“Un Rimbaud maduro —“el otoño ya” —, un Rimbaud maduro a los diecinueve años se despide […] Y ante sus ojos se vislumbra un nuevo camino: “He intentado inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y ya veis! ¡Debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos! […] “Es preciso ser absolutamente moderno. Ni un solo cántico: mantener el paso ganado”

— Fragmento de Bartleby y compañía. Enrique Vila-Matas

El fin de la Segunda Guerra Mundial (1945) trajo grandes expectativas. Ello debido a un doble proceso: los Estados Unidos se afianzaron como la nueva potencia central del sistema económico mundial y, a la vez, se lanzaron en un “noble” esfuerzo por, en teoría, sacar al mundo subdesarrollado de su “atraso”. Se trata de un contexto de Guerra Fría y competencia con el comunismo soviético. De modo que el “noble” esfuerzo norteamericano tenía un trasfondo político. Sin embargo, pronto fue evidente que los mecanismos de explotación se ajustaron y quizá se perfeccionaron durante el periodo de la posguerra. Así, ya para los años sesenta y setenta, el descontento social rebasó los límites instituciones que la democracia liberal supone para canalizar los conflictos. Se trata, sin duda, del periodo de mayores protestas sociales de la historia reciente. No por nada fue justo en ese contexto que comenzaron a desarrollarse las llamadas teorías de la dependencia, un aporte particularmente latinoamericano para el análisis de la realidad social (de manera especial, de las dinámicas del capitalismo).

El pilar analítico de las teorías de la dependencia es sus posturas sobre el origen del subdesarrollo latinoamericano. Desde las perspectivas dependentistas, el subdesarrollo no se origina por un “atraso” en las “etapas” del desarrollo respecto a los países centrales del capitalismo. Por el contrario, para los teóricos de la dependencia, el subdesarrollo es una parte central y necesaria del desarrollo europeo y norteamericano pues son las relaciones desiguales y de dominación de las dinámicas económicas capitalistas las que generan el empobrecimiento de ciertas regiones (como Asia, África y América Latina) para el beneficio de otras (por ejemplo, países de la Europa Occidental y de América del Norte). Así, para las teorías de la dependencia el origen se encuentra en “la estructura y el desarrollo del capitalismo, [que] después de haber permeado y caracterizado, desde hace mucho, a la América Latina y a otros continentes, continúa generando, manteniendo y haciendo más profundo el subdesarrollo” (André Gunder Frank, 1987, Capitalismo y subdesarrollo en América Latina. México: Siglo Veintiuno Editores, p. 1).

Resulta útil comparar estas propuestas con otra perspectiva con la que compiten las teorías de la dependencia: los proyectos liberales modernizadores. El sustento ideológico de las teorías de la modernización es el liberalismo político y económico. Como es bien sabido, los liberales proponen el adelgazamiento del estado bajo el presupuesto de la “racionalidad” y la “autoregulación” de los mercados. Pero, por más neutrales y universales que pretendan presentarse, estos modelos están sustentados en perspectivas particulares para entender el mundo social. El liberalismo y el proyecto civilizatorio moderno son de origen europeo y, por ejemplo, con regularidad los países hoy desarrollados no aplicaron las medidas de libre mercado y economía abierta que ahora exigen a los subdesarrollados durante sus propios procesos de industrialización (Han-Joon Chang, 2011, Retirar la escalera. Desarrollo estratégico en una perspectiva histórica. Madrid: Instituto Universitario de Desarrollo y Cooperación y Universidad Complutense de Madrid).

Las diferencias entre los teóricos de la modernización y los de la dependencia se antojan fundamentales si pensamos que el debate sigue vigente. Aún hoy en día América Latina se debate entre gobiernos de economía abierta y enfocada al exterior (al estilo Macri en Argentina), proyectos nacionalistas que impulsan la industrialización interna (como el gobierno de López Obrador en México) o movimientos políticos más radicales y más abiertamente antisistémicos como el neozapatismo.

