Revueltas populares y construcción de comunidad contra el capital: Ecuador, Haití y Chile

Las últimas semanas han dado un vuelco importantísimo las coordenadas políticas de algunos países latinoamericanos. Las protestas sociales que estallaron en Ecuador, Haití y Chile no sólo han teñido todos los titulares y han volcado el interés y la preocupación del sector más progresista del mundo de las redes sociales, sino que también han reactivado la discusión sobre la compleja composición de los campos de fuerza que se disputan el rumbo a seguir en la región. Si bien reducir a una síntesis el análisis de estos acontecimientos es una generalidad que, como todas, traiciona la riqueza y complejidad de los registros específicos de cada caso, es urgente reconocer los elementos comunes a los estallidos sociales en estas naciones y la violenta respuesta de sus gobiernos. Esto para alimentar una mirada de más largo plazo sobre las posibilidades que se abren y cierran para el futuro inmediato, pues en ellas resultan sintomáticos los efectos más violentos del capitalismo contemporáneo.

Uno de esos elementos compartidos en las revueltas de estas tres naciones es que se trata de respuestas populares a una tendencia que se esfuerza por continuar la lógica geopolítica neoliberal. En el Ecuador, el llamado “paquetazo” trataba de una serie de medidas que implicaban la eliminación del subsidio al combustible, reformas de orden laboral (baja de salarios, reducción de las vacaciones) y un claro favorecimiento al sector empresarial, como  indica Mateo Martínez Abarca. Pero, lo más importante, es que era el resultado del acuerdo que el gobierno de Lenin Moreno había establecido con Fondo Monetario Internacional (FMI) para obtener créditos con el fin de reducir el déficit fiscal. Según el propio mandatario se trataba de medidas de un necesario plan de austeridad, en un claro contrasentido a la política que, durante el gobierno de Rafael Correa, implicó un alza del gasto público.

Haití, al que más bien se  debería pensar en el complejo geopolítico del Caribe, se encuentra en medio de una crisis política que desde febrero de este año ha sacado a las calles a su población para exigir la renuncia por corrupción de su presidente Jovenel Moïse, después de que se hiciera pública la denuncia del uso indebido del gobierno de más de 300 millones de dólares de los préstamos de Petrocaribe —que es la alianza petrolera de Venezuela con algunos países caribeños—; préstamo que tenía como fin activar la economía haitiana después del terremoto de 2010. Como efecto del corte de actividades económicas, ha habido despidos masivos y cierre de las escuelas y otras actividades. Esto se ha constituido en una crisis social, cuya causa primordial es la profunda pauperización de las mayorías, que ahora se manifiestan en eclosiones violentas y espontáneas que van en aumento.

La represión del gobierno de Sebastián Piñera en Chile —quien declaró estar en guerra contra un enemigo poderoso— ha mostrado cómo la respuesta estatal de muchos gobiernos, ante su incapacidad de producir consensos en torno a sus lineamientos políticos que los doten de legitimidad, sigue recurriendo a la forma más básica del ejercicio del poder: la violencia directa del Estado político y sus fuerzas represivas. El alza del transporte que detonó las movilizaciones tenía un claro sesgo de clase, pues implicaba que los más pobres deberían viajar más temprano o más tarde para no afectar sus ingresos. Poco antes, se había anunciado el aumento de la luz, pero el arraigado descontento se expresó en el reclamo sobre las bajas pensiones y la mala calidad del sistema de salud público. A pesar de que al cuarto día de las movilizaciones, Piñera anunciara una inversión en 1200 millones de dólares en medidas sociales, aplicada a un ingreso mínimo garantizado y a un importante subsidio a las pensiones, la fuerza de la represión parece mostrar el temor a la profundización de las movilizaciones y la posibilidad de que éstas transiten a formas organizadas con demandas específicas.

En estos tres casos, las formas de la respuesta popular han sido de algún modo inesperadas. La enorme movilización de los pueblos indígenas en Ecuador, mayoritariamente agrupados en torno a la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE,) muestra la efectividad de las organizaciones políticas en los momentos de crisis social, que en la historia de esa nación, debido a su composición interna, está absolutamente articulada por la fuerza indígena. Sin embargo, la reacción de los sectores acomodados, mayoritariamente blancos, mostró también el profundo racismo que se hermana con la defensa de los privilegios económicos. En Chile, en una operación semejante, los medios masivos de comunicación trataron de reducir las movilizaciones a meros actos vandálicos, contra el sentido común de quienes con sólo asomarse a la ventana han visto, aterrorizados, el regreso de prácticas semejantes a las de la dictadura militar. A pesar de ello, los chilenos desafiaron el toque de queda y han llenado las calles, ante la mirada absorta de sus gobernantes. En tanto que, en Haití, el silencio mediático ante el caótico descontento es muestra fehaciente del abandono al que se condena a pueblos enteros dada su irrelevancia económica para los fines del gran capital.

Lo común a estas movilizaciones no sólo es que sean la más clara manifestación del hartazgo de una historia de políticas públicas que han profundizado las desigualdades y han llevado al límite la explotación del trabajo y de los recursos sociales, pues, además de eso, son la clara muestra de que la lucha contra el capitalismo siempre se construye en las instancias concretas en las que éste nos afecta: se lucha contra el “paquetazo”, contra la corrupción, contra el alza del transporte. Es a partir de estas experiencias que atraviesan nuestras subjetividades como se puede evidenciar aquello que las emparenta en un plano abstracto, y que no es de orden exclusivamente político, aunque éste sirva para su concreción: la dinámica del valor. Es la forma de acumulación de capital contemporánea la que condena a Haití al abandono; la que no perdona la factura de la inversión del gobierno de Correa en gasto público en Ecuador; y la que, en Chile, aparentemente en calma hasta ahora, defiende a toda costa, incluso con la muerte o con una medida económica paliativa, la preservación de los privilegios y la desigualdad. En todos estos casos, es a los sectores populares, y no a un ideal abstracto e indiferenciado del pueblo, a los que se les pretende hacer pagar los costos de la profunda crisis económica mundial. No es casual, como afirmó Marx, que en los periodos de crisis los ricos se hagan más ricos.

Las insurrecciones populares enseñan mucho en cada caso, pero tienen el rasgo de la ambigüedad que acompaña a la modernidad.  Son momentos de gran adversidad en los que se producen formas de reconocimiento ajenas a la cotidianidad de la articulación social; así producen comunidad y dan espacio a la emergencia de lo político, pero, contradictoriamente, por sí solas no construyen un orden diferente y a veces caducan con velocidad. Son peldaños sin destino prefabricado, islotes de resistencia que no necesariamente tienen el largo aliento que las haga trascender hacia otro punto, pero son imprescindibles para mirar lo que hay de común en nuestras luchas y sus posibilidades futuras.

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