¿Por qué hablar de micromachismos?

“Yo no soy un machín, siempre ayudo en casa…” y podríamos terminar la expresión con: “a mi mamá, mi novia, mi mujer o mi abuela”.  La familiaridad de la frase hace que pase casi desapercibida. Y sin embargo el trasfondo está ahí, en su banalidad y en todas las implicaciones que tiene con respecto de los estereotipos de género y de la manera en que el orden social proyecta su mirada sobre los papeles que hombres y mujeres tenemos con respecto el cuidado y las labores domésticas (por poner sólo un ejemplo).

Hace más de 30 años, el psicoterapeuta argentino Luis Bonino propuso llamar “micromachismos” a este tipo de conductas (y a las implicaciones que hay detrás de ellas). Bonino los define como “actitudes de dominación ‘suave’ de ‘bajísima intensidad’, formas y modos labrados y negados de abuso e imposición de la vida cotidiana […] hábiles artes de dominio, comportamientos sutiles o insidiosos, reiterativos y casi invisibles que los varones ejecutan permanentemente” (Bonino, “Micromachismos”). Algunas feministas y activistas prefieren llamarlo “machismo cotidiano” para quitarle la carga “micro” al término, pues puede llevar a pensar que se trata de actos “pequeños” e inofensivos”, como explica Catalina Ruiz-Navarro, creadora del hashtag #MiPrimerAcoso (“¿Qué es el micromachismo?…”, BBC), o como indica el título del libro de Claudia de la Garza y Eréndira Derbez No son micro. Machismos cotidianos, donde las autoras exponen más de 90 maneras a través de las cuáles se manifiestan estas conductas. Sin embargo, el prefijo micro no refiere solamente a la importancia o tamaño del acto machista que se está realizando, sino a la forma en cómo opera el poder masculino a través de éste. En eso, Bonino sigue la genealogía del concepto de micropoder acuñado por Michel Foucault. Se trata de pensar el poder no como algo que se ejerce de arriba a hacia abajo, y que se reduce al ámbito represivo y jurídico de las instituciones, sino a una forma más sutil de dominio de las personas y los cuerpos, que se despliega y está presente en todo el mundo social. Si lo pensamos así, el machismo cotidiano o micromachismo es producto de una relación compleja de fuerzas que se despliega constantemente en la cotidianidad y que funciona como una forma de control y dominio sobre la conducta y los cuerpos de hombres y mujeres al asignarles a cada uno roles precisos. Están tan naturalizados que muchas veces son imperceptibles o tienden a minimizarse. Esto no implica que no sean dañinos y que no afecten a las mujeres y disidencias (también a los varones), ya que es una forma constante y habitual de perpetuar la desigualdad y el dominio.  En ese sentido, son también una forma de violencia.

Los micromachismos pueden ser múltiples y variados. Están los que tienen que ver con las labores domésticas y de cuidados, que asignan a la mujer, el “rol natural” de cuidadora y por lo tanto asumen que son ellas quienes deben encargarse de las personas que puedan necesitar apoyo (hijas, hijos, padres, madres, personas enfermas). Es pensar que en casa el hombre arregla cosas, que la mujer limpia y cuida mientras que los varones “ayudan” a llevar a cabo estas tareas, o que una mujer se realiza en la maternidad o teniendo pareja. Muchos juguetes, desde la infancia, repiten estos patrones: las muñecas son para las niñas; los carritos y las herramientas para los niños. Están también aquellos que tienden a minimizar la opinión o el sentir de las mujeres, llamándolas histéricas, locas, señalando que una mujer no debe gritar ni decir groserías o en esta idea de que las mujeres son sensibles y los hombres racionales (lo que se traduce, por ejemplo, en que ellas pueden llorar pero no así ellos, porque es signo de debilidad y, por lo tanto, de “poca hombría”). Están aquellos que se dirigen directamente al cuerpo de las mujeres, que mandatan el seguimiento de ciertos patrones de belleza, o que se refieren a ciertos procesos naturales, la menstruación por ejemplo, como algo vergonzoso que se debe ocultar. Están aquellos dirigidos a controlar las acciones de las mujeres, a dónde pueden ir y con quién. Los piropos, los chistes machistas, los comentarios misóginos, pensar que el hombre es quien debe tener la iniciativa, infantilizar a las mujeres, asumir que hay cosas que sólo los hombres pueden/deben hacer (o al revés).

Los micromachismos son graves porque conforman el entramado que sustenta la desigualdad entre hombres, mujeres y disidencias. Son mecanismos a partir de los cuales el sistema patriarcal reproduce un orden, mantiene la dominación y disciplina a los cuerpos y sus conductas. Están tan arraigados que no tenemos empacho de verlos reproducirse en todos los ámbitos de nuestra vida: en el pink tag (estrategia de marketing que cambia el nombre, color y empaque de ciertos productos unisex para que sean comprados por mujeres a precios más elevados); en los patios de las escuelas donde los niños tienden a ocupar el centro del espacio con actividades más expansivas como los deportes en equipo y las niñas suelen sentarse en pequeños grupos en los márgenes ocupando un espacio más reducido y de menor centralidad; o en muchas de las mesas de familias mexicanas donde es la mujer quien se encarga de servir y lavar los trastes. Están en la pareja (o madre, o padre) que le dice a la mujer que con esa ropa no va a salir a ningún lado, o cuando se impide a alguien ejercer un oficio o estudiar una carrera porque no es “no es de hombres” o viceversa. Un estudio elaborado por el CIEG en 2012 muestra cómo en la UNAM, por ejemplo, la población estudiantil de la Escuela Nacional de Trabajo Social se conforma por un 77.5% de mujeres mientras que la Facultad de Ingeniería cuenta con una población femenina del 20.2% (no resulta extraño si pensamos que justo Trabajo Social se asocia en el imaginario con tareas de “cuidado”, vinculadas estereotípicamente con la “feminidad”, mientras que las ingenierías son áreas dominadas por hombres). Están también en ciertos ámbitos académicos o institucionales en donde se suele referir al colega varón como “doctor Pérez” y a la colega mujer como “Martita”.

Mucho se ha discutido sobre papel o el lugar que los hombres deben tener en el activismo feminista. Una de las cuestiones que el feminismo ha puesto sobre la mesa desde hace décadas es la importancia fundamental de preguntarse sobre lo que significa ser mujer y qué implicaciones tiene esto. El feminismo (al igual que todos los movimientos que piensan y luchan contra las desigualdades) muestra un camino para que los hombres piensen cómo se ha construido la idea de lo masculino, ese mandato, como lo llama Rita Laura Segato, que no admite otra forma de ser “hombre” que aquella que los pone en una posición de dominio: ser fuerte, proveedor, racional, duro, violento. Para este modelo de masculinidad (y para las personas que lo reproducen, que pueden ser varones o mujeres), todo aquel que no cumple con la norma es considerado “puto”, “vieja” o “mandilón”. Afortunadamente ya hay muchos varones que empiezan a interrogar los designios de esta masculinidad hegemónica que nos está afectando a todxs, pero más a las mujeres y a todas aquellas personas que no encajan con los roles asignados por este modelo. No podremos eliminar las múltiples violencias de género si no vamos a la raíz del problema, si no logramos romper con estos comportamientos perjudiciales que colonizan nuestra cotidianidad.

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