Aunque las protestas de este 6 de enero, en Washington D.C., dan cuenta de que las tensiones políticas y económicas, así como la conflictividad cultural por las que atraviesan las instituciones y la nación estadounidenses son agudas, los acontecimientos observados ese día son reveladores —más que de esas tensiones y disputas— de la imagen idealizada y romántica que en distintos imaginarios colectivos nacionales alrededor del mundo domina la manera en que se ve, se lee y se comprende a la hasta hace poco potencia hegemónica del capitalismo contemporáneo.
Y es que sí, en efecto, es verdad que las protestas convocadas por movimientos sociales y plataformas políticas afines al proyecto de nación propuesto por Donald J. Trump son indicativas de que la crisis por la que atraviesa el Estado alcanzó un nuevo punto de radicalización. Sin embargo, también es verdad que la manera en que los acontecimientos fueron abordados por la comunidad internacional es ilustrativa de una cierta alienación ideológica compartida, en la que las posibilidades de que en ese Estado exista algún tipo de inestabilidad o insuficiencia institucional son simplemente nulas, como si en verdad la cultura política estadounidense fuese producto de alguna suerte de excepcionalidad en la que la conflictividad social no tiene cabida.
Partir de tal supuesto, en este sentido, obvia dos principios analíticos que son fundamentales para comprender lo que sucede en el contexto vigente en el país. Primero, pasa por alto el reconocimiento de que los niveles de conflictividad observados en el presente hunden sus raíces más profundas en un proceso de larga duración de desgaste de las capacidades de crear consensos de la ideología, las instituciones y los mecanismos políticos liberales tradicionales. Y, en segunda instancia, omite el necesario ejercicio de autocrítica por el cual deben atravesar las y los observadores externos a la situación, en el que se ponga de manifiesto el claro cuestionamiento sobre por qué al resto del mundo le parece inconcebible que esa nación, sus instituciones y su Estado pasen por fenómenos comunes a toda forma de organización colectiva en el mundo.
Así pues, dejando por el momento el análisis de la primera situación para otra ocasión, respecto del segundo fenómeno, lo que resulta en verdad fundamental comprender es que en esa incapacidad de pensar a Estados Unidos como una forma más, entre tantas otras, de organización política colectiva, con un proceso de vida que por completo es falible y susceptible de degradarse y de agotarse, lo que se halla de fondo es una herencia colonial ideológica que termina por ceder, sin pena ni gloria, ante la concepción que históricamente ha promovido y difundido Occidente para justificar sus empresas coloniales alrededor del mundo: la inestabilidad política, el descontento civil, las resistencias y el desencanto colectivos son fenómenos propios de economías periféricas, estados tercermundistas y sociedades subdesarrolladas.
Tan sólo piénsese, para ejemplificar lo dicho, en las declaraciones expresadas por el expresidente republicano de Estados Unidos entre los años 2000 y 2008, George W. Bush: «This is how election results are disputed in a banana republic — not our democratic republic». Y es que, en efecto, más que ser una declaración aislada, la del exmandatario es en realidad la síntesis de la concepción que, por lo menos a lo largo y ancho de Occidente, domina toda intelección sobre la política alrededor del mundo. Es eso, en parte, lo que explica que de inmediato en el debate público internacional cobrase peso la idea de que lo que sigue en el drama estadounidense es una reedición de la Guerra Civil que se experimentó en el país a mediados del siglo XIX.
Al respecto, algo que sin duda resulta increíble de tales lecturas es el enorme desconocimiento que impera en la colectividad sobre las causas, el fundamento y el desarrollo histórico propios de la Guerra Civil. De hecho, a tal grado llega la deshistorización de aquel fenómeno que, sin ir tan lejos, pasa por alto el reconocimiento de que las contradicciones de clase y los conflictos raciales en ese momento atravesaban la incapacidad entonces vigente de la sociedad que habitaba ese territorio de constituirse como un proyecto nacional. En el presente, sin embargo, y por oposición a la situación que dominó el curso de la Guerra Civil, lo que se halla de fondo no es la imposibilidad de forzar la constitución de un nuevo cuerpo político y una identidad nacional inédita, sino, antes bien, la inestabilidad que causa la degradación de esa identidad fundada en el siglo XIX, por un lado, y, por el otro, el esfuerzo permanente, insistente, por reconstruir el núcleo originario de esa cultura y de esa identidad colectiva (hay una clara perversión de tipo biologicista en esa concepción, pero eso es tema de otra discusión).
