Según el grupo anónimo Tiqqun, estamos transitando una guerra civil permanente. Pero, ¿qué es? ¿y por qué una guerra civil? Para Tiqqun, la guerra civil global en la que estamos sumergidos se basa en vivir formas-de-vida que no tienen gusto ni un afuera, lo que se materializa en un “deseo de [tomar] forma”, que a su vez significa que, al no ser el cuerpo sino la forma-de-vida lo que crea unidad, el “deseo de forma” demuestra nada más que la intención de semejanza a una figura arquetípica que se nos pone delante nuestro para canalizar la voluntad y así satisfacer una identidad. Esto implica que no sólo defendemos nuestra forma-de-vida, pues hace que toda relación con otra no pueda ser más que una confrontacional, lo que nos pone en un “juego unidimensional de identidades y diferencias” (Tiqqun, Introducción a la Guerra Civil, 2008, p. 15). que crea un sistema disciplinario que suspende todas las posibilidades de un evento. En otras palabras, vivimos tiempos en los que la guerra civil significa el aniquilamiento de la posibilidad de una forma-de-vida que no esté subsumida al proceso de acumulación del capital. Por lo tanto, se dice que es guerra porque la posibilidad de confrontación no puede nunca ser descartada: está siempre ahí y potencialmente presente. Se denomina civil porque no es una guerra entre Estados. Sin embargo, el Estado satisface un rol crucial ya que como dijo Schmitt: “La historia de la formación del Estado moderno en Europa es la neutralización de los contrastes confesionales, sociales y de otro tipo en el seno del Estado” (Tiqqun, p. 31). Eventualmente, esto pone a cada uno en contra de sí mismo, creando una auto-disciplina y/o un control, como consecuencia de los métodos disciplinarios como Norbert Elías o Deleuze y Guattari dijeron, respectivamente. Según Tiqqun “cambio mi libertad por protección. En compensación por mi obediencia exterior absoluta, tú debes garantizarme la seguridad” (Tiqqun, p. 42).

La sumisión de las formas-de-vida a la producción capitalista de valor se iguala la cooptación de la política, a la institución del Estado-Nación y su monopolio legítimo de la violencia, que muchas veces se materializa también en el monopolio de la moral y la ética, que disciplina las formas-de-vida para subsumirlas a la forma capitalista de acumulación. Las formas-de-vida que no se ajusten a ello, deben estar en guerra para sobrevivir. Pierre Clastres lo deja aún más claro cuando dice que la guerra es la verdad de las relaciones de las comunidades: “cuanto más guerra hay, menos unificación hay, y el mayor enemigo del Estado es la guerra…la guerra impide el Estado y el Estado impide la guerra” (Arqueología de la violencia: La guerra en las sociedades primitivas, 2004). Por lo tanto, la guerra civil es la que disciplina lo sin forma, entendido esto como las formas-de-vida convencionales que son disciplinadas sea por la violencia colonizadora interna o externa, que se materializan en ejércitos o policía, cuando ellas no son auto-impuestas. Esto quiere decir que tanto en la era de la superconductividad, en la que la producción de la circulación sin centro es imposible de ser interrumpida y/o pensada, como en la era de la kinopolítica como política global del movimiento de personas (de acuerdo con Thomas Nail), se sufre una predisposición biopolítica al ser explotado porque está y ha estado siempre ahí. Existe un múltiple proceso de subjetivación que está de diferentes maneras subsumido al violento proceso de acumulación del capital, que al mismo tiempo entiende, de alguna manera, que el otro se presenta como mi enemigo: ya sea como enemigo de mi forma-de-vida o como competidor a eliminar por mi forma-de-vida. El proceso de acumulación está directamente relacionado con la creación del hostis, ya sea produciendo una violencia contra el otro, como también generando una “…hostilidad [que] me aleja de mi propia potencia” (Tiqqun, p. 25). Esta enemistad que está todo el tiempo, en todos lados contra todos y contra mí mismo, es común tanto a un outsider (como el migrante, por ejemplo) como al competidor en el mercado de trabajo: ambos son amenazas potenciales.

