Sororidades

El término sororidad, del latín soror (hermana) empieza a ser utilizado por colectivos feministas en Francia (sororité), Italia (sororitá) en la década de los setenta tanto para nombrar la alianza y las redes de apoyo entre mujeres como para darle una marca de género a la idea universal de “fraternidad”. Por la misma época, en Estados Unidos, surge en término sisterhood con el fin denominar las relaciones de solidaridad entre mujeres en contextos de opresión patriarcal. Durante años, el término fue utilizado en entornos específicos vinculados con grupos de activistas feministas o en publicaciones sobre el feminismo. Sin embargo, en los últimos años, a raíz de los movimientos globales de denuncia del acoso, el término comenzó a entrar en el espacio público y su uso se generalizó. En esta coyuntura, la sororidad fue entendida como una red de apoyo entre mujeres que se unen para denunciar la violencia cotidiana vivida tanto en el espacio público (la calle, el trabajo) como en el doméstico. Esta situación de urgencia ha implicado un necesario repliegue solidario así como una concordancia que ha permitido la toma de la palabra y un posicionamiento político.

Uno de los grandes logros del #MeToo (y otros movimientos de denuncia, como las manifestaciones en la ciudad de México del 12 y 15 de agosto) fue haber convertido demandas individuales, muchas veces expresadas en el ámbito privado, en un discurso público y colectivo. En ese sentido, se hizo visible la posibilidad política de la alianza entre mujeres, de la sororidad. Si bien este posicionamiento en el espacio público es fundamental, también es importante reflexionar sobre los peligros de caer en un discurso autocomplaciente o totalizador, incapaz de reconocer las diferentes formas que implica ser mujer en nuestras sociedades. El peligro que corremos es no ver que los sistemas de opresión, violencia o discriminación no son solamente un problema de dominio patriarcal sobre las mujeres, sino que intervienen otros factores vinculados con la clase social, la etnia, la preferencia sexual, la escolaridad, la edad, la religión, la nacionalidad, etc. Debemos al feminismo afroamericano (Angela Davis, bell hooks, Kimberlé Williams Crenshaw) el haber cuestionado, al interior de las corrientes feministas, la idea de que las mujeres somos un grupo homogéneo, que vivimos de manera única el mismo tipo de opresión ocasionado por el dominio masculino y patriarcal. Este cuestionamiento llevó a Crenshaw a proponer el término de interseccionalidad (intersectionality), para mostrar cómo existe una superposición de identidades y una multiplicidad de situaciones en donde unas mujeres (por cuestiones de clase, escolaridad, preferencia sexual, etc.) se encuentran en una posición de mayor vulnerabilidad que otras.

¿Cómo construir sororidades que sean capaces de entender y respetar estas diferencias?, ¿sororidades que no exijan una adhesión total a formas únicas de pensar, de exigir justicia, de ver el mundo o incluso, de definir qué significa ser mujer?, ¿cómo escapar de la lógica de “si no estás conmigo estás contra mí”?  Si queremos construir un movimiento amplio que sea capaz de poner las demandas de las mujeres en la agenda política, nuestro reto es doble: por un lado, es necesario tomar en cuenta las diferencias para no caer en la idea de que todas las mujeres estamos en la misma situación de vulnerabilidad con respecto a las estructuras de poder; pero, al mismo tiempo, no dejar que estas diferencias nos atomicen e impidan una alianza más amplia.

            En este sentido me parece de suma utilidad rescatar la perspectiva que la antropóloga y activista feminista Marcela Lagarde ha dado al término. Para Lagarde, la sororidad implica una alianza fundamentalmente política, un pacto entre mujeres que busca acordar, “de manera limitada y puntual” aquellas demandas que consideramos importantes. Se trata de encontrar las formas de ponerse de acuerdo, de proponer “objetivos claros y concisos”; así como mecanismos que nos permitan impulsar estos acuerdos, renovarlos o darles fin cuando se considere necesario. (Lagarde, “Pacto entre mujeres”). Reconocer la dimensión política de la sororidad nos permite, a la vez, salir del dilema de la negación de la diferencia y considerar que, dentro de estas diferencias, hay objetivos comunes que podemos alcanzar. Es innegable que en los últimos años se ha ido formando un movimiento importante y cada vez más amplio en torno a las demandas específicas de las mujeres. Es un buen momento para conducir este malestar generalizado, esta fuerza y buscar incidir en la agenda política poniendo en el centro los temas que nos interpelan y afectan: el combate y prevención de los distintos tipos de violencias que vivimos por el hecho de ser mujeres; la transformación de los espacios y las prácticas laborales (inequidad salarial, techo de cristal, demanda de mayor número de guarderías y lactarios, derechos para trabajadoras domésticas, entre otros) y, en general, la propuesta y puesta en práctica de políticas públicas que promuevan la equidad de género. Es un buen momento para llevar a cabo una transformación radical de nuestro mundo que aproveche los actos de resistencia y las respuestas a la coyuntura para construir algo más sólido y duradero. Es un buen momento para rescatar la dimensión política de la sororidad.

 

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