Texto que aparece en el libro Arte y Resistencia, Ediciones Necias, México, 2022.
Tirar monumentos es una tradición. Por cierto, tan vieja como la de erigirlos. Y una y la otra cosa no se hacen teniendo en mente el pasado que cacarean los monumentos; son asuntos de cada presente que a ratos les da por arrimar cincel y mármol, a ratos mazo y pico. En 1992, en Morelia, cayó la estatua del Virrey de Mendoza (obra del escultor Santos Sánchez), y hace muy poco fue destruido el conjunto escultórico conocido como Los Constructores –de la ciudad de Morelia, obra de José Luis Padilla Retana–. La obra de Sánchez representaba al primer virrey de la Nueva España y su peculiar relación con los purépechas como aliados después de los desastres producidos en Michoacán por Nuño de Guzmán. La estatua acabó en campanas para los camiones de basura municipales, todo debido a los debates en 1992 sobre el cuarto centenario de 1492. A su vez, Los Constructores intentaba honrar a los ingenieros y trabajadores que iniciaron la ciudad colonial de Valladolid, e incluía a un maestro de obras mestizo y a trabajadores purépechas, bajo el comando de Fray Antonio de San Miguel. El Consejo Supremo Indígena de Michoacán, a raíz de los recientes debates sobre la conquista (2021), decidió su destrucción. Descansen en paz, pues, ambos monumentos.
Nada nuevo hay en esta caída de estatuas, antes hubo estructuras levantadas y estructuras derribadas, entre ellas muchas de Morelia que durante el siglo XIX perdió templos, estatuas, edificios. Es más, hasta erigir su linaje y dominación tributaria, los zirambénechas y tarascos se enfrentaron, quemaron pueblos y destruyeron rastros, como los mexicas hicieron de sus antecesores. Es decir, construir o destruir historias y memorias se viene haciendo al unísono desde hace siglos, y el cuándo, cómo y por qué se apresta ora el cincel ora el mazo no tiene que ver con la naturaleza del pasado sino con la de cada distinto presente.
¿Por qué seguir con este ya tiran ya levantan? No puedo ni contestar al por qué de la necesidad de la historia, ni explicar la razón de tanto ya tiran ya levantan. Las fiebres de levantadas de monumentos han sido tan frecuentes en la historia como las de destruirlos y, a la luz de la reciente fiebre en México y Estado Unidos, puedo decir esto poco:
¿Destruir?
Por asqueroso que sea, cualquier monumento es un documento histórico que, a su vez, opera cual depósito de múltiples evidencias de un momento de la historia: discusiones políticas, corruptelas, vanguardias y cursilerías, visiones del pasado, concepciones urbanísticas… Por eso los monumentos se constituyen en mojones en las trayectorias de las revisiones del pasado. Y es que los monumentos son como los machos; esto es, mi padre oncólogo me contaba que todo macho de la especie humana, viviendo lo suficiente, desarrollaría cáncer de próstata, si es que algo no lo mata antes. Así los monumentos: si algo no los tira antes, les caerá pico, mazo y olvido. Nada qué hacer al respecto, excepto… conservar. En el presente debe discutirse, pelear, quitar y construir monumentos, pero que no se valga destruir nada. Historiadores, artistas, políticos, activistas… entendamos: somos parte de una continuidad, y sólo tenemos un deber frente al futuro: dejar las huellas.
Por tanto, destruir el monumento al virrey de Mendoza en Morelia fue un eco más de las discusiones de 1992, y no fue una reflexión profunda sobre el papel de la nobleza purépecha aliada a la española, o sobre los castigos de Nuño de Guzmán o los pactos duraderos y pacíficos logrados por Vasco de Quiroga y el virrey de Mendoza. Eso lo discutían, discuten y discutirán los historiadores. A su vez, si en el conjunto escultórico de Los Constructores el “maistro albañil” era mestizo o criollo, si la nobleza purépecha participó o no en la construcción de Morelia también explotando mano de obra, todo eso fue secundario para la reciente destrucción del monumento. Doy por bienvenida la discusión y la remoción, pero no la destrucción.
