Políticas de aislamiento y clase trabajadora: sobre la situación en Argentina 

En Argentina, los casos positivos de COVID-19 eran menos de cien cuando el gobierno de Alberto Fernández decretó el Aislamiento Social Preventivo Obligatorio (la cuarentena general). La contundencia y el amplio alcance de la medida hicieron del país uno de los modelos de políticas públicas para enfrentar la pandemia del COVID-19. En efecto, existe amplio consenso sobre la eficacia que el ASPO tuvo para el control del contagio. Implementada en un contexto de creciente crisis social y recesión económica, con la renegociación de la deuda externa pendiendo como espada de Damocles sobre los rumbos futuros de la política económica y un contexto inflacionario que demolió el poder adquisitivo de los salarios durante dos años, la cuarentena general precipitó la dinámica de la crisis evidenciando el empobrecimiento y las condiciones de vulnerabilidad a las que se ven sometidos vastos conjuntos de la clase trabajadora. Las dimensiones en que estas condiciones se hacen evidentes son múltiples, así como las contradicciones que delatan.

Las aproximaciones más usuales a las clases trabajadoras suelen comenzar por constatar la situación del mercado de trabajo, que no es un dato menor. Es en la configuración del mismo que se expresan las condiciones que diferentes grupos de trabajadores y trabajadoras enfrentan para poder obtener los medios de subsistencia necesarios para su reproducción —que en este contexto se convierten, a su vez, en condiciones de prevención para la salud colectiva—. La cuarentena general tuvo impacto diferenciado en el mercado de trabajo según sectores y grados de precarización e informalidad: en primer lugar, un conjunto de actividades consideradas esenciales fueron exceptuadas el cumplimiento del aislamiento, con lo que el desafío para los y las trabajadores de esos sectores se establece en el terreno de las condiciones y situaciones de trabajo. En estos sectores, en cuya composición predominan los asalariados —salvo excepciones que analizaremos—, cientos de delegados y delegadas sindicales en los lugares de trabajo dieron peleas cotidianas para establecer condiciones de trabajo tan seguras como fuera posible. Un conjunto de acciones moleculares y localizadas apuntaron a la disputa de las condiciones de prevención ante empresas y gerencias en gran medida ansiosas por continuar produciendo normalmente. En estos meses se registraron diferentes medidas de reclamo, denuncia y protesta del complejo agroexportador, del transporte público de pasajeros o en grandes supermercados.

En segundo lugar, siempre entre los asalariados en aquellos sectores no exceptuados, el peso de la paralización comenzó a hacerse sentir a través de diferentes medios de presión: intentos empresarios para reabrir plantas industriales intimidando y amenazando a los trabajadores, reducciones salariales unilaterales de más del 50%, finalización de contratos “a prueba” o eventuales, etc. Un decreto presidencial a inicios de abril prohibió los despidos y habilitó las “suspensiones con causa de fuerza mayor” con rebaja salarial contempladas en el artículo 223 de la Ley de Contratos de Trabajo. El 29 de abril, la UIA (cámara de empresarios industriales) la CGT (central sindical nacional) y el Ministerio de Trabajo firmaron un acuerdo que habilita a los empleadores a suspender transitoriamente el contrato de trabajo con una retribución equivalente al 75% del salario, sin aportes adicionales. Como un efecto dominó, en pocos días se firmaron acuerdos similares para los empleados de comercio, los trabajadores de las automotrices, los metalúrgicos y los textiles, y se prolongaron los que habían firmado los sindicatos petroleros. Distintas estimaciones permiten afirmar que casi el 25% de los 11 millones de trabajadores asalariados sufrió o sufrirá reducción en sus ingresos durante la pandemia. Con la implementación del programa de Asistencia al Trabajo y la Producción (ATP), el Estado subsidia parte de los (ya reducidos) salarios de las empresas en crisis durante los meses de mayo y junio. El hecho de que multinacionales como McDonald’s y el Grupo Techint recibieran esta asistencia generó malestar en un amplio arco de la opinión pública y en estos días se han implementado modificaciones al programa. Otros sectores se ven sometidos a diferentes modalidades de teletrabajo que sólo excepcionalmente han sido reguladas a través de la negociación colectiva. En tercer lugar, la prohibición de actividades comerciales y en los espacios públicos privó a un amplio conjunto de trabajadores precarizados —unos 12 millones de monotributistas de diversos tipos, cuentapropistas registrados y trabajadores no registrados— de la posibilidad de generar los ingresos necesarios para sobrevivir. La ayuda estatal para estos sectores se canaliza a través de una red de asistencia alimentaria (comedores y merenderos en los barrios populares) y de la implementación del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE): ayuda monetaria que equivale aproximadamente al 20% de la canasta básica. En las últimas semanas, acciones de protesta localizadas en los barrios y también en el centro de la ciudad de Buenos Aires expusieron públicamente el rápido deterioro de las condiciones de vida de estos sectores de la clase trabajadora.

