De manera un tanto simplificada, los populismos autoritarios-reaccionarios europeos se caracterizan por una simultaneidad aparentemente contradictoria de los siguientes rasgos: a) un discurso profundamente “democrático”, en el sentido estricto del “gobierno por el pueblo”; b) un discurso profundamente iliberal y antipluralista; y —sobre todo ahí donde gobiernan— c) una praxis autoritaria que reactualiza el neoliberalismo en tanto modo de acumulación y en tanto modo de gobernar que instrumentaliza cada vez más abiertamente los aparatos estatales para desregular y avanzar en la mercantilización del trabajo, de la reproducción social, y de la naturaleza, al mismo tiempo que cancela las facetas “progresistas” (cf. Nancy Fraser) que la última fase neoliberal tuvo sobre todo en el Norte Global. Lo que por ahora parece ser el gran arco que articula esos populismos son el racismo y el etnonacionalismo compartidos.
En este texto quiero reflexionar sobre algunos aspectos que me parecen fundamentales para comprender el fenómeno del populismo en Europa, enfocándome en el caso de Alemania, y más específicamente, en el partido populista reaccionario “Alternativa para Alemania” (AfD, por sus siglas en alemán). Es importante señalar que la derecha populista no es más que una de las vertientes —o quizás mejor, una de las expresiones— de la ultraderecha. Es una constelación particular que articula discursos, actores y fuerzas del campo de esa derecha, y como tal ha jugado un papel fundamental para el potenciamiento de la ultraderecha in toto.
Lo que me interesa aquí no es, por lo tanto, la “Alternativa para Alemania” en sí, sino cómo funciona como articulador y potenciador de diferentes actores y discursos, miedos y deseos. Desde luego que el AfD no lidera el proceso de derechización en Alemania. Hay, por el contrario, un vasto cuerpo sonoro de las ideologías de derecha, y si bien el partido es una pieza fundamental en ello, el sonido que hace vibrar ese cuerpo proviene de una parte importante del establishment político, los medios de comunicación, redes locales de actores de extrema derecha y, de manera fundamental, diferentes aparatos del Estado (en primer lugar, los aparatos de seguridad). En esta relación, no es que “los populistas” hayan recolectado y ensamblado las piezas discursivas sueltas, sino que su discurso y su praxis se constituyen, de manera procesual, en el campo de fuerzas conformado entre actores fuera y dentro del Estado, dando forma a lo que podemos entender como el “campo de acción”[1] de la nueva derecha.
Esto implica también que por derechización no debemos entender la extensión y generalización de una ideología “de derechas” (formulada desde las arcas del partido), sino antes bien un proceso de conexión y articulación de impulsos, sentimientos, deseos y miedos preideológicos y muchas veces contradictorios al interior de un proyecto político. El AfD ilustra el papel fundamental que en ese proceso juegan los actores y redes de la ultraderecha organizada, ya que su paso de un pequeño partido de profesores neoliberales radicalosos al tercer o cuarto partido más votado a nivel federal (obtuvo 12,6% de los votos en las elecciones federales de 2017), y más votado o segundo más votado en varios de los estados federales del este de Alemania (obtuvo más del 27% de los votos en las elecciones de Sajonia en 2019, por ejemplo), se debe a una articulación sistemática de una amplia gama de iniciativas, movimientos, actores y discursos de la derecha radical y neofascistas.
¿Quién ensambla el discurso populista reaccionario? El AfD como “partido-movimiento”
El partido nació en la fase posterior a la crisis del 2008/9, como plataforma de un grupo representante de medianas empresas que sintieron que sus intereses ya no eran representados en el partido cristianodemócrata (CDU). La ruptura se dio sobre todo alrededor de la problemática de los créditos a Grecia: mientras que el CDU decidió apostar por el mecanismo europeo de estabilidad y mantener abierta la línea de créditos, el grupo de empresarios, liderados por el anterior secretario de la poderosa Asociación de la Industria Alemana, asumió una posición neoliberal radical, abogando por la salida de Grecia de la Unión Europea (UE). Ese grupo inicial se unió, poco después, con un grupo de economistas que defendían un neoliberalismo extremo y abogaban, en parte, por cancelar el euro y volver a una moneda nacional alemana. A eso se sumaron sectores frustrados por el creciente liberalismo dentro del partido cristianodemócrata.