¿Por qué, sin embargo, resulta tan complicado percibir las distancias históricas que separan a la Guerra Civil de las protestas sociales actuales? Una parte sustancial de la respuesta a esa problemática tiene que ver con los referentes simbólicos a los que apelan ciertos grupos supremacistas en su despliegue colectivo en el espacio público. Y es que, por ejemplo, las imágenes de manifestantes cargando banderas alusivas a la Confederación inundaron las redes para mostrar que lo que se encontraba en juego en esas demostraciones es la división del Estado y de la nación.
El problema acá es, no obstante, de doble naturaleza: en primera instancia, centrar toda la atención en visibilizar esos referentes simbólicos ignora los usos de la memoria que en el momento político actual se desdoblan para justificar plataformas y proyectos culturales de una enorme heterogeneidad, y que no necesariamente todos ellos buscan revivir o retornar a ese momento pasado en el esplendor de su integridad. En segundo lugar, se pierde de vista, asimismo, la heterogeneidad de actores involucrados en las protestas a favor del presidente y los contenidos ideológicos que estos han implicado en su discurso político.
Que ello sea así se debe, de cierto modo, a que la historia reciente del país aún conserva con mucha vividez el recuerdo del supremacismo blanco organizado como Ku Klux Klan (KKK). De ahí, por ejemplo, que los grupos de supremacistas hayan acaparado la atención mediática a nivel internacional. Sin embargo, si se observa más de cerca a las protestas (no únicamente a las del 6 de enero) y se presta más atención al panorama general de los últimos tres meses, las fuerzas movilizados y radicalizadas en favor de un segundo mandato de Trump también cuentan entre sus filas con amplios sectores de las comunidades negra y latina. Acá, de nueva cuenta, lo que sucede es que, producto de esa herencia colonial que vela la mirada sobre la nación estadounidense, las observadoras y los observadores externos borran de la historia de ese Estado las constantes disputas raciales que lo atraviesan como fenómenos de la misma índole que los ahora observados. ¿No está marcada, después de todo, la historia reciente de Estados Unidos (por lo menos desde los años cincuenta del siglo pasado, y hasta la fecha), por una permanente inestabilidad y conflictividad producto de las tensiones que se abren en el seno del racismo estructural que domina a la cultura política del país?
Seguro, las dimensiones, el despliegue objetivo alcanzado en el espacio público y las muestras de descontento realizadas por la comunidad negra y por las manifestaciones eminentemente supremacistas de este enero no son las mismas, y en ello se muestran algunas distancias cualitativas y cuantitativas que no es posible despreciar con tal de conseguir cierto grado de homologación o una analogía relativamente próxima sobre uno y otro fenómeno. Sin embargo, más allá de esas salvedades, lo que es preciso destacar de dicha comparación es que, para una parte nada despreciable de la comunidad internacional, la descomposición de las instituciones, de la política y la cultura estadounidenses únicamente se presentaron ante su mirada como una obviedad cuando fueron los sectores poblaciones blancos, anglosajones y protestantes los que ocuparon el espacio público y se hicieron visibles en masa. Pero, ¿por qué no hablar de descomposición, en los mismos términos, colocando en el centro de la discusión el reconocimiento de que a otros sectores (latinos, latinas y afrodescendencias, principalmente) siempre se les exigió integración, algo que nunca se ha dado de manera plena?
No alcanzar a aprehender esas sutilezas ideológicas que abrevan de registros coloniales muy antiguos es lo que ha llevado a que pronto se generalice la idea de que el colapso bélico está próximo en el destino inmediato de la nación estadounidense; porque se piensa y se concede que el tema de fondo de las protestas recientes y de la campaña emprendida por simpatizantes en favor de Trump es de tipo secesionista. El problema es que no lo es. Que el segregacionismo es un contenido discursivo presente, permanente, en los discursos de apoyo en favor del aún presidente eso es un hecho. Y que las agrupaciones supremacistas son minorías frente a la masa de bases sociales que en las últimas elecciones endorsaron la candidatura de Trump para un segundo mandato, también. Pero por debajo de esos dos rasgos, algo que también se mueve con sutileza en estas muestras de respaldo a Trump es la idea, bastante republicana, de restitución del núcleo original de la identidad nacional; una que, si bien en los hechos siempre ha sido tributaria de un segregacionismo profundo, también se ha valido del recurso o la apelación discursiva a la integración al American way of life como una posibilidad siempre abierta para otras identidades, como la latina y la afro.
