta fácil porque éste viene de lejos. Sin embargo, dicho extremismo está, sin duda, rodeando el planeta. Por lo que, mi última pregunta es: ¿el Partido Republicano se convertirá en una especie de secta religiosa nacionalista o todavía tiene algo que proponer a su país? Como vimos estas últimas semanas, la ideología de la mundialización ya no parece unir al partido, mientras que el fundamentalismo religioso hizo un cimiento en la sociedad estadounidense. La base más sólida del partido se concentra en una base blanca cristiana, que en su gran mayoría se traduce en personas que entran en la categoría de la llamada “gente bien”: jueces, personas que ocupan grandes cargos, gente humilde, trabajadora y, también, gente poderosa, que ocupa cargos políticos, cercana a Trump, que busca que la ley de la religión supere a la ley del derecho secular estadounidense. Este regreso al fundamentalismo religioso tiene nombres y apellidos y se basa en creencias que actúan de manera visible, que luchan contra el aborto y la adopción de niñas y niños por parejas homosexuales; que encierran a la niñez migrante en jaulas, sin que exista una reacción profunda de la comunidad internacional. Durante las elecciones pudimos ver que el 80% de la comunidad evangélica apoyó a Trump. Además, la mayoría de los cristianos estadounidenses piensan que el diablo es una persona, que las catástrofes naturales son un castigo al matrimonio homosexual. La gran mayoría de los estadounidenses (68%) cree que los ángeles existen. Por lo que, la teoría de complot, tan socorrida para Trump, es mucho menos una payasada de su parte que el producto de una nueva racionalidad instrumental propia del mundo de los negocios que se volvió “divino”. Una disputa, quizá una guerra, entre el derecho secular y una ley “natural y divina”, que empieza en la sociedad estadounidense y que, sospecho, no amenaza solamente a Estados Unidos, sino también a todas las democracias del mundo.

 

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