Por supuesto, eso no es nuevo. Por un lado, el proceso de acumulación capitalista demanda una violencia estructural: “Si el dinero viene al mundo con una mancha de sangre en la mejilla, el capital lo hace chorreando de la cabeza a los pies, por cada uno de sus poros, sangre y suciedad” (Marx, Karl, El Capital, vol. I, p. 926). Por otro lado, el mismo proceso de acumulación entiende que no solo el otro, sino yo mismo soy un enemigo a mí mismo al auto-disciplinarme. Por lo tanto, el proceso de acumulación capitalista no solo depende de una violencia colonizante, sino también de una fuerza invisible que, desde su comienzo, “repele más y más obreros que fueron formalmente empleados por él” (Marx, p. 781). La competición, la acumulación y la centralización del capital, coloniza el deseo del trabajador como Deleuze y Guattari ya nos han mostrado, lo que tiene la función de satisfacer el deseo del capital de explotación y dominación del trabajador (Marx, p. 792), lo que es imposible de satisfacer. El aumento de la acumulación del capital incrementa también la demanda de trabajo, lo que si bien no es lo mismo, sí va de la mano. 

La población sobrante y/o su ejército de reserva, no sólo crece gracias a la centralización y acumulación del capital, sino también su predisposición para ser explotado por el capital incrementa por ello, lo que se iguala a lo que Boris Groys critica del actual movimiento obrero europeo: “solíamos pelear por derechos y ahora peleamos por el derecho a ser explotados”. Por lo tanto, como diría Marx, el trabajador se convierte en el Sancho Panza del capital, es decir, que encausa a todo quien se rebela contra su ley sagrada, aunque sea por la fuerza (Marx, p. 794). Esto sucede de manera democrática pues el encausamiento y contención del deseo disciplinado por el impulso del capital, se derrama e infecta a todo el pueblo, lo que para la segunda parte del siglo XX se traduce en las políticas de inclusión, donde el capital y su violencia de acumulación y acumulación de la violencia no son cuestionadas, sino que lo que es cuestionado es cómo el capital se hace cargo de nuestro derecho a ser explotado. El trabajador sufre un constante y múltiple proceso de pauperización como consecuencia natural de la ley de acumulación del capital que se derrama sobre todos los aspectos de la vida cotidiana: las condiciones de trabajo, los hábitos de salud, la educación, etcétera. Asímismo, coopta cualquier otra forma-de-vida que no esté subsumida al proceso de acumulación del capital, ya que el derecho al trabajo es el derecho del trabajador libre (libre de los medios de producción, libre para vender su fuerza de trabajo) como única práctica legal de supervivencia. En este sentido, el capitalismo ha sido siempre idílico, o por lo menos, dependiente (y hoy más que nunca) a su dimensión idílica. Por lo tanto:

“no basta con que las condiciones de trabajo se presentan en un polo como capital y en el otro como hombres que no tienen nada que vender, salvo su fuerza de trabajo. Tampoco basta con obligarlos…En el transcurso de la producción capitalista, se desarrolla una clase trabajadora que por educación, tradición y hábito reconoce las exigencias de ese modo de producción como leyes naturales… Sigue usándose, siempre, la violencia directa, extraeconómica, pero sólo excepcionalmente”
— (Marx, p. 922).

En este sentido, el devenir del proceso de acumulación durante los últimos setenta años, gracias a la automatización, la flexibilización del trabajo, el movimiento de capital y de personas, provocan el incremento exponencial de la tasa de explotación. La sofisticación de la fluidez del capital a nivel global se iguala a los movimientos de personas que, huyendo de guerras, violencia, violencia doméstica, hambruna, cambio climático y cualquier otra razón, no tienen más alternativa a su supervivencia que la de vender su fuerza de trabajo. 

