Frente a los retos del milenio en términos climáticos y socioecológicos, reimaginar la cuestión agraria desde una perspectiva de equidad social y justicia ambiental es hoy día una tarea impostergable. Dicha reimaginación requiere una definición clara de la problemática agraria contemporánea que trascienda el sentido común según el cual la única afrenta es la “(in)certidumbre jurídica” sobre la posesión de la tierra (asunto que hemos abordado en la primera entrega). Para ello, resulta preciso hacer una breve recapitulación de las principales exclusiones de origen y subsecuentes derivas de la Reforma Agraria mexicana, tarea que, por cuestiones de espacio, desarrollaremos haciendo implícitos los aportes analíticos de enfoques como la antropología del Estado, el postdesarrollo y las ecologías políticas.
Sin demeritar la envergadura de hito histórico, retrospectivamente podemos enunciar cinco aporías de la Reforma Agraria mexicana que explican sus limitaciones en términos de equidad social, lógica agro-productiva, y en tanto modelo de desarrollo rural y de gobernanza. En palabras de la antropóloga Marisol de la Cadena: debemos cuestionar las violencias que no eran consideradas como tales en el plano discursivo hegemónico, hasta que los agravios cotidianos a los subalternos despiertan movilizaciones y luchas sociales que los debates académicos visibilizan y convierten en nuevas e ineludibles demandas.
1. La lógica de crecimiento perpetuo, ya fuera como dotación o ampliación de ejidos. Este enfoque también permeó a las comunidades restituidas donde vecinos sin derechos agrarios solicitaron dotaciones ejidales para lograr acceso a la tierra. La expansión territorial bajo la forma de reparto de tierras fue una alternativa frente a dinámicas de inequidad interna, ya fuese por el crecimiento poblacional de los núcleos agrarios o por la exclusión sistemática de algunos de sus miembros, como las mujeres y los jóvenes. Los derechos a salvo y la promesa de la ampliación o dotación de nuevos ejidos permitió, en muchos casos, evadir confrontaciones internas intergeneracionales en torno al acceso democrático y equitativo de los recursos asociados a los ejidos y comunidades (tierras, aguas, bosques, entre otros).
2. El carácter marginal de la mayor parte de las tierras dotadas a los núcleos agrarios. De los 102 millones de hectáreas dotadas y restituidas durante el reparto agrario (1915-1992), solo 14% de éstas fueron cultivables, siendo el resto de agostadero, monte o desérticas. A partir de la década de los 1970, momento en que se realiza el mayor reparto agrario en México (37 millones de hectáreas de tierra repartida entre 1970 y 1981),[1] el gobierno federal dotó a la mayoría de los ejidos, ya no bajo el esquema de expropiación sino de colonización del trópico húmedo y los ambientes de montaña. La dotación agraria supuso entonces la expansión de la frontera agrícola y ganadera sobre amplias extensiones forestales y selváticas, consideradas como “tierras ociosas” que fueron deforestadas bajo un programa nacional de “desmontes” a fin de introducir el modelo productivo y comercial de la Revolución Verde (RV), mismo que conllevaría a graves afectaciones ambientales como la erosión de suelos, el uso creciente de agrotóxicos y la pérdida de agrodiversidad.
3. La dinámica patriarcal en la titularidad y control de la tierra, así como sobre el control de las agro-tecnologías y otros recursos públicos asociados, lo cual resultó en la exclusión de las mujeres campesinas, acentuó una diferenciación de género en la división del trabajo agropecuario y doméstico, y terminó por afianzar la dominación masculina asociada a una lógica productivista y desarrollista con miras a la agroindustria, y la producción de cultivos comerciales, en detrimento de la autosuficiencia alimentaria y de otras prácticas agro-productivas asociadas al cuidado familiar.
4. Residuos de dominación latifundistas que perpetuaron la discriminación en términos de las diferencias socio-culturales entre los pobladores rurales y afianzaron patrones de discriminación interétnicos e identitarios que permearon el proceso dotatorio o de restitución. Con ello se generó, en algunas regiones del país, una diferenciación social en el acceso a la tierra y la toma de decisiones al interior y exterior de los núcleos agrarios.
5. Finalmente, el corporativismo agrario como mecanismo de control Estado-campesinos y la formación de una base electoral, el llamado voto verde, de tintes autoritarios, que contribuyó ampliamente a perpetuar la extendida prevalencia unipartidista y afianzó los desequilibrios en las relaciones de poder de los ejidos y comunidades, a través de los cacicazgos, intermediarismos y faccionalismos internos.
Estos cinco aspectos de la Reforma generalmente poco considerados de manera integral han moldeado profundamente la estructura agraria, la lógica agro-productiva y los modelos de desarrollo rural que, hasta cierto punto, se perpetúan en la actualidad. Grosso modo se puede afirmar que el campo mexicano adquirió una configuración de tierras ejidales y comunales, en muchos casos sobre regiones que no tienen la mejor vocación para la producción agropecuaria, bajo el control de pocas personas, gobernadas por asambleas con predominancia de la participación y representación masculina que al paso del tiempo han envejecido y en muchos casos se han desprovisto de sus activos productivos o han hecho poco para garantizar mecanismos de herencia de sus tierras para los jóvenes y ampliar los derechos de titularidad hacia las mujeres. De igual manera, en la gran mayoría de los núcleos agrarios prevalece una lógica productiva híbrida que conjuga técnicas agrícolas tradicionales con la generalizada, aunque marginal, incorporación tecnológica de la RV impulsada por el modelo de extensionismo agrícola imperante, así como por la visión hegemónica de la modernización, como equivalente del desarrollo y el progreso del campo (actualmente el 80% de las pequeñas unidades de producción utilizan más de una tecnología de la RV).