Por otra parte, las teorías de la dependencia también han sido susceptibles de algunas críticas que habría que analizar para darle mayor sustento a la propuesta. Me detendré en una planteada por Gilbert Rist y que, desde mi perspectiva, es especialmente interesante. En sus propias palabras, “si la periferia es incapaz de asegurar su bienestar material, esto se produce [según las perspectivas dependentistas] detrás de circunstancias históricas ligadas a la colonización y a los efectos de la dominación del capitalismo central. Pero, a partir de este análisis, se admite simplemente que el “desarrollo” de la periferia ha sido “bloqueado” e, implícitamente, que habría debido (o debería) seguir su curso “natural” si no se le hubiese obstaculizado” (Gilbert Rist, 2002, El Desarrollo: historia de una creencia occidental. Madrid: Catarata, p. 140, cursivas en el original). Al igual que Rist, comparto la visión de que los teóricos de la dependencia son aún tributarios del proyecto civilizatorio moderno y denuncian que las economías centrales del capitalismo niegan su acceso a amplias capas de la población. Pero, ¿cómo sería nuestra realidad si todo el mundo tuviera los hábitos de consumo que hay en los países “desarrollados”? ¿Si todos consumiéramos las cantidades de energía que ellos consumen? O, incluso, imaginemos que los contextos rurales tuvieran los niveles de producción de basura que existe en las ciudades, los espacios idealizados de la modernidad capitalista. Seguramente el nivel de caos e impacto ambiental sería mayor.

Pero, con todo y las certeras críticas, a mi parecer, las teorías de la dependencia tienen un punto central que sigue siendo válido: sus propuestas no tienen sólo efectos analíticos; por el contrario, su aporte central es que, al cambiar la mirada respecto al origen del subdesarrollo latinoamericano, cambia también el diagnóstico para una posible solución: si el subdesarrollo se genera por las relaciones ventajosas que las economías centrales imponen a las periféricas, entonces lo que hay que cambiar es esas mismas relaciones. Por ejemplo, Theotonio Dos Santos señala que “la situación de dependencia a la que están sometidos los países de América Latina no puede ser superada sin un cambio cualitativo en sus estructuras internas y sus relaciones externas” (Theotonio Dos Santos, 1971, “La estructura de la dependencia”, en Paul M. Sweezy et. al. Economía política del imperialismo, Buenos Aires: Ediciones Periferia, p. 41). Por su parte, André Gunder Frank no dudó en afirmar que “para el pueblo latinoamericano la única salida del subdesarrollo es, se entiende, la revolución armada y la construcción del socialismo” (André Gunder Frank, 1987, Capitalismo y subdesarrollo en América Latina. México: Siglo Veintiuno Editores, p. 304).

Creo que, si nos proponemos crear sociedades más justas, el cambio radical de las estructuras políticas dominantes se vuelve ineludible (como bien señalaron las teorías de la dependencia). Por ello me inclino —como Rist— por “inventar, en los intersticios de las imposiciones de la historia, otras formas de problematizar el presente” (Ibid, p. 142). Sé que el camino aún se muestra difuso, pero ya tenemos ciertas guías sembradas. Por ejemplo, si sabemos que el sistema moderno capitalista se basa en ciertos valores sociales hegemónicos (como el individualismo competitivo) podemos esforzarnos porque en nuestras relaciones cotidianas otros valores (de preferencia los opuestos a los dominantes) sean más decisivos. Si queremos otro sistema para relacionarlos de forma distinta, empecemos a hacerlo de otro modo en la medida de nuestras posibilidades.

Desde luego, ello no equivale a desvalorar las acciones combativas cuando están bien enfocadas; no hay que olvidar que en nuestras circunstancias históricas hay grupos que se benefician del actual estado de organización social, y sería ingenuo pensar que únicamente siendo más colectivos y fraternales entre nosotros, las clases dominantes perderían su poder y sus mecanismos de explotación.

Las relaciones cotidianas basadas en valores distintos a los dominantes me parecen un buen camino, en conjunto con otros, hacia el objetivo de cambiar la realidad circundante para no caer en un pesimismo estilo Rimbaud citado como epígrafe al principio del texto: Es preciso ser absolutamente moderno. Ni un solo cántico: mantener el paso ganado”;yo diría que no, no seamos resignados modernos. Y mantengamos viva la poesía.