Sorteo de cargos públicos y democracia (III)
El triunfo de la elección

Comúnmente aceptamos que la democracia es una invención griega. Realmente fue algo excepcional. Alcibiades, esa suerte de antihéroe ateniense que cambió varias veces de bando durante la Guerra del Peloponeso, ya lo dijo con cierto cinismo frente a la asamblea espartana: «En cuanto a la democracia, todos los que somos personas sensatas sabemos lo que vale. Nada nuevo podría decir sobre lo que todo el mundo reconoce: que es una locura». Extraño sistema era aquel en el que, como señala Ellen Meiksin Wood —y a diferencia de la norma de la época—, los hombres libres que trabajaban, también gobernaban. La idea de que el pueblo gobierne, de que los asuntos que a todos afectan (la res publica) se deciden entre todos, es un principio que nuestras actuales democracias remiten, en sus orígenes, al mundo griego y su cultura cívica.

Pero, después de haber discutido en las dos entregas previas algunos elementos fundamentales de la democracia ateniense, salta a la vista que, por mucho que situemos el origen de nuestras democracias en la experiencia griega, las diferencias entre ambos modelos resultan manifiestas. Y esto por lo que respecta no sólo a la universalidad formal de nuestra noción de ciudadanía —frente la exclusividad de la noción griega—, sino también a los procedimientos y principios sobre los que se erigen ambos modelos. Y es que, en realidad, nuestros actuales sistemas políticos no se forjaron sobre la experiencia griega sino, en cierta medida, contra ella. El uso del sorteo como medio de selección de cargos públicos es una de las muestras más clara de esa distancia que nos separa de la antigua Grecia. Entre los orígenes de la democracia y la forma en la que se forjaron nuestros sistemas políticos actuales se produjo una ruptura, un desplazamiento del sentido originario del término. Intentaré discutir esto, poniendo mi atención específicamente en la suerte que corrió el mecanismo del sorteo.

Como ya he sugerido, el uso político de métodos aleatorios no es algo que cayera en el olvido con el fin de la experiencia griega. El arquetipo ateniense continuó ejerciendo una poderosa influencia, a través de la cual se siguió asociando la práctica del sorteo con la democracia. Pero existieron otros modelos constitucionales que lo utilizaron con fines alternativos. Roma, por ejemplo, hizo uso del sorteo. Es importante recordar la máxima aristotélica y evitar interpretar las constituciones políticas como sistemas puros. Pero, incluso teniendo esto en cuenta, en ningún momento cabe considerar que Roma fue una democracia. El sistema político romano fue en la práctica una aristocracia que dio entrada a tímidos elementos populares. Esos elementos siempre estuvieron bajo el control de las magistraturas aristocráticas, y cuando actuaron como una fuerza política lo hicieron —salvo en algunos episodios excepcionales— como redes clientelares de una oligarquía fratricida. El Imperio fue una forma de salir de la situación de crisis a la que se llegó en las postrimerías de la República como resultado de este enfrentamiento intra-oligárquico. En este marco, el uso de sorteo no pretendía contribuir a la rotación y distribución de cargos públicos. Las asambleas populares romanas estaban organizadas en comitias, que a su vez lo estaban en centurias según criterios fiscales y por tribus.  El caso es que las clases propietarias contaban con una clara ventaja, porque los votos se contabilizaban por grupos y no por individuos, de manera que las centurias de las clases propietarias, aun contando con menos integrantes, contabilizaba lo mismo que el de las clases populares. Las asambleas elegían algunas magistraturas —de las que siempre estuvieron excluidas las clases populares— y ratificaban leyes y decretos. El orden de votación era jerárquico. El sorteo se utilizaba para decidir qué centuria, entre las de la primera clase, comenzaba a votar. Dado que el resultado se anunciaba antes de que el resto hubiera votado, autores como Christian Meier señalan que, a través del carácter sagrado que se le imputaba al azar, la elección de la primera centuria condicionaba y orientaba el sentido de todo el proceso electivo. El sorteo contribuía así, como un fenómeno externo, ajeno a la propia elección, a aunar los votos en el seno de las comitias, amortiguando el efecto de potenciales disensiones. Lejos de utilizar el sorteo por sus propiedades redistributivas, como hacían los griegos, los romanos apreciaban en él un mecanismo anónimo, neutral y de naturaleza sagrada, que fortalecía la cohesión política de la comunidad bajo dirección aristocrática.

Una intención similar animó la adaptación del sorteo por parte de las repúblicas italianas, asoladas por una constante amenaza de guerra civil entre facciones de las familias aristocráticas. Al igual que en el caso romano, en el sorteo se apreciaba una instancia neutral y externa a los intereses de las distintas familias que pugnaban por ser elegidas para las magistraturas, y por tanto un elemento de pacificación. Los casos más conocidos son los de Florencia y Venecia. Florencia, con una historia más convulsa, utilizó el sorteo durante los periodos republicanos combinándolo con la rotación de cargo, mediante un sistema en el que también se utilizaba la elección. A diferencia de Atenas, donde la voluntariedad y la autoexclusión eran claves para la constitución del cuerpo de los sorteables, en Florencia, éste se seleccionaba mediante una doble elección: entre la aristocracia, por un lado, y entre un conjunto de ciudadanos más amplio, por otro. Si bien los republicanos florentinos no dejaron de percibir la selección por sorteo como un mecanismo nivelador, esencialmente democrático, la intención fundamental era evitar la competencia oligárquica, identificada como una de las principales amenazas de la república.

