El 7 de septiembre de 2017, un poco antes de medianoche, la tierra comenzó a temblar. El epicentro del terremoto fue Juchitán, Oaxaca. Al día siguiente llegaron los periodistas nacionales (siempre llegan primero), después los rescatistas profesionales, y más tarde toda la ayuda posible en forma de víveres, casas de campaña, donaciones filantrópicas, unidades médicas y psicológicas; de pronto, Juchitán encontró en este acontecimiento el motivo de la empatía mundial.

La gente quería ayudar en las cocinas comunitarias financiadas por los “amigos de todo el mundo” del pintor Francisco Toledo, los profesionales sanitarios ofrecían sus servicios de forma gratuita, los artistas actuaban en la calle para aliviar las angustias de los damnificados, los discursos del gobernador en turno parecían genuinos, los vecinos construían barricadas para protegerse de los ladrones durante la noche… el sentimiento gregario estaba hirviendo en la zona de desastre, nadie quería estar lejos del otro.

Los medios internacionales se sorprendieron de la capacidad de autoconservación de los provincianos ―la resiliencia en su máxima expresión, dijeron algunos―, los medios nacionales se retiraron el 19 de septiembre porque ahora tocaba cubrir la increíble coincidencia en Ciudad de México, ese mismo día, como en 1985, un terremoto sacudía la Ciudad de los Palacios. Los medios locales también hicieron su parte, convocaron a que los juchitecos estuvieran “más unidos que nunca”, a que le dieran la mano al que lo necesitara, que consolaran al adolorido y abrazaran a quien las sensaciones más terribles lo tuvieran al borde de un colapso emocional.

Tres años después un mal bicho llegó de muy lejos a este mismo lugar. Las mismas redes sociales que durante el terremoto convocaron a mantenerse unidos para salir avante de aquel desastre, ahora reformulan la estrategia y sugieren que se queden en casa, que mantengan un metro y medio de “sana distancia” ―o todo el que sea menester― con otras personas, que no saluden de mano, mucho menos de beso; tampoco es buena idea dar un abrazo porque el bicho “se queda pegado en la ropa y en el cabello”.

El terremoto llegó sin avisar, en cambio este virus dio señales a la distancia, pero las autoridades juchitecas sabían que eventualmente estaría entre nosotros, eso sí, nadie lo iba a ver; serían los cuerpos enfermos y fallecidos los que darían cuenta de él. ¡Encontró su narrativa en las estadísticas! Ya desde antes de que se registrara el primer caso y la primera víctima mortal, los escenarios ya eran catastróficos: “nuestro hospital va a colapsar en la primera semana” me dijo uno vecino, “¿o tú qué piensas?” quiso saber, “voy a esperar a que colapse y ya te digo” le respondí.

El mercado municipal y los negocios del centro de la ciudad recibieron por parte de la alcaldía la instrucción de mantener cerrados sus locales comerciales, de lo contrario recibirían una sanción económica. Los números de casos y fallecidos estaban aumentando y el pronóstico de mi vecino se estaba cumpliendo. El hospital entró en cuarentena debido a que buena parte de su personal sanitario dio positivo al virus que viene matando a millones de personas en el mundo. La estación de radio más influyente de la ciudad daba las noticias ―casi siempre malas― de que las cosas no estaban saliendo como se habían planeado; en el noticiero de la tarde se le dio el micrófono a un médico que venía de la capital del estado ofreciendo “el tratamiento para” el COVID-19: el “dióxido de cloro”. Después de más de media hora sin comerciales en el programa, y de ofrecer el número personal del médico al aire, una buena parte del auditorio comenzó a agendar sus citas. El locutor se deslindó de estar haciendo propaganda del “tratamiento” contra el mal bicho, pero ya era demasiado tarde, más de uno pagó por el servicio médico que se ofreció en su noticiero.

Luego un video se hizo viral, en él se podía ver la celebración de una fiesta típica juchiteca cuando éstas ya se habían prohibido; los invitados se mofaban de los informes del “subsecretario” encargado de hacer frente a la pandemia a nivel nacional. ¡Incrédulos! Las estadísticas se salieron de control en el municipio y sus agencias; el manejo de este tema por parte de los medios, en general, hizo hincapié en la supuesta “irresponsabilidad” de los habitantes de Juchitán para que el plan de las autoridades sanitarias no arrojara los resultados esperados. Ante esto, ciudades como Ixtepec y el puerto de Salina Cruz decidieron limitar el acceso a los juchitecos, argumentando que “sólo vienen a comprar cervezas”. De pronto ya éramos noticia nacional, “salimos en la tele haciendo el ridículo” escribió uno en su muro de Facebook, porque en un video se veía a un policía preguntando a los pasajeros de dónde venían, y cuando uno de ellos respondió “de Juchitán”, le pidieron que descendiera del colectivo y que por favor se regresara por donde vino.

La guerra virtual entre ixtepecanos y juchitecos no se hizo esperar; alguien propuso que, de la misma forma, las autoridades de Juchitán cerraran el paso a los de Ixtepec y a los de Salina Cruz; otros, de manera bizarra, repetían que con el cierre del paso a los juchitecos les ahorraban el viaje para contagiarlos con el virus hasta sus lares, que mejor vinieran ellos, lo pillaran aquí y después se lo llevaran a casa. El alcalde lanzó una serie de comunicados apostando por la cordura y la buena vecindad, que estos eran tiempos de alianzas y que no respondería con la misma decisión. Gesto político por demás aplaudido en sus redes sociales.