Considérense estos ejemplos. En 1789, la Asamblea Nacional Constitucional francesa se apropió de los bienes de la Iglesia. El pintor Alexandre Lenoir se opuso a la destrucción masiva del arte medieval, monárquico y religioso, y obtuvo permiso para abrir una bodega de arte refusé en el monasterio de los Petits Augustins al oeste del Sena, cerca del Louvre. Los historiadores del arte hoy debaten las motivaciones de Lenoir –¿fue un apasionado salvador del arte o simplemente un oportunista?–, pero no lo importante de su colección a lo largo del siglo XIX y XX. En tiempos muy difíciles, Lenoir mantuvo vivo el basurero de la historia y no podemos medir las inmensas consecuencias que el acto tuvo para el futuro de la historia y el arte. De la misma manera, en Chicago, un proletario Lenoir, el Sr. Rojas, emprendedor mexicano, indocumentado y experto en ventanas de Chicago del siglo XIX y principios del XX, me contó esta historia: trabajó en Chicago con un paisano piedadense que arreglaba ventanas. Se dio cuenta del valor de las ventanas que no eran tipo Home Depot y comenzó a visitar los vertederos de cascajo, llenos de escombros de décadas de destrucción de edificios históricos de Chicago. Recogía marcos de ventanas y vidrios viejos. Ahora es propietario de una de las pocas empresas de Chicago especializadas en la reconstrucción de ventanas de edificios históricos, que la ley exige reconstruir, no reemplazar con ventanas modernas. Ese fue y es el jale del Sr. Rojas que instintivamente se dio cuenta del valor de los vertederos de basura de la historia. Pensemos, pues, qué hubiera pasado si los mexicas no hubieran quemado los registros de los que los precedieron en el Valle de Anáhuac, o si los españoles hubieran conservado los códices originales en un vertedero de basura seguro. Nuestra consciencia histórica sería diferente ahora.
En fin, bienvenida hoy o mañana cualquier levantada o caída de monumento, pero al pensar en remociones concibamos una suerte de bodega de los rechazados de la historia, para conservar ahí todo lo que ayer, hoy o mañana se considere feo, poco auténtico, falso, moralmente repugnante. A la larga, estoy seguro de que un Museo de Refusés tendría más visitantes que cualquier monumento en pie. En todo caso, creo que nada debe destruirse, todo debe guardarse, conservarse, no solo para documentar la barbarie sino porque esa es nuestra única obligación verdadera con el futuro.
Pero hoy existe otra fiebre de monumentos, si efímeros, de la que debemos cuidarnos. Creo que la destrucción de monumentos durante la revolución francesa se hacía con tanto sentido ceremonial como cuando se erigían. Pero de un tiempo acá esto ha virado en una fiebre de monumentos digitales. ¿Qué es más monumento hoy, el de Los Constructores o el selfie, la entrada de Facebook, la foto, el tuit de su destrucción a mazo y pico? ¿Qué pretendió ser más estatua, el monumento a Colón en el Paseo de la Reforma –al que ni puto caso se le hacía—o los selfies, las fotos, los tuits que se hicieron cual monumentos del no monumento y cual EL monumento que cada individuo se levantó a sí mismo ante la historia? Si el Señor bajara de los cielos, nos diría: “háganse sus selfies, pero no destruyan nada; mantengan vivo el basureo, la bodega de la historia, que tarde o temprano ahí habitarán”.
¿La historia maestro limpio?
Los recientes debates públicos sobre monumentos e historia con frecuencia conciben la historia no como un ensayo (un intento), no como mera investigación de hechos o datos, no como una modesta contribución a las reflexiones sobre la justicia; no. Creo que las recientes fiebres de “van pa’bajo” entienden la historia como el alcance final de la perfección moral. De tal jaez, los habitantes del presente resultamos ser, por decreto moral e inconsciente, no solo más sabios sino sobre todo moralmente superiores ante cualquiera que haya pensado la historia en el pasado. Se trata de la creencia en que la Historia es la lucha entre el bien y el mal, en la cual solo el presente, el nuestro, es capaz de sentar las bases de la verdad y la justicia, hoy, ayer y mañana. De ahí que la historia se convierta en el maestro limpio, en el trapear del pasado para limpiarlo de toda maldad, como si los de hoy pudiéramos dictar la última palabra porque sabemos más y somos éticamente superiores.