Esto resulta mucho más claro en el caso de Venecia. Con una historia constitucional más estable que Florencia, la república de Venecia constituía una aristocracia en la que las principales familias patricias se repartían hereditariamente el poder político. De nuevo, se ensayó un sistema donde se combinaba la elección y el sorteo, en este caso, de una enorme complejidad, orientado a evitar los efectos indeseables de la competencia política entre las familias de la nobleza. A diferencia de lo que ocurría en Florencia, en Venecia, las magistraturas no se elegían por sorteo. Lo que se sorteaban eran los nominatori: el cuerpo de quienes proponían los nombres de los ciudadanos candidatos a las magistraturas y que serían designados finalmente por el Gran Consejo. Dado que el Gran Consejo desconocía el nombre de los nominatori, y que la elección definitiva de los candidatos se hacía de forma inmediata, no había manera de promover a unos sobre otros, evitando así que la nominación de los magistrados estuviera sometida a influencias y presiones espurias. Es cierto que el peso del sistema político veneciano recaía en la elección y que esta además estaba restringida a un cuerpo ciudadano bastante pequeño. Pero el sorteo siguió considerándose como un medio de redistribución y nivelación de las probabilidades de selección que, por su carácter anónimo y neutral, conjuraba algunas de las amenazas que planean sobre los sistemas electivos.

A lo largo de la Edad Media y el Renacimiento hubo otras muchas experiencias que hicieron uso del sorteo, desde la Iglesia al poder municipal. No obstante, fueron la griega, romana e italiana las que dieron forma a la concepción del sorteo de los revolucionarios ingleses, norteamericanos, franceses e hispanos. En su ya clásico Los principios del gobierno representativo, Bernand Manin nos sitúa frente a un misterio y nos ofrece una respuesta. El misterio: ¿cómo es posible que unos procesos políticos llevados a cabo en nombre de la igualdad natural de los seres humanos, que recuperan nociones básicas de la cultura cívica y que son liderados por personas con amplia formación clásica, obviaran de forma tan manifiesta, no ya el uso del sorteo, sino al menos una discusión sobre sus ventajas e inconvenientes? Frente a quiénes responden apuntando hacia las dificultades técnicas de implementar esos sistemas en unidades territoriales como los Estados modernos, que exceden sobremanera los límites de la ciudad (obviando el hecho de que el cuerpo de elegibles era similar), Manin responde que, en realidad, debemos apuntar hacia los distintos principios políticos sobre los que ambas experiencias se sustentaban.

Según el filósofo francés, las revoluciones atlánticas en los albores de la modernidad se hicieron en nombre de un principio político que poco tenía que ver con el interés por la redistribución de cargos públicos: el principio del consentimiento como fuente de la autoridad legítima y de la obligación política. Lo que se había forjado era una nueva concepción de la comunidad política, entendida como aquella que existía sólo cuando los hombres libres consentían incorporarse a ella, y en la que todo mandato que procediera del poder político debía contar con la aprobación de los gobernados. Según Manin, este principio fue resultado de la convergencia entre el moderno derecho natural y prácticas medievales, vinculadas sobre todo a los mecanismos fiscales de las Monarquías, donde los Parlamentos debían aprobar las cargas propuestas por la Corona. Desde este nuevo principio, donde la voluntad de los gobernados constituye la fuente de poder, sorteo y elección adquieren nuevo significado. Puesto que el sorteo es un método cuya virtud radica precisamente en vincular la selección de cargos a un mecanismo ajeno a la voluntad, excluye el principio de consentimiento. Incluso en los casos que se consintiera usar un mecanismo aleatorio, se trataría de un consentimiento indirecto. Los sistemas electivos, en cambio, hacen ver que cada vez que se elige a un representante se está otorgando el consentimiento y generando una obligación política. Es a la luz de esta nueva concepción del poder bajo la que hay que interpretar el abandono de la selección por sorteo por parte de los modernos sistemas representativos.

Pero ¿por qué era este un asunto tan preminente? La respuesta:  porque lo que se quería combatir era el principio hereditario, como criterio de legitimidad y forma de conferir el poder. Frente a las monarquías absolutas (o frente a las situaciones de dependencia colonial), la prioridad del principio de legitimidad a través del consentimiento de los gobernados hacía de la elección de representantes públicos el método más lógico y apropiado. De esta forma, la posibilidad de utilizar el sorteo como medio de selección ni siquiera fue contemplada por los revolucionarios más igualitaristas. El problema de la redistribución equitativa de las responsabilidades políticas no era, desde el nuevo paradigma, un asunto tan acuciante como el del consentimiento. De hecho, la elección se consideraba ya un método de redistribución más justo e igualitario que el principio hereditario, con el añadido, frente al sorteo, de que insuflaba legitimidad y obligación a los seleccionados.  En los nuevos sistemas políticos, la idea de igualdad no remitía, en definitiva, a la equiprobabilidad de desempeñar cargos públicos, sino al derecho de consentir el poder y de elegir representantes.

Pero, llegados a este punto, hay una pregunta importante que plantear. ¿Por qué si los sistemas representativos se forjaron bajo estos principios crearon en la práctica candados fuertemente censitarios que limitaban sobremanera el cuerpo de electores y elegibles? ¿Fue también entonces el rechazo a una posible deriva democrática de los procesos revolucionarios lo que llevó a rechazar el sorteo bajo la idea, hasta entonces vigente, de que existía un vinculo esencial entre este y la democracia? Y todo este asunto, ¿nos dice algo sobre las derivas oligárquicas de los sistemas representativos? ¿Qué se perdió, en definitiva, al poner en primer lugar el principio del consentimiento (mediante la elección) sobre el de la redistribución del poder (mediante el sorteo)? Intentaré responder a estas preguntas en las próximas entregas.

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