Sorteo de cargos públicos y democracia (II)
¿Por qué y cómo lo utilizaron los griegos?

En mi última entrega señale cómo, en contra de la creencia actual que establece un vínculo definitivo entre democracia y elección, han existido otros modelos de democracia que cuestionan dicha exclusividad. El caso ateniense resulta paradigmático. Intenté resumir brevemente cómo operaba la constitución de los atenienses y el papel que en ella desempeñaba el sorteo como elemento democratizador. Cabe completar ahora esa breve exposición con una pregunta fundamental: ¿cuáles eran los principios sobre los que se fundamentaba el uso del sorteo como medio de selección de magistraturas?

Ciertamente, el uso del sorteo puede considerarse como un mecanismo bastante rudimentario. Pero, frente a la banalización de su auténtico significado —algo común hoy día: hagan la prueba y sondeen a izquierda y derecha del espectro político los argumentos contra su aplicación—, es necesario recordar, en primer lugar, que su uso por parte de los atenienses no respondía a una improvisación inconsciente. En este sentido, lo primero que habría que señalar es que el sorteo no debe entenderse separado de un entramado institucional bajo el cual adquiría todo su potencial y sentido, diseñado también para evitar algunas de sus consecuencias indeseables de las que, como digo, los atenienses eran sumamente conscientes.

La primera pregunta que debemos encarar es qué era materia susceptible de sortearse. Aquí es posible comenzar con una primera distinción importante de la que Platón da cuenta en el diálogo Protágoras, cuando hace decir a Sócrates que los atenienses, sabiamente, cuando discuten sobre alguna materia técnica, convocan a la Asamblea a aquellos que saben de ese asunto y que, sin embargo, cuando se trata de asuntos políticos, actúan de forma extraña porque dejan que cualquiera tome la palabra y decida sobre esa la materia en cuestión. La idea de fondo parece sencilla, pero resulta fundamental. Los atenienses distinguían aquellas funciones políticas que a su juicio requerían unas competencias técnicas cuya adquisición no estaba a disposición, por distintos motivos, de todos los ciudadanos. En cambio, existían otras que no requerían de un saber especializado, o de requerirlo, era algo que podía aprenderse en la práctica, con la progresiva implicación en la vida política de la ciudad. Esta última era la posición de Protágoras, quien entendía la polis como una escuela de educación política. Sócrates y Platón, en cambio, veían en esto la causa de la corrupción y decadencia de Atenas: la política, la virtud cívica no era algo que pudiera aprenderse de forma práctica, como una especie de arte que uno incorpora practicándolo. Volveré más adelante, y en otras ocasiones, sobre los contenidos de este Diálogo fundamental y fundante de nuestra cultura política.

Por el momento, basta con insistir en la idea de que sólo aquellas pocas (aunque relevantes) magistraturas que se consideraba que requerían unos saberes técnicos eran objeto de elección. Aquí se partía del principio de que cuando se pueden definir de forma clara los requisitos necesarios para desempeñar una función, el mejor método de selección es la elección de los mejores (aristoi). En cambio, según los atenienses, la mayor parte de las magistraturas no eran de este tipo, sino de ese otro en el que cualquier ciudadano podía desempeñarlas ejercitándose de forma adecuada. En estos casos, el uso del sorteo estaba justificado. Ahondemos en este punto. Los griegos distinguían entre dos ideas de igualdad: la igualdad geométrica y la igualdad aritmética. La primera supone la idea de proporción y, en relación con la idea de justicia, demanda que cada uno reciba lo que le corresponde en función de determinados criterios. Pero cuando la igualdad geométrica define un conjunto en el cual sus miembros pueden recibir las misma proporciones o partes numéricas iguales, nos desplazamos al ámbito de la igualdad aritmética. Los demócratas griegos entendían la política en este último sentido, los aristócratas bajo el primero. El sorteo, sin duda, es un método adecuado en los casos de igualdad aritmética, donde es indiferente quién sea seleccionado; a saber: cuando consideramos que, por diferentes motivos, los miembros de un conjunto (los ciudadanos de la polis), al ser considerados iguales, pueden recibir porciones equivalentes (en este caso, de las responsabilidades políticas).

