Presentación del dossier

En los últimos meses hemos presenciado una ola de importantes revueltas y levantamientos —sociales y militares— en numerosas regiones que van desde Latinoamérica hasta Asia oriental, pasando por el Medio Oriente, Europa y el subcontinente indio. La magnitud de estas revueltas —algunas han desencadenado el final de un gobierno, como en el caso de la renuncia del expresidente de Líbano Saad Hariri o el golpe de Estado en Bolivia— y su dispersión geográfica nos permite identificar un proceso global de enorme trascendencia política. A pesar de sus características puntuales, todas estas revueltas son, de una u otra forma, respuestas al aparente callejón sin salida del modelo económico, político y de gobernanza de la democracia capitalista. 

La comprensión de estos fenómenos nos pone ante la necesidad de evaluar el modelo de ejercicio de la política que de suyo condiciona y limita los asuntos de interés colectivo al restricto margen de la vida institucional del Estado. El presupuesto básico de la vida política contemporánea asume que el Estado, bajo su forma nacional, es el espacio y el campo de acción en el que los sujetos individuales y colectivos deben hallar cauce para la resolución de sus necesidades y conflictos, a través de sus estructuras institucionales y representaciones políticas. Bajo su racionalidad, toda manifestación del interés colectivo debería atravesar necesariamente por sus estructuras, que se presumen neutras y capaces de encauzar la pluralidad social. De esta manera, el Estado se arroga la dirección del cuerpo social y la representación de sus intereses. Esta es una de sus grandes ilusiones: ser él mismo la expresión cabal de la comunidad a la que da cuerpo. Sin embargo, los periodos de crisis muestran cómo los dados están cargados de antemano y que la neutralidad de sus decisiones sólo funciona en un plano abstracto y formal de “normalidad” social.

Otra gran ilusión es que las funciones del Estado paulatinamente restringen al mínimo su intervención en la vida económica para permitir el libre flujo de los procesos de producción y acumulación capitalistas. Hasta hace poco, sin embargo, esta fantasía, que en las últimas décadas había sido la prerrogativa del modelo neoliberal, ha mostrado cómo las funciones del Estado siguen resultando vitales para dar forma política a las complejas necesidades de concreción de la dinámica del valor. Así, por ejemplo,  fueron los Estados los que salieron a dar la cara ante la crisis económica que estalló en 2008, para rescatar de la quiebra a algunas enormes empresas privadas de alcance internacional, ya fuera con reservas nacionales o convirtiendo en deuda pública los enormes déficits de capitales privados. Nada de esto, sin embargo, es responsabilidad exclusiva de los gobiernos en turno, de una mala dirección política o de la corrupción, como no lo es en exclusiva del modelo neoliberal. La dinámica capitalista supone todas estas posibilidades, pues se asume que la función del Estado es facilitar y dar cuerpo político a la dinámica económica.

Ambas ilusiones—la de representar los intereses colectivos y la de permitir el libre flujo comercial— omiten que la vida política es algo más que la política estatal. Esta verdad se revela con toda su fuerza en momentos en que la aparente estabilidad social se fractura y la rebelión toma por asalto los espacios públicos. No hay forma de anticipar a cabalidad cuándo suceden estos momentos de eclosión. Así lo muestran las recientes sublevaciones sociales que comienzan a darse en distintas partes del mundo, con un mayor o menor efecto de mediano plazo.

En América Latina, desde octubre pasado, la fuerza de las insurrecciones populares de Ecuador, Haití y Chile han mostrado una fuerte oposición a la recobrada vigencia del modelo neoliberal. En Ecuador, la resistencia contra las medidas del “Paquetazo” del presidente Lenin Moreno fue rápidamente encauzada por las comunidades indígenas mayoritariamente agrupadas en la CONAIE. Mientras que en Chile, la profundidad del descontento social ha prolongado las manifestaciones hasta el punto en que se han puesto sobre la mesa poderosas formas de acción política como la huelga general. En ambos casos, la violencia de la respuesta gubernamental demuestra, de una parte, su confianza —ahora evidentemente infundada— en la rápida extinción de las manifestaciones y, de otra, la profunda convicción por implementar o continuar con reformas que sin duda profundizan las desigualdades y reproducen el modelo neoliberal. La fuerza de la respuesta popular en estos dos casos ha logrado incluso que se preste atención la prolongada crisis política de Haití, que desde hace meses ha entrado en ciclo sin una salida evidente, que muestra con toda violencia el abandono al que se ha condenado a esta nación.

Todo esto se une a un ciclo más prolongado de protestas organizadas más allá del entorno Latinoamericano: desde Hong Kong hasta Bangladesh, pasando por Francia y Karachi, la protesta social pone de relieve las dolorosas contradicciones generadas por el crecimiento sostenido de la polarización social a lo largo y ancho del planeta durante las últimas décadas. 

Los entusiastas de la protesta, sin embargo, deberían reconocer que la polarización y el desencanto no sólo dan lugar a la movilización de los sectores progresistas sino que también alimentan chauvinismos nacionales, regionales y étnicos de todo tipo. Es claro que el Brexit, el fascismo de Jair Bolsonaro y el nacionalismo supremacista de Narendra Modi en India, Donald Trump en los EEUU, Vladimir Putin en Rusia, Jeanine Áñez en Bolivia y el innegable fortalecimiento de una derecha nacionalista y reaccionaria en América Latina, son la otra cara de la moneda de los alzamientos en Santiago, Port-au-Prince, Hong Kong y Beirut. Tanto unos como otros son planteados como la solución a los mismos problemas que alimentan las actuales sublevaciones. El ressentiment global no es patrimonio de ningún sector y alimenta tanto a la derecha como a la izquierda.

Esta situación convulsa genera que el arco de respuestas posibles se abra incluyendo formas como los cambios electorales de proyectos en el marco del capitalismo, como en Argentina, hasta golpes de Estado gracias al desgaste de las decisiones políticas de los proyectos progresistas, como en Bolivia. Por ello, es necesario ser cautos respecto al exaltado anuncio del fin del modelo neoliberal y reparar en que las insurrecciones populares, con todo el aprendizaje que producen, no son aún suficientes para construir un modelo diferente. La expresiones de hartazgo y de resistencia ante las enormes desigualdades sociales, y el desprendimiento de las clases políticas de  las mayorías, muestran que la política es algo más que la política gubernamental o estatal, así como, sin embargo, los derroteros por los cuales transiten las sublevaciones son aún campo por escribirse.

En Común presentamos este dossier que congrega textos que buscan participar en la construcción de un índice de lectura de la complejidad de todos estos acontecimientos.

 

*Los integrantes del Consejo Editorial de Revista Común agradecemos la colaboración de Sergio Villalobos Ruminnot en la organización de este dossier.