Es así que reimaginar la cuestión agraria para el siglo XXI implica considerar mecanismos de re-distribución, reconocimiento y participación que den cabida a todas aquellas personas y sujetos excluidos del reparto agrario –mujeres, jóvenes y pueblos con identidades étnicas subyugadas–. Implica además avanzar nuevas formas de gobernanza desde los núcleos agrarios, que tengan como meta el desarrollo de esquemas productivos sostenibles y multifuncionales, así como modelos de vida rural que cuestionen el desarrollismo modernista, “deteriorante” y siempre inalcanzable.
Consideramos que el pensamiento crítico y la praxis de izquierda puede y debe jugar un papel central en la reivindicación de los lastres y condicionantes regresivas en términos de equidad intergeneracional, interétnica y de género, arriba descritos, así como de acompañamiento a los procesos que están construyendo y reimaginando otras realidades posibles para el agro nacional. Para lograr estas nuevas visiones es importante definir que por izquierda nos referimos, no a una cartografía política partidista, sino a un amplio y plural dominio ideológico, de pensamiento y acción que incluye a múltiples sujetos que tenemos como eje aglutinador la imaginación utópica y la búsqueda del emplazamiento efectivo de la justicia social y ambiental en la realidad agraria como basamento de la vida rural, así como por sus fuertes implicaciones para la reproducción de la vida urbana.
De tal manera, a continuación, esbozamos los siguientes ocho grandes frentes de actuación que consideramos medulares para re-imaginar y encaminar nuevos derroteros agrarios en el México del siglo XXI:
- La promoción de mecanismos efectivos para asegurar la equidad (más allá de las cuotas de género) de las mujeres en la titularidad, representación y usufructo de las tierras, así como el impulso a la toma de consciencia a nivel local sobre la importancia y necesidad de un enfoque de propiedad agraria verdaderamente justo e igualitario.
- La orientación de programas de relevo generacional que faciliten sistemas de herencia de los derechos agrarios capaces de impulsar el arraigo a los territorios y el desarrollo tanto de actividades agropecuarias como de nuevas economías entre las juventudes rurales.
- El impulso de una plataforma de modelos agropecuarios alternativos que logren resarcir la alta dependencia tecnológica de insumos agroindustriales y la degradación ambiental y alimentaria que ha dejado a su paso la RV. Entre estos modelos alternativos, además de la acentuación en las agroecologías históricas y campesinas y en la agricultura orgánica, habrían de impulsar la agroforestería comunitaria, la ganadería silvopastoril, las agriculturas ecológicas, sintrópicas y biodinámicas, así como la intensificación agrícola sustentable en algunos de los casos de medianas e incluso grandes extensiones agrícolas bajo manejo social y/o campesino.
- La articulación de esquemas equitativos para la comercialización de la producción agrícola que valoren y dignifiquen el trabajo y la vocación social campesina, y que se distancien del coyotaje voraz, el acaparamiento productivo, las cadenas largas y los precios excluyentes, a partir de la consolidación y multiplicación de experiencias de cooperativismo que activen circuitos cortos de intercambio de semillas y mercados agroecológicos y orgánicos, las compras públicas y anticipadas, los sistemas alimentarios localizados, entre muchos otros.
- El apoyo, a nivel de programas públicos específicos e informados desde la base social, de la multifuncionalidad y la pluriactividad laboral agropecuaria y de manera creciente no productiva (oficios, comercio local, turismo rural, migraciones pendulares, etc.) de las familias campesinas que, en la gran mayoría de las matrices socioculturales de las zonas agrarias, son la unidad básica de reproducción social. Hasta ahora las políticas implementadas para el campo en nuestro país han sido primordialmente de corte sectorial o individualizadas a nivel de productores.
- La revaloración de las tierras de ejidos y comunidades desde la política pública y los planes de desarrollo y ordenamiento urbano, ya no exclusivamente en términos productivos y agrícolas, y que visibilice sus diferentes usos y “servicios” socio-ecológicos. A este respecto, son de particular importancia las tierras de ejidos y comunidades colindantes a ciudades donde se practica agricultura periurbana, actividad fundamental que debe promoverse desde el enfoque de la soberanía alimentaria de las ciudades, o aquellas tierras con cubierta forestal o desérticas que son recursos territoriales de esparcimiento, conservación y patrimonio comunitario.
- El reconocimiento de los esquemas emergentes de autodeterminación territorial que propugnan y están articulando de manera creciente algunos pueblos originarios y campesinos, a partir de la recuperación y construcción de formas de gobierno, lógicas de defensa de la tierra y esquemas de manejo de los recursos naturales, ontonómicas (adquiridas culturalmente) y autonómicas (definidas políticamente) que buscan revertir la historia de las imposiciones heteronómicas externas. Entre dichas experiencias figuran los territorios indígenas autónomos, los pueblos mancomunados, los consejos comunitarios y comunales de gobierno, las zonas campesinas de reserva, así como las zonas interculturales de protección y acción territorial.
- El fortalecimiento de todas aquellas propuestas de vida alternativas al desarrollo, el progreso y la modernidad que igualmente están teniendo lugar desde las bases sociales y el acompañamiento de la militancia académica, como son el buen vivir de los pueblos, los planes comunitarios de vida, el decrecimiento y los cooperativismos regionales.
Como se podrá observar, en los frentes de actuación propuestos concebimos complementariedades entre los dominios de transformación estatales (regulatorios y presupuestarios), intersticiales (de autodeterminación relativa) y rupturales (de autonomía radical). Finalmente, nos gustaría cerrar precisando que el ánimo de esta segunda entrega es una invitación abierta a la reimaginación política y la acción social, a todas luces inacabada y distante de cualquier apología.
[1] INEGI. 1970. Estadística Histórica de México. Tomo 1 Aguascalientes. INEGI.