En su clásico Los principios del gobierno representativo, Bernard Manin ha matizado de manera acertada que lo que en realidad se repartía entre todos los ciudadanos atenienses no era el poder, sino la probabilidad —la posibilidad, más bien: los griegos no contaban con el concepto moderno de probabilidad— de acceder a él. La matización es importante por varios motivos. Primero, muestra el carácter voluntario de la institución del sorteo. En este sentido, los candidatos ya habían sido previamente seleccionados mediante un proceso de autoexclusión, que podía responder a diferentes motivos. Es cierto que existieron momentos en la historia de Atenas en que hubo necesidad de promover de forma activa la participación ciudadana. Pero, en general, no se trató de un problema recurrente. En todo caso, aquellos que no se consideraban preparados o dispuestos, no entraban en los sorteos por decisión propia. De modo que lo que la democracia ateniense repartía de forma equitativa era la posibilidad de obtener un cargo a cualquier ciudadano que así lo quisiera. Algo similar ocurría en la Asamblea, en la que sin duda no todos se atrevían a tomar la palabra. El significado de un término clave en la democracia ateniense como era el de isegoría quería decir, no que todos estuvieran obligados a hablar por igual, sino que todos los ciudadanos atenienses tenían la misma posibilidad de hablar en la Ekklesia, si así lo deseaban.

Sin duda, lo dicho hasta aquí debe encarar un problema fundamental: ¿cómo evitar que el sorteo promueva a malos ciudadanos, a incompetentes o malvados? De entrada, hay que decir que el sorteo por sí mismo no puede resolver este problema. Un sorteo no discrimina entre lo bueno o lo malo, entre la competencia o la incompetencia, como sí —en principio— puede parecer que hace la elección. Aquí es necesario referirse a todo el entramado institucional en el que se insertaba el sorteo y que servía como un sistema de vigilancia y corrección, ajeno al propio procedimiento.

Viñeta de Forges del 22 de mayo de 2015. Tomada de El País.

Ya me he referido a la autoexclusión de aquellos que no se consideraban aptos para algunos cargos. La ciudad contaba sin duda con mecanismos para promover la participación: desde el mysthos —el salario público que permitía a quienes fueran seleccionados para una magistratura no verse económicamente desprotegidos al abandonar sus puestos de trabajo—, a las retribuciones de tipo simbólico —sin duda mucho más relevantes, asociadas a la excelencia ciudadana, a la dedicación a la vida pública como la mayor virtud y objeto de reconocimiento social—. Pero en la misma medida, la ciudad desarrolló mecanismos censitarios para desanimar a aquellos que, por incompetencia o ambición, incursionaban en la vida pública con intereses espurios. En este sentido, la autoexclusión a la que nos referimos estaba relacionada con las fuerte sanciones sociales, con la desaprobación moral de una comunidad altamente politizada que funcionaba en gran mediada a través de interacciones cotidianas cara a cara. Evidentemente esta sanción social y la autoexclusión del cuerpo de los sorteables, no eran elementos lo suficientemente disuasorios como para evitar los efectos indeseados que siempre genera el uso de métodos aleatorios, con su indiferencia ante cuestiones de valor. Para evitar esto, los atenienses desarrollaron una serie de mecanismos de vigilancia que operaban antes, durante y al finalizar la magistratura en cuestión.