En ese momento, la posición dominante en el AfD, fundado en 2013, puede describirse como neoliberal-conservadora. Pero en septiembre de 2015, esa posición ya no era mayoritaria, y con la primera escisión y la salida de una parte del ala neoliberal, las simpatías de los medianos empresarios respecto al partido disminuyeron considerablemente (Kemper, 2018, p. 24). No obstante, esa escisión no implicó la salida de toda la corriente neoliberal del partido: Alice Weidel, una de las caras más visibles del partido y co-coordinadora de la bancada, representa una orientación neoliberal a ultranza que sigue teniendo una fuerte influencia en el programa del AfD.
Sin embargo, su poder dentro del partido ha disminuido considerablemente frente a otras corrientes. Por un lado, la cristiana-fundamentalista o antisecular, que forma parte del espectro ultraconservador del partido, alimenta discursos “anti-genderistas”, anti-feministas y homofóbicos y la “defensa de la familia tradicional” y promueve fuertes lazos hacia agrupaciones ultracatólicas. Por el otro, está la vertiente “nacionalista-popular” (“popular” en el sentido alemán del término “völkisch”, pensando el “pueblo” como unidad sanguínea), que es conocida como el “Flügel” (“ala”). El Flügel, que desde marzo de este año es observado por los servicios de inteligencia de Alemania y clasificado como de extrema derecha, comparte las posiciones antifeministas y familiaristas de los ultraconservadores, a lo que se agrega en términos ideológicos el racismo —muchas veces expresado en su versión “etnopluralista”— y tendencias abiertamente fascistas.
En los años pasados, el Flügel se ha convertido sin lugar a dudas en la fuerza más importante dentro del AfD, llevando el partido a un posicionamiento cada vez más radical. La figura central de esa corriente, el neofascista Björn Höcke, es jefe de la bancada del partido en el estado de Turinga, donde el partido alcanzó más de 23% de los votos en las elecciones estatales a finales del 2019. A contrario de los neoliberales y ultraconservadores dentro del partido, el ala nacionalista-popular nace claramente de estructuras y discursos de la extrema derecha organizada, con la cual mantiene vínculos estrechos. Viceversa, las estructuras del partido juegan un papel fundamental en la articulación de esos grupos e iniciativas —desde redes neonazis, think tanks de la extrema derecha, ONG, publicaciones, etc.—.
Entre las diferentes corrientes del partido hay un tenso equilibrio: mientras que las corrientes más “centristas” pretenden acceder rápidamente a puestos del Estado, el ala nacionalista-popular busca el “triunfo total” y entiende el AfD como un “partido de movimiento (social) de oposición fundamental”, en palabras de Höcke. El crecimiento de esta vertiente ha anclado posiciones cada vez más extremas al interior del partido y en el discurso público en general, pretendiendo un “cambio total” (Höcke) del Estado alemán, mientras que el personal más visible del AfD a nivel nacional sigue empeñado en presentarlo como un partido que busca “reformar” el país y la Unión Europea. En los meses pasados, esa coexistencia simultánea de discursos y estrategias muchas veces contradictorios en un solo “partido-movimiento” parece estar llevando al partido al borde del colapso. Debido a la creciente presión que el Estado y sus servicios de inteligencia ejercen sobre el partido, se ha desencadenado una lucha por el poder entre una parte del liderazgo central ultraconservador, que quiere minimizar la influencia neofascista y así mantener el partido como opción votable para la burguesía conservadora, y los integrantes del “Flügel”, que han accedido a posiciones cada vez más superiores. Es difícil predecir cuál será el desenlace de esta confrontación. Lo cierto es que fue justamente la incorporación, articulación y propagación de posiciones racistas, antifeministas, homofóbicos e iliberales y la integración de las redes de la extrema derecha organizada lo que permitió que el partido se transformase de una secta de neoliberales extremistas a un “partido-movimiento” con apoyo considerable en una parte de la población.