La historia no termina en el presente, no acaba con nosotros; sí, la historia semeja una colección de fotos fijas, de monumentos, pero en realidad es un empalmado de películas animadas sobrepuestas una sobre otra, a veces contando una cosa, a veces otra, dependiendo del cuándo, cómo y quién observa. Eso sí, la historia, toda, o en detalle, es un rosario de violencia e injusticia. Ni los que la pensaron en el pasado, ni nosotros hoy, vamos a limpiarla. Si uno lee la Relación de Michoacán (circa 1540) cae en la cuenta de las matanzas, injusticias y guerras que llevaron a la formación del imperio purépecha. Que la Relación fue una visión viciada por las malévolas intenciones de frailes y conquistadores, de acuerdo, ¿pero alguien va a negar la violencia, las guerras, las quemas de pueblos y sacrificios en la historia pre-hispánica? No, la historia es un rosario de infamias, como la conquista. Y el presente es más de lo mismo.
Entonces, si uno no se asume moralmente superior, ¿cómo pensar el pasado? Están de moda dos burradas. Hoy, en las universidades de elite estadounidenses es de ley advertir a los estudiantes, antes de cualquier lectura, que lo que van a leer está lleno de abusos, violencia, cosas feas –trigger warnings–. Y los estudiantes pueden negarse a leer infamias bajo el entendido de que les pueden despertar recuerdos o ideas que los hagan víctimas en el presente. Por tanto, ¿qué historia, qué literatura pueden leer? La otra burrada es la de asumirse maestros limpios, capaces de limpiar toda la historia, porque nosotros sí somos buenos y más sabiondos.
Entonces, ¿qué? Sigamos tirando y levantando monumentos, pero no con el mazo y el pico, con la grúa, y vamos viendo de a cómo nos toca en los pleitos del presente. Aquí permítaseme un soliloquio personal. Cuando era estudiante de licenciatura en la Universidad Metropolitana a fines de la década de 1980, me tocó presentar un examen del capítulo 24 de El Capital de Marx. La Chipichipi, cual era conocida entre nosotros la profesora de economía política, es decir de marxismo, no nos hizo una pregunta sobre el capítulo 24, sino nos pidió que resumiéramos su contenido. Mamón y listillo como era yo, me negué a hacerlo porque, argüí orondo, yo no quería ser el hazmerreír del futuro, harto como estaba del dogma de momento. “Más vale ser el hazmerreír del futuro que del presente, ¡contesta!”, me dijo la Chipichipi. Creo que la doctrina Chipichipi es siempre válida, excepto en lo tocante a la historia y el arte. En esos campos, somos enviados del futuro. Que nadie se imagine superior moralmente a los del pasado, que nadie se asuma tan sabiendo como para decir la última palabra, porque nuestras obras, las del presente, también serán el hazmerreír del futuro. Estar consciente de este destino nos garantiza la suficiente humildad para pelear el pasado en el presente sin destruir las huellas que va dejando la historia.
¿Historia “oficial”?
A menudo cuando hoy se destruye un monumento, cuando se erige un memorial en arte subversivo y transgresor, se afirma que es un acto de justicia contra la historia “oficial” que ha mantenido siglos de opresión. Es casi una muletilla, pero ¿qué es lo “oficial” de las historias y delas artes?
Los liberales decimonónicos, sobre todo durante el porfiriato, crearon algo así como una historia patrocinada por un Estado que apenas existía, un relato del que no hemos escapado del todo, en parte porque documentaron, crearon los archivos, los datos y sucesos, que son empíricamente difíciles de negar; y en parte porque esos relatos tenían como ley gravitacional algo que aún es irrenunciable, que aún nos manda, a saber, la nación. A su vez, de maneras variopintas el priísmo, montado en esa vieja historia liberal, levantó la “historia patria”, está sí más oficial porque se enseñó por décadas en el primer gran momento mexicano de educación pública. Todos conocemos el contenido de esta historia, o la llevamos en la sangre o está en las lecciones mañaneras que, con todo respeto, nos da el actual presidente de la república. Pero creo que los historiadores e intelectuales al mismo tiempo hemos exagerado y minimizado el poder abarcador de esa historia. La hemos exagerado al creer que tiene un dueño mandamás, y la hemos minimizado al no acatar qué tanto somos parte de ella.