Una vez cumplidos determinados criterios formales (ser hombre libre, mayor edad, hijo de ciudadanos atenienses o no haber faltado a los deberes militares) —discutiré estos criterios de exclusividad más adelante—, aquellos que eran seleccionados por sorteo eran sometidos a un examen que, si bien en ocasiones constituía una mera formalidad para comprobar unos mínimos requisitos racionales y morales, podía ser relevante para determinar incompatibilidades entre los intereses privados del candidato y las funciones del cargo. En ocasiones, el candidato podía ser rechazado. Durante el desempeño del cargo, encontramos dos mecanismos de vigilancia: por un lado, la mayor parte de los cargos seleccionados por sorteo eran colegiados, lo que suponía una importante restricción para quiénes actuaran de forma irresponsable o ilícita; por otro lado, un magistrado en el desempeño de su cargo podía ser denunciado por cualquier ciudadano, quien podía elevar a los tribunales lo que consideraba como una gestión irregular. Si el jurado concluía que el demandante llevaba razón, el magistrado que había sido denunciado debía abandonar el cargo. Por último, al finalizar el periodo de gestión, el magistrado debía someterse a un proceso de rendición de cuentas que, en caso de resultar en su contra, desembocaba en fuertes sanciones económicas y civiles. A todo este sistema de frenos y vigilancias habría que añadir algo fundamental: que, finalmente por muy importantes que fueran las funciones de las magistraturas, estas se entendían siempre como delegaciones temporales para implementar las decisiones políticas que había tomado la Asamblea de los atenienses. Para los griegos, como señala Mogen Hansen en The Athenian Democracy, lo importante no era tanto quién gobierna y gestiona, sino quién juzga y decide.  

En definitiva, todos estos mecanismos estaban pensados con el fin de controlar, dentro de lo posible, efectos no deseados producidos por el uso del azar. De suma importancia también, y de la mano de la idea de sorteo, era la de rotación de cargos. Aristóteles en la Política señalaba que la democracia era el sistema que consistía en gobernar y ser gobernados por turnos. En Atenas, los cargos seleccionados por sorteo estaban todos sujetos a limitación de mandato, un año, dos, un mes, o incluso un día. Y todos estaban también limitados en cuanto a la reelección del candidato. De esta forma se aseguraba la rotación permanente del cuerpo político. Como señala Manin, había motivos teóricos y prácticos. Por un lado, la afirmación de Aristóteles, nos informa de que los demócratas atenienses distinguían entre las funciones de gobernar y ser gobernados, pero deducían de aquí que ambas no podían estar ocupadas siempre por los mismos. En parte, esto se debía a que entendían que el buen gobierno de la ciudad requería de buenos ciudadanos y esto se lograba aprendiendo, no sólo a mandar, sino a obedecer adecuadamente las decisiones de la comunidad política. Pero, por otro lado, en términos prácticos, el sorteo y la rotación constituían una mancuerna desde el momento en el que se daba por sentado que un altísimo número de ciudadanos iban en algún momento a desempeñar cargos públicos, dejando entonces al azar el orden en que iban a desempeñarlos. El uso exclusivo de la elección habría limitado el número de ciudadanos considerados como candidatos adecuados, haciendo imposible por tanto el principio de rotación. Pero, además, es que entre el principio de elección y el de rotación existe cierta inconsistencia, puesto que la libertad de elección supone la libertad de reelección. El caso de la constitución política mexicana constituye una excepcionalidad, no tan extraña desde las demandas democráticas contra la oligarquización de los sistemas liberales que tiene lugar en el siglo XIX. Pero, siendo estrictos, la combinación de sorteo con rotación de cargos carece de esa inconsistencia que arrastra el principio de elección. De hecho, en el sistema ateniense, las magistraturas electivas no estaban sujetas a limitación de mandato.