La ciudad, de pronto, estaba vacía. Los juchitecos decidieron quedarse en casa.

Foto: Francisco Ramos, Observándote.

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“Sigue descendiendo el número de contagiados y fallecidos” anuncia la alcaldía. Felicita a su población. La gente celebra, pero no sale. Sigue en casa o con la “sana distancia”. Además, desde el Gobierno Federal se anunció que Oaxaca ha entrado a “Semáforo amarillo”, así que hay mayor apertura para reactivar la vida económica y social. Todo indica que los juchitecos lo han hecho bien; no obstante, la autoridad sanitaria de esta ciudad sugiere que mantengamos los mismos criterios del “Semáforo naranja”. La gente parece estar de acuerdo.

La pregunta que se asoma es la siguiente: ¿en qué momento lo que hacen o dejen de hacer los juchitecos se convirtió en un factor determinante para salir avante de la contingencia que les cupo en suerte? Tal parece que sucedió cuando la narrativa técnico-médica empató con los patrones de comportamiento social ―es decir, la vida cotidiana en esta provincia―. Dicho de otra forma, se esperaba que lo segundo fuera la dimensión empírica de lo primero. A juzgar por los resultados ―y estos, por ahora, no son más que estadísticos―, la conducta y la narrativa se acoplan, por ejemplo, en los restaurantes, en el mercado municipal y en sus dos supermercados de cadena nacional.

Ya no hay largas filas como en los primeros meses ―en aquellos primeros días―, ahora es más fácil mercar y rondar los pasillos sin ese miedo de que el otro esté contagiado y nos arruine la vida. Creo que hemos pasado del temor a la precaución ―o lo hemos disfrazado, también puede ser―, la cosa es que las posibilidades de contagio disminuyeron al mínimo, aunque no hayan desaparecido, y entendemos ―entienden los juchitecos― que con esa parte que nos queda acortaremos distancia con las demás personas; “es probable que tenga coronavirus” reflexiona alguien, “pero no la toco y listo, me salvo porque no me acerco”. ¿Entonces a quién sí se puede tocar? ¿Con quién asumir ese riesgo de acercarse más de la cuenta? Con quien se resuelva asumir las consecuencias. El escenario parece traumático, o eso digo yo, porque no es distinto a otros bichos mortales, a otras incertidumbres, que han aquejado a la humanidad históricamente.

Los bares también han reabierto sus puertas. La venta de cervezas ya no será clandestina, “ya van a estar más baratas” externa alguien con suma alegría en el rostro. Los músicos también piden su alternativa, “aunque no bailen” explican, “la música también es para escuchar” es el argumento. Los dueños y gerentes han prometido que seguirán de manera estricta las medidas de bioseguridad; sus meseros usarán guantes, cubrebocas ―hasta la nariz― y caretas. Desinfectarán cada rincón del local. A los parroquianos se les tomará la temperatura en la entrada, les exigirán lo mismo que a los meseros, aunque ellos sí se podrán librar de estos aditamentos una vez que estén en el interior (no se sabe qué medidas se tomarán con los impertinentes que consuman más alcohol de lo que puedan soportar, antes de que sus buenos modales se vengan abajo). El mismo locutor de radio que presentó al médico con la “cura del covid-19” ya habla de otros asuntos, o por lo menos la pandemia no es la primera noticia en su programa. Las excavaciones nocturnas en el panteón municipal para las víctimas de esta enfermedad, y la interrupción por parte de la Guardia Nacional de las fiestas familiares, ya no aparecen en forma de rumor por las redes. El hospital principal de Juchitán ha vuelto a reabrir sus puertas y al parecer todo su personal está sano y salvo.

Ya no hay videos virales que los pongan en ridículo.

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Estos escenarios, a saber: un terremoto que exige salir con prisa a la calle y una pandemia que obliga a quedarse en casa, guarda un intervalo de tiempo psicológico, el que hace que uno se dirija a ese instante y se pregunte si entonces lo hizo bien, si puede repetir lo mismo en esta ocasión para resolver el problema actual; pero también hay un tiempo lógico, ese recuerdo preciso, su comprensión y su lugar en la narrativa que tiene un inicio y un final claro y definido. En ambos casos, según veo yo, los juchitecos no parecen haber resuelto el viejo problema cuando ya se les presenta otro. A diferencia de Ciudad de México, tras aquella lamentable coincidencia telúrica en 2017, los rescoldos de aquella medianoche fatídica en Juchitán siguen encendidos. Basta con salir a las calles y ver que hay zonas de la ciudad donde las postales siguen conservando edificios agrietados y terrenos descampados donde antes hubo una casa, que bien hoy pudiera servir para quedarse en su interior durante la cuarentena. Incluso, al pie del lugar donde yo mismo he pasado estos últimos meses de pandemia, hay una familia que sigue gestionando el apoyo federal para la reconstrucción de su hogar; pasan los días en una edificación precaria. Por la radio local se ha aludido al siguiente censo para recibir el apoyo económico del nuevo gobierno; por corrupción y la muy mala leche de algunos políticos, hay gente que se quedó, literalmente, en la calle.

Aquí en Juchitán, en el tiempo lógico, sigue temblando.