¿Por qué es oficial y por qué es alternativa o subversiva la historia? En 1813, a raíz de la revuelta de Hidalgo y de la igualdad entre los españoles de ambos hemisferios decretada por la Constitución de Cádiz, el virrey Calleja lanzó edicto prohibiendo la celebración del Paseo del Pendón –la fiesta en honor de San Hipólito, patrón de los conquistadores, que honraba la caída de México-Tenochtitlán y que se celebró hasta 1813 cada 13 de agosto–. Ante la nueva igualdad, celebrar ese día era insultar a los ciudadanos novohispanos de origen indígena, esa fue la excusa para prohibir la celebración. En realidad, los indígenas, nobles y plebeyos, llevaban siglos participando de la fiesta, y prohibirla no terminaba la dominación española y era tan oficial como celebrarla. De igual forma, después de 1821, tomó tiempo y esfuerzo acordar si el día de la nación sería el 15 o el 21 de septiembre. ¿Debería el país considerar como su día de cumpleaños la fecha del inicio de una revuelta popular masiva que no buscaba la independencia (15 de septiembre de 1810) o debería celebrar el verdadero nacimiento de la nación como imperio (21 de septiembre de 1821)? ¿Debería la nación erigir un monumento a Miguel Hidalgo, un sacerdote pecador que llamó a la revuelta y a la matanza de los gachupines y al regreso de Fernando VII (15 de septiembre), o levantar monumento a Agustín de Iturbide, el Washington de México, ex comandante de los ejércitos reales españoles y autoproclamado Agustín I en el recién nacido imperio mexicano (21 de septiembre)? De hecho, se erigieron algunos monumentos, y en la década de 1870 México experimentó una fiebre monumental, y no hubo ningún Leviatán que ordenara el qué, cómo, cuándo y dónde de los monumentos. La gente creía en la importancia de los monumentos, pero las estatuas eran, como la historia misma, caos, debates, peleas.
O considérese un ejemplo reciente: el árbol de la noche triste en Tacuba ha sido ahora rebautizado “Plaza del árbol de la noche victoriosa”, cual momento de la historia no oficial, de la contra-historia. Hoy el árbol incluye esta leyenda: “Árbol de la Noche Victoriosa. Quautli in Yohualli Paquiliztli, nican ochoca. Árbol de la Noche Feliz, Aquí Lloró. Consejo Nacional del Pueblo Mexicano”. A finales del siglo XIX, el pintor mexicano José María Velasco pintó el “árbol de la noche triste” todavía con ramas verdes, y detrás de él el viejo templo de San Estaban (destruido a principios del siglo XX). Así, pues, erigir y destruir una vez más juntos. Hoy, sin embargo, los restos del viejo ahuehuete son lúgubres; son simples escombros ahumados, el árbol es un cadáver vegetal. Cerca del viejo árbol hay un pequeño centro cultural, remodelado recientemente para adaptarse a la nueva historia (“no oficial”), sus paredes lucen, comme il faut, murales realistas estilo Diego Rivera, obra del, según reza una placa, “Tlacuilo” Rafael Trujano Rojas, hecha en la “sexta veintena cocimiento de frijoles” (esto es, en julio) del “año 8 pedernal” (es decir, 2020). Los murales representan a feroces mexicas “poniéndole en su madre” a los españoles, no a otros guerreros indígenas. El mural y la nueva plaza buscan escribir, con el árbol de siempre, una historia contra-oficial. Sin embargo, es historia oficial si las ha habido, patrocinada y pensada por los actuales gobiernos, el federal y el de la ciudad. Y así las ruinas de un árbol se convierten en decreto: hoy los mexicanos son descendientes directos de los mexicas que fueron masacrados por 400 españoles, no por cientos de miles de aliados indígenas de Cortés. Nada nuevo. A la plaza del “Árbol de la Noche Victoriosa”, texcocanos y tlaxcaltecas, y para el caso, los purépechas, no están invitados, aunque fueran ellos los que hicieron llorar a los mexicas o los que lloraron con Cortés.