Pero el principio de rotación junto con el de la aleatoriedad, poseía otro fundamento clave. Al hablar sobre la igualdad aritmética he señalado que, por diferentes motivos, puede considerarse que, en un determinado momento, los elementos de un conjunto tienen igual acceso a proporciones equivalentes. Entre estos motivos, el primero que se nos viene a la mente desde nuestro actual paradigma político es la noción de igualdad, los derechos que, por nacimiento, nos equiparan a todos en el marco de una determinada comunidad política. Cuando en el mito que relata Protágoras en el diálogo homónimo, Prometeo le pregunta a Zeus cómo debe repartir la justicia y el poder entre los hombres, Zeus responde que, a diferencia de los saberes técnicos, distribuya la virtud política entre todos por igual. Los griegos, en cualquier caso, no pensaban que todos —por su puesto, no las mujeres ni los esclavos— fueran iguales en el sentido que actualmente le damos a este término. Como ya he señalado, lo que se equiparaba era la posibilidad de desempeñar funciones públicas desde el supuesto de que cualquier ciudadano podía capacitarse de manera óptima para tal fin, si bien algunos podrían hacerlo mejor que otros.

Pero también, el mismo diálogo remite a ello, por otras razones: la ciudad, la democracia, prefiere habilitar a muchos flautistas medianos que a unos pocos excelsos. Se trata de un principio de nivelación que apunta a la democracia como un sistema que, no es tanto un producto como una forma de producir un tipo de ciudadano: una mayoría medianamente capacitada frente a una minoría aristocrática que se reproduce y autoselecciona a través de ciertos principios exclusivos (hereditarios, económicos, epistémicos, etc.). La rotación de cargos, en este sentido, procuraba producir este tipo de ciudadanos “medianos” y evitar, en definitiva, la profesionalización de la política. Pero ¿por qué este temor a algo que hoy nos parece normal y evidente?

Creo que, más allá de las convicciones democráticas e igualitarias, el motivo enraíza con la propia experiencia histórica ateniense. Atenas tuvo una convulsa historia atravesada por una intensa lucha de clases, cuyo resultado fue el progresivo desarrollo del sistema democrático. La democracia, en este sentido, no fue el resultado de determinadas demandas de nivelación desde abajo sino una solución óptima para evitar las dos amenazas que el demos de Atenas entendía que desembocaban en la desintegración de la comunidad política y en la stásis (la guerra civil): la tiranía y la corrupción. La primera se entendía como la oligarquización de la república y la concentración del poder en pocas manos, alejado de cualquier control y orientado hacia el beneficio del grupo gobernante, en detrimento de la comunidad. La segunda, íntimamente relacionada, se comprendía como la influencia espuria del dinero en las decisiones políticas. La profesionalización de la política se consideraba como un paso previo que solía desembocar, tarde o temprano, en ambos escenarios y de aquí, en la inestabilidad política y la stásis. El sorteo y la rotación de cargos era una forma de conjurar estos peligros: primero, redistribuyendo las responsabilidades políticas y evitando su monopolización en pocas manos, a través de un mecanismo de constante sustitución del personal político, evitando su profesionalización y repartiendo de forma equiprobable el acceso a las magistraturas; segundo, desincronizando los tiempos de entrada en la política con los de la posible injerencia del poder económico, mediante un sistema aleatorio que implicaba a un número altísimo de candidatos, haciendo imposible prever quién sería seleccionado.

En definitiva, el sorteo constituía un elemento de democratización esencial de la constitución de los atenienses que, en todo caso, se trataba —y esto no conviene olvidarlo— de un sistema mixto. Al hablar del sistema político ateniense, más bien habría que hablar de un modelo en el que la deriva aristocrática de las magistraturas electivas estaba corregida por el control que las cámaras sorteadas ejercían sobre el proceso político. Por este motivo, tomados por separado, el mundo antiguo y medieval entendió que la elección era un método esencialmente aristocrático, mientras que el sorteo constituía la esencia de la democracia. La pregunta que queda en el aire es por qué y cómo las revoluciones de los siglos XVIII y XIX dejaron de lado todo esto, produciendo una mutación conceptual que nos hizo olvidar el profundo vínculo histórico que une la idea de sorteo y democracia.  Trataré este asunto en la siguiente entrega.

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