El populismo reaccionario como terapia de rehabilitación
Lo que en los términos más básicos articula las diferentes corrientes del partido y —lo que articula también los populismos reaccionarios europeos entre sí— son las ideologías de desigualdad, es decir, la naturalización de la división de la sociedad en Unos y Otros. A grandes rasgos, las corrientes del AfD arriba mencionados corresponden a ideologías de desigualdad de clase (neoliberal-conservador), de género (antisecular) y racista (nacionalista-popular) (Kemper, 2018), las cuales en los hechos confluyen y se solapan permanentemente. No obstante, la diferenciación de esas categorías me parece importante para comprender por qué el racismo parece tener la capacidad de canalizar una serie de frustraciones, de servir como válvula de escape en el ámbito político, y de constituir el elemento articulador y movilizador más fuerte de la derecha populista en Alemania y Europa. O, en otras palabras, para responder a la pregunta ¿cuáles son los factores que dotan al racismo de su significado social, político e histórico en este momento?
Generalmente, se afirma que quienes apoyan a los partidos populistas son las y los “perdedores de la globalización”, es decir, aquellos cuyo nivel de vida disminuyó con la globalización neoliberal. Habría, desde esa lectura, una relación muy directa entre factores económicos y la expresión política: el soporte del populismo serían las clases populares empobrecidas. Sin embargo, varios estudios muestran que eso no es el caso: el nivel de ingreso medio de los votantes de Trump, por ejemplo, es más alto que el promedio nacional. Y en Alemania, la tercera parte de los votantes del AfD pertenece al quinto más rico de la población. No son, desde luego, las “clases bajas” las que votan al partido (o no solamente ellas). Se trata, por el contrario, de diferentes estratos de la sociedad alemana que en términos estructurales comparten estar pasando por un proceso de des-clasificación. Por ahora, según ha mostrado Cornelia Koppetsch (2018), el apoyo para el partido se nutre principalmente de tres grupos socio-económicos: estratos conservadores de la clase alta, una parte de las clases medias y medias bajas con desventajas estructurales ante la transformación económica actual, y estratos autoritarios de las clases populares más precarios.
Lo que en términos estructurales une a esos grupos es que se encuentran en una “trayectoria de vuelo social hacia abajo”, como lo denominó Pierre Bourdieu. Esto no necesariamente implica una disminución real del estándar de vida del grupo o de los individuos que forman parte de él, ya que ese descenso —la des-clasificación— es dinámico y relacional: implica, pues, una pérdida de estatus, de poder y de capacidades adquisitivas en relación a otros grupos de la sociedad. Se trata, entonces, de una des-clasificación por “quedarse atrás” en una sociedad caracterizada por una dinámica cada vez más polarizada y menos “controlable” de “subidas” y “bajadas” en las posiciones sociales.
Ante ello, el populismo reaccionario constituye una especie de “terapia de rehabilitación simbólica” de estratos sociales des-clasificados. En esa terapia confluyen diversos elementos: primero, un fuerte discurso “anti-establishment” o “anti-élite”, que no sólo se refiere a la “casta política”, sino que identifica justamente a los sectores liberales, cosmopolitas, académicas, etc. como contrincante. Eso es coherente en la medida en que, con la transformación neoliberal, son precisamente esos sectores los que se convirtieron en hegemónicos dentro de las sociedades europeas. Las visiones liberales de la sociedad buscan, desde esa perspectiva, revertir esa situación y reempoderar a aquellos que perdieron un poder y un estatus que en algún momento realmente tenían.
Un segundo elemento importante es la resoberanización simbólica implícita en el discurso populista reaccionario. Se trata no solo de recuperar una ilusoria “soberanía del pueblo”, sino de una amplia reactualización de visiones tradicionales de la familia y de género, del restablecimiento de relaciones jerárquicas entre mayorías y minorías, y la re-valorización de la “masculinidad” patriarcal. Un último elemento importante es, por supuesto, los reflejos de “defensa” ante grupos históricamente marginados o subalternos, desde migrantes, pasando por la población musulmana, y hasta las “mujeres carreristas”, todos los cuales pueden constituir competidores reales en la competencia por trabajo, estatus, dinero y poder en la sociedad.
