Restauración, de Ave Barrera, o la llave de la escritura

«Probó con un vestido de flores, pero era demasiado sencillo, los invitados eran gente culta, sofisticada, no quería parecer una mujer pueblerina, una simple ama de casa» (97). Que uno de los invitados sea «Chava» (Salvador Elizondo) permite leer estas líneas como si fueran una descripción de la lectora que se acerca a Farabeuf procurando, al menos, aparentar que tiene la capacidad de leer ese libro y no la van a intimidar palabras como Bataille o noveau roman. Su escrutinio frente al espejo revela su inseguridad y anuncia que no puede permitirse un juicio negativo; no hay manera de decir que el libro le parece soberanamente aburrido. O cruel. Maravillosos años sesenta, cuando el establishment intelectual creía que machismo era una palabra más bien compasiva que Octavio Paz utilizaba para lanzar una mirada distante y dolida sobre México. Ellos habitaban otra dimensión: “somos gente de mundo, de criterio abierto, estamos mucho más allá de las mojigaterías que te enseñaron de niña” (198) como dice el protagonista masculino, Eligio. El arte y la literatura experimentales (o “snobs”, para recordar una palabra favorita de Chava) funcionaban como alambradas que no sólo excluían a personas como esa ama de casa, sino que las convencían de su inferioridad y recalcaban que sus (improbables) objeciones, quejas o críticas caerían a un vacío burlón.

Por eso, Restauración comprueba que los 55 años transcurridos desde la publicación de Farabeuf no han bastado para eliminar ni la desigualdad de género ni muchos de sus mecanismos. Tanto Gertrudis, la esposa maltratada en esa época, como la narradora y protagonista contemporánea, habitan un espacio incómodo y minúsculo: es 2019, pero sería un despropósito pedirle a un hombre que sacrifique unas cuantas horas para acompañar a la mujer que ha decidido abortar.

Restauración es la historia de esas miradas femeninas sobre la famosa fotografía del Leng-tch’é, el recorrido entre la sonrisa forzada de quien procura ser aceptada en esa reunión de gente distinguida a pesar de su conciencia de que ese cuerpo desmembrado es “yo” (el lugar femenino en el ritual de la tortura), y la satisfacción, desplegada en cada página, de estar articulando la réplica, la lectura crítica, la fuerza para abandonar la ruina que nada convertirá en lugar propicio para vivir.

La novela traza el paralelo entre sus dos protagonistas: la restauradora que va encontrando objetos rotos, vestidos antiguos, habitaciones deterioradas, y a través de ellos procura descifrar lo sucedido, y la mujer atrapada en un matrimonio humillante, cuya atrocidad no se revela por completo hasta las últimas páginas. El juego que alterna las dos voces y las dos historias muestra que ambas son versiones del mismo desastre: desde ese ángulo, el leng-tch’é es una metáfora de la progresiva destrucción de las mujeres atrapadas en esa casa, esa familia, esa clase social, esas instituciones y convenciones literarias. No por nada, a la cena que intimida a Gertrudis corresponde, en el presente, una reunión de becarios del FONCA.  

La presencia de Oralia, quien ha trabajado durante décadas para la familia y es testigo del progresivo deterioro de la casa, trae a la novela ecos de Rulfo, pero también señala otras voces, otros ojos, otras exclusiones, actores amordazados que podrían narrar sus versiones. Pero Restauración es ante todo la historia del desencuentro entre Zuri, el joven artista seguro de que el ruinoso edificio de la misoginia puede quedar bien remozado con los pequeños gastos indispensables, y la narradora que pondera dos decisiones: quiere interrumpir su embarazo, Zuri es un personaje secundario. Es su historia y ella la cuenta.

Desde las primeras páginas aparece entre el desorden un emblema de su situación: la mujer de Barba Azul, obsesionada con la llave de la habitación prohibida, definida como “ama de casa” encargada de mantenerla, pero obligada a reconocer, ante todo, que la casa no es suya: su misión es la obediencia, la vista gorda, el silencio. Ya desde 21000 princesas y ahora, como traductora de Fábulas feministas de Suniti Namjoshi (dos proyectos elaborados en colaboración con Lola Horner), Ave Barrera había ejercido el oficio de reescribir los cuentos de hadas desde una mirada capaz de restituir su horror a esas antiguas historias de violencia, pero también la inteligencia y el poder de sus personajes femeninos. Ahora, la narradora de Restauración vuelve sobre los pasos de aquella mujer encerrada y le da la llave. Para abrir las puertas y los libros canónicos con la sensación de euforia de quien es dueña de la libertad y la alegría de crear.  

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