Por lo tanto, la pregunta es, ¿cómo crear una máquina de guerra que confronte al poder biopolítico para generar nuevas formas de existencia que no estén necesariamente subsumidas a los procesos de acumulación del capital? ¿cómo hacernos infieles a esas formas-de-vida que nos animan? O más simple: ¿qué hacer? Para Tiqqun, la respuesta es simple: “deshacerse de la metafísica de la subjetividad” (Tiqqun, p. 92). El problema entonces no es qué hacer, sino cómo hacerlo. Esto solo tiene una respuesta: convirtiéndose a lo real o convirtiéndose práctica, lo que significa que la relación entre el cómo y la práctica lo es todo. Esta práctica, entonces, debería ser la práctica por y para la des-subjetivación y la de-movilización, para la creación de una comunidad que se encuentre más allá del reconocimiento o lo que Jean-Luc Nancy llama comunión.

De tal manera, como se puede observar en el abanico de posiciones respecto a la problemática inmigratoria actual, ¿qué debería hacerse en el momento en que el trabajo se encuentra agotado como mecanismo de integración social? Aunque no tengamos una respuesta lo suficientemente acabada ni satisfactoria, podríamos decir que la guerra civil, como imposición de formas-de-vida, la hostilidad, el deseo de forma y/o la movilización total, no será resuelta si no abandonamos el categorial metafísico del capital. Que en lugar de hacernos siempre disponibles a su explotación, nos predisponga a la interrupción de su lógica o a decir “preferiría no hacerlo”, como dijo Bartleby. Esto nos permitiría ver el lado oscuro de la demanda de derechos más allá de cómo es entendida actualmente. Es decir, en lugar de pelear por el derecho a migrar, ¿cómo se demandaría y materializaría el derecho a no migrar? En lugar del derecho a la movilidad, ¿cómo sería el derecho a quedarse y/o a establecerse en un mismo lugar? En lugar de demandar el trabajo, ¿cómo sería la demanda por el derecho a no trabajar? O por último, ¿cómo demandar una vida sin forma? Esto no sólo permite darle luz al lado oscuro de la demanda de derechos que intenta adaptarse a la contingencia global, sino que al mismo tiempo también nos permitiría poder subir el tono de la conversación, es decir, preguntarnos si es el derecho burgués quien es capaz de solucionar esta problemática o debemos también cuestionarlo y con ello su propia figuración: la idea del hombre que es objetivo de los derechos del hombre, como pedía Marx en La cuestión judía. En este sentido, también valdría la pena preguntarse si no es la actualidad de la movilidad migrante a nivel global la forma en que el categorial político moderno evidencia su agotamiento, y por ello, se encuentra en jaque, cuestionando la idea de democracia representativa y su falta de representatividad, como también subir la apuesta y cuestionar la articulación figurativa que heredamos desde la modernidad para dar nuevas formas de afección y organización comunitarias.

Es tomando esto en cuenta lo que nos permitiría salir del entramado figurativo y significativo por el que se mueve gran, si no todo el espectro político representativo del presente. En EE. UU., por ejemplo, en la discusión política frente a la contingencia inmigrante, el sector más radical del Partido Republicano auspicia las políticas más duras de expulsión y anti-inmigración que el país haya tenido, mientras el sector Liberal-Demócrata apoya la inmigración ya que es por ella que a corto plazo la economía puede crecer exponencialmente (se calcula la creación de un trabajo por cada inmigrante trabajando) y generar fondos de retiro. En otras palabras, tanto de un lado como de otro, la figura del migrante no deja de caer bajo una aureola de su relación directa con el trabajo y la explotación como única forma de supervivencia, ya sea de forma paranoica como de practicidad capitalista. Al menos a primera vista, parece ser que la situación actual migratoria a nivel global, demanda tanto nuevas como mejores soluciones que las conocidas, si el objetivo es construir un mundo más igualitario pertenecientes a otras formas-de-vida.