El árbol es un buen ejemplo de los secretos consensos que producen la historia y los monumentos. Ningún historiador en la actualidad sostiene que describe el pasado “como realmente fue”. Pero asumimos una superioridad moral frente al pasado; pretendemos ser conscientes de antiguas formas de racismo, sexismo, xenofobia, homofobia, transfobia, nada nos es inconsciente, o eso creemos. Pero el viejo árbol-monumento, a pesar de siglos de debates e investigaciones, todavía expresa, por así decirlo, universales empíricos y morales. Es probable que no surjan nuevas fuentes para entender la noche del 1º de julio de 1520. Sabemos lo que sabemos e incluso hay serias discusiones empíricas sobre si fue en Tacuba donde descansó Cortés. Sin embargo, la lente utilizada en la década de 1840 por Lucas Alamán para examinar a Cortés no es muy diferente de la utilizada por el neoaztequismo de hoy. Ambos puntos de vista afirman tener los hechos correctos, ambos presumen de altos estándares morales para juzgar los hechos. En realidad, son los dos viejos extremos consustanciales de una vieja contienda, uno no puedo existir sin el otro. De hecho, exponer la maldad de Cortés y los españoles es historia “oficial” desde hace más de un siglo; es la historia que construyeron los liberales mexicanos en la segunda mitad del siglo XIX, y fue la historia enseñada por el largo reinado del nacionalismo revolucionario que aprendí en la escuela. Siempre ha habido puntos de vista pro-aztecas y pro-Cortés en México, y ambos han tenido suficientes datos y buenas razones morales. Los debates sobre El Árbol no son nada nuevo, nada interesante historiográfica o moralmente, hoy hacen ruido por el 2021, quinto centenario de la conquista de Tenochtitlán, y porque hoy México tiene un presidente que se asume el maestro de historia de la nación. Sus puntos de vista de la historia son los que se encuentran en los libros de texto de historia de los años sesenta. Mucho más radical hubiera sido utilizar el árbol para incorporar el último medio siglo de historiografía, que no ha disminuido ni un ápice la crueldad de la conquista, pero más como una guerra civil entre indígenas que como una guerra de exterminio comandada por españoles. O mucho más revelador hubiera sido dejar que el árbol descansara en paz, o cambiarle el nombre a “El Árbol de la Supervivencia”. A diferencia de la Guerra Civil en Estados Unidos, la conquista ya es un monumento de parámetros de discusión establecidos hace mucho tiempo. Duele, pero no tanto, es lava seca que discutimos creyendo que decimos algo histórica o éticamente novedoso, aunque en realidad constituye lo que viene siendo lo “oficial”.
Y lo mismo que digo sobre la historia oficial puede decirse del arte oficial. No voy aquí a repetir la letanía de ese arte oficial creado por la posrevolución. Pero piénsese en la reciente presencia mexicana en la Bienal de Venecia. Fue, más faltaba, ¡qué es arte contemporáneo!, una presencia transgresora, y The New York Times reportó lo tremendamente subversivos y no oficiales que fueron los artistitas mexicanos en Venecia, con piezas que criticaban la conquista, la dominación de la modernidad colonial mantenida por décadas por la “historia oficial” (Ray Mark Rinaldi, “Venice Biennale: Attacking Mexico, With Mexico’s Approval”, abril 19, 2022). The New York Times señaló que eran artistas patrocinados por un régimen nuevo, capaz de criticar la vieja historia oficial: “The country’s leading cultural authority, the National Institute of Fine Arts and Literature, aims to take a primary role —formally and officially— in fostering these difficult discussions and letting the world know that Mexico is staring down its internal demons… ‘In Mexico, in this period of government, we are facing those challenges as public policy,’ said Lucina Jiménez, the general director of the institute, which oversees 18 museums and coordinates the Venice exhibition”.