El racismo como arco articulador
En esa constelación, lo que cada uno de esos grupos “deposita” en el populismo reaccionario y los discursos de la desigualdad que éste promueve varía, y en cierta medida esas variaciones se reflejan en las corrientes que identificamos dentro del AfD. En los estratos de la clase alta tradicionalista predominan posiciones del “chauvinismo de bienestar” y de reactualización de los mecanismos de distinción de clase. Los discursos racistas, como también el fuerte discurso antigénero, producen una naturalización de las jerarquías sociales, es decir, una permanente legitimación de las diferencias de clase, que en última instancia son justificados por diferencias genéticas, porque “los alemanes son trabajadores por naturaleza”, etc.
Para los estratos medios des-clasificados, sin embargo, hay otras cosas en juego: el racismo y el discurso anti-establishment constituyen un medio para reclamar su antigua posición culturalmente dominante en la sociedad alemana de la posguerra. La defensa del “pueblo” y del “carácter nacional” frente a grupos marginados, mujeres excéntricas y la bourgeoisie bohème de los centros urbanos busca reafirmar su posición de representante hegemónico de la nación. Y, para las capas populares precarizadas, el racismo parece tener un carácter más claramente de “racismo de competencia”, es decir, se trata de la expresión de fuertes conflictos de distribución por los escasos beneficios estatales, por trabajo, por departamentos y posiciones sociales de poder (Koppetsch, 2018). A eso se suma lo que Didier Eribon, en su libro Regreso a Reims, ha planteado respecto al giro derechista de una parte importante del (ex)proletariado en Francia. Ante la creciente pérdida de la identificación (y el “orgullo”) de clase, incluyendo la desvalorización y ridiculización de sus modos de hablar y de vestirse, de sus conocimientos y habilidades, y la desaparición de cualquier instancia que los “representara” políticamente, Eribon ha sugerido que votar por los partidos populistas de derechas constituye un acto de “autodefensa política”, de “autoafirmación negativa” de aquellos que ya no se encuentran representados en ninguna parte. Es así como en los discursos antimigratorios confluyen “el estigma racista con el odio de clase” ( Balibar y Wallerstein, 1990, p. 249) contra quienes se encuentran más bajo en la jerarquía social: “En la media en que proyectan sus miedos y resentimientos, su desesperación y su obstinación sobre los extranjeros, no solo luchan contra su competencia, como se dice, sino que intentan de distanciarse de su propia explotación”.
Ante ello, la derecha populista promete un pacto transclasista entre asalariados y pequeños burgueses “en descenso social”, junto con pequeños y medianos empresarios que se encuentran crecientemente bajo presión económica, social y cultural. Estos estratos en descenso buscan, a toda costa, reactualizar un compromiso de clases del que durante un tiempo formaron parte y del cual fueron marginados con la transformación neoliberal de la sociedad y el ascenso de otros grupos sociales. Para ellos, el populismo reaccionario ofrece un momento de auto-empoderamiento restrictivo y relativo —una “rebelión conformista” (Henkelann et al., 2020)— que protesta, simbólicamente, contra “los poderosos”, cuando en realidad se dirige sólo hacia el personal político de esos poderosos, dejando las estructuras de la desigualdad y de su propia impotencia política intactas. Una “rebelión” que cancela toda posibilidad de solidaridad de clase y busca devaluar a aquellos grupos que identifica como más marginales, exigiendo para ello el apoyo del Estado y de sus operadores.
Notas
[1] Bringel y Domingues definen los campos de acción como “configuraciones sociopolíticas y culturales, que expresan órdenes societales en los cuales los actores interactúan entre ellos y otros campos” que incluyen movimientos, partidos y otros actores.
Referencias
Andreas Kemper, “Wie faschistisch ist die AfD?“, en: Friedrich Burschel (ed.), Durchmarsch von rechts. Völkischer Aufbruch: Rassismus, Rechtspopulismus, rechter Terror, Rosa-Luxemburg-Stiftung, 2018, pp. 24 ss.
Cornelia Koppetsch, “Rechtspopulismus als Klassenkampf? Soziale Deklassierung und politische Mobilisierung”, en WSI-Mitteilungen, vol. 71, núm. 5, 2018, pp. 382-391, 388 s.
Henkelann, Winter, Jäckel, Stahl, Wünsch, “Konformistische Rebellen. Zur Aktualität des autoritären Charakters”, Berlin, Verbrecher Verlag, 2020.