De ahí surge, justo, la enorme plasticidad y capacidad que ha demostrado tener el proyecto de nación impulsado por Trump para atraer hacia sus filas a millones de votantes latinos/latinas y afrodescendientes, militando por sus causas y defendiendo sus banderas, por virulentas que sean sus expresiones discursivas en las que el mandatario subalterniza a esas comunidades y por sólido que sea el apoyo con el que cuenta el presidente entre grupos radicales y supremacistas blancos: al interior de esa narrativa y de ese movimiento/proyecto, han sido los núcleos más conservadores del voto latino y negro los que han empujado con insistencia su propia agenda de integración en la cultura estadounidense apelando a esa tradición del partido republicano (y también del demócrata) que dicta que, para lograrla, es preciso interiorizar como propias las leyes, los valores, los principios y las lógicas de funcionamiento institucional del Estado.
Comprender esto es fundamental para cobrar conciencia, entonces, de que la toma de posesión de Biden y Harris como presidente y vicepresidenta de la nación (con todo y control mayoritario de la Cámara de Representantes y del Senado) no serán condiciones suficientes para despotencializar las dinámicas colectivas que ya se han puesto en marcha. Creer que él y ella, en funciones, sumados a la predisposición de Donald Trump a calmar a sus grupos de apoyo son lo que se necesita para retornar la vida política nacional a un punto anterior al de la presidencia del aún jefe del ejecutivo en funciones es creer que esto no ha desbordado ya las capacidades que esos actores, en lo individual, tienen para contener las fuerzas que se concentran a ambos lados de la ecuación. Y es que sí, sin duda la virulencia discursiva desplegada por Trump en los últimos meses ha sido un factor determinante para catalizar ciertas expresiones colectivas de apoyo. Sin embargo, el que en principio Trump haya operado como caja de resonancia no quiere decir que una vez articuladas esas fuerzas ellas mismas quedan sometidas al arbitrio del pronto expresidente.
Cuatro años de mandato demócrata no serán suficientes para gobernar a las potencias colectivas desatadas en los últimos veinte (aunque con mayor radicalidad entre la segunda presidencia de Barack Obama y la aún vigente de Trump). Y en los meses y años por venir, quizá la comunidad internacional debería de acostumbrarse a percibir y captar las tensiones, las disputas y la conflictividad política, económica y cultural que también tienen lugar en el seno de la que ha sido, hasta la fecha, la potencia imperial más sanguinaria conocida por la humanidad, en lo que va de la modernidad capitalista. Y esto, no únicamente porque el rol hegemónico de Estados Unidos alrededor del mundo ha llegado a un punto de quiebre en el que la restitución de ese estatuto parece irreversible, sino, asimismo, porque los niveles de desigualdad material y de agotamiento de las condiciones de posibilidad de la estabilidad y la prosperidad colectivas alcanzadas por Estados Unidos a lo largo del siglo XX se hallan en niveles máximos históricos.
La radicalización en el empleo de tecnologías de la información, de aplicaciones de inteligencia artificial al control poblacional, de monitoreo y vigilancia inteligente, de minería y análisis de datos, de reconocimiento y recolección de información biomédica, de automatización de procesos productivos/consuntivos, etc., debe ser vista, precisamente, como el esfuerzo más reciente de los grandes capitales y las clases dominantes locales (pero también en otras latitudes del planeta) por conseguir mayores garantías, cualitativas y cuantitativas, de control, dominación y explotación sociales en este nuevo contexto. Es hacia allá, hacia la configuración de nuevas formas de dominación tecnológica y de resistencias sociales colectivas ante las mismas, hacia donde nos dirigimos como humanidad. Y, en el caso estadounidense, no hacia una reedición de su Guerra Civil, aunque eso no excluye del futuro inmediato estallidos sociales masificados como los observados en el resto de América o, sin ir más lejos, en Francia y Gran Bretaña, los otros dos pilares del sistema internacional post-Guerra Civil Europea(1914-1945) aún en pie.