Así, la artista mexicana Naomi Rincón Gallardo expuso en Venecia Vermin Sonnet: un video de veinte minutos donde aparece un murciélago, una serpiente, un escorpión y un coro de ranas, todos tratando de sobrevivir en un mundo futuro marcado por la destrucción ambiental y el caos. Los bichos se comunican entre sí a través de señales de radio y forman, dice The New York times, “an alternative community”, hasta que llega un cocodrilo y se los come. Se supone que no es arte oficial, que no es la obviedad de que, si es que antes no se comen entre ellos, un cocodrilo o algo se los comerá porque los bichos son así, se comen entre sí; no, no es eso, porque, dijo la artista, se trata de un “manifesto for unwanted species”, con “queer, transgressive, subversive messages”. Lo subversivo del arte, dijo una de las curadoras de la presencia mexicana en la Bienal, Catalina Lozano, era que exponía que “There are two Mexicos… the Mexico that has embraced modernity and the Mexico that resists the colonial impulse of modernity”. ¿De verdad? ¿Esta es la subversión? De haber, hay muchos México, pero no muchas historias y artes oficiales o no. Se trata de más de lo mismo, lo cual se entiende en los exclusivos círculos de venta y promoción del arte contemporáneo, pero tiene poco que ver con la existencia de esos dos Méxicos y más que ver con una larga historia de historias oficiales donde esos extremos han sido lo que hay; es más, si algo hace oficial a las historias y al arte es creer que aún estamos en la opción: o Cortés o Cuauhtémoc. Además, ese arte no apela esencialmente a la historia o al presente de México, sino a las demandas del mercado del arte contemporáneo –en la era post-multikulti, fridakahloezca, Black-lives-matter, #MeeToo– que vamos viviendo.
Por ejemplo, yo imagino un monumento que haga de las ruinas –si no físicas sí retóricas—de un personaje como la Malinche un mojón para guiar a los del futuro para entender cómo repensamos el pasado en la década del 2020. Es decir, imagino algo, una estatua, un monumento, un innovador arte conceptual o digital pero duradero y bien metido en las discusiones histórica –no una de esas piezas “shocking” and “subversive” que tanto admiran las galerías elegantes o las Bienales de aquí o de allá—, imagino, pues, algo así inspirado en uno los tres grandes protagonistas de la conquista. Creo que sería digno, no para la Malinche, sino para nuestra supuesta “sabiondez” y superioridad moral ante todos los del pasado. Moctezuma está ya plasmado en murales, monumentos y monedas, y por lo pronto no le ha llegado su hora de caer. Cortés, bueno, ese sí mejor ni hablamos, que se quede con su monumento en Burgos. Pero imaginemos que historiadores y artistas se dejan de prejuicios y utilizan la figura de la Malinche para juntar arte contemporáneo e historia, no sé cómo, acaso con un monumento muy sexy en el Frida-Kahlo-style que tanto vende o una cosa conceptual o simplemente una palabra escrita en las lenguas que hablaba la Malinche, algo así significando la figura no como traidora sino como símbolo de algo que, en mis caminos de Michoacán, caminos de migrantes, es muy conocida; me refiero al jale. Esto es, una mujer –ex o no princesa, eso se debate—esclavizada por captores mayas, fue obsequiada en propiedad a Cortés, y esa mujer devino en la estratega de varias alianzas entre indígenas, y entre éstos y los españoles, para darle en su madre a los mexicas. Con su inteligencia, con sus habilidades lingüísticas, acabó señora, con hijos nobles. ¿Traidora? ¿Contra quién, contra los que la esclavizaron? Es como maldecir a aquel compa de La Piedad porque ya compró casa y coches en Chicago, ya tiene a los hijos en la universidad, pero los muy malhoras mal hablan el español. ¿Traidor porque el compa debió haber regresado a La Piedad? ¿Para qué? ¿Para que sus hijos repartieran refrescos de tienda y tienda como él hizo antes de migrar? No, la Malinche y el compa aquel apersonan mejor una verdad nuestra: en este valle de lágrimas que es México, jale, chinga y a sobrevivir.
En suma, el problema no es oponerse, el problema es escapar a lo que llamamos una historia oficial y un arte oficial, porque no son eso, oficiales, porque una autoridad nacional las comande, sino porque son mandatos epocales, más que nacionales y que antes nos tienen que nosotros tenerlos a ellos. Es curioso, pero, en términos de subversión, tirar Los Caminantes resulta menos subversivo que un monumento a la Malinche o que regresar al padre empírico de la patria, Agustín de Iturbide, al panteón de los héroes, o que un monumento en Morelia o en La Piedad a los migrantes o a las remesas, o que experimentar un arte contemporáneo que en verdad se meta al peliagudo terreno de los debates de la historia como disciplina y como conciencia popular.