El impacto de la política de ASPO, sumado a la del cierre de fronteras y la desestructuración de las cadenas globales de suministro, alcanza dos formas de relaciones que estructuran la normalidad pre-pandémica: por un lado, el freno al movimiento de mercancías y personas que no sean consideradas esenciales cuestiona el centro de la dinámica del mercado y del capital. Por otro lado, la situación de emergencia sanitaria pone a la salud colectiva como objetivo común y pretende subordinar todas las actividades sociales a ese fin. En este intersticio se evidencian las contradicciones que dinamizan la dinámica cotidiana del capital. En tiempos de funcionamiento “normal” del capital, la idea de que la producción caótica de bienes y servicios —atomizada en varios capitales individuales que compiten entre sí— y su asignación mediante mecanismos de mercado coinciden con la satisfacción de las necesidades sociales, no se cuestiona. La crisis desatada por la rápida expansión del COVID-19 puso en evidencia que necesidades sociales (para la reproducción de la vida) y producción con vistas a obtener ganancias no sólo no coinciden sino que se contradicen en muchos aspectos, mencionaremos apenas tres para detenernos en sus implicaciones:

 

Lógica mercantil versus condiciones de salud pública y colectiva

Es este contexto que ha renovado la visibilidad de las tareas de cuidado (salud, educación, limpieza, atención de adultos y  niños, etc.) así como las condiciones de precarización y vulnerabilidad en que se encuentran los y las trabajadoras que las realizan. Consideradas como áreas “auxiliares” del centro económico, han sufrido procesos de ajuste presupuestarios, vaciamiento y subcontratación. El caso paradigmático son los trabajadores del sector salud. La Federación Sindical de Profesionales de la Salud  (FESPROSA) ha denunciado que los trabajadores de la salud en Argentina presentan una de las tasas de contagio más altas del mundo  (un 16% del total de los contagios registrados). En los Hospitales Públicos del AMBA numerosas asambleas, conferencias de prensa y ruidazos han denunciado la falta de insumos y elementos de protección personal. Mientras que en el sector privado las condiciones para la organización y visibilización de los conflictos son más difíciles, algunos colectivos de trabajadores han denunciado la falta de protocolos o el incumplimiento de los existentes; la extensión de las jornadas laborales y la falta de insumos para garantizar las condiciones de salud y seguridad.  Desde un punto de vista general, la situación de emergencia plantea la necesidad de centralizar los recursos sanitarios y administrarlos en función de la evolución de la pandemia y de la situación sanitaria. El peso de los intereses de lucro y rentabilidad privados en el sistema de salud atenta contra esa posibilidad, con el único resultado de profundizar los problemas estructurales del sistema y obstaculizar una administración racional de los recursos e insumos.

La infraestructura urbana (provisión de agua potable, vivienda digna, servicios de saneamiento, etc.) tiene directa relación con la seguridad sanitaria. En tanto tal, es un aspecto fundamental para que el aislamiento sea eficaz. Lo que encontramos en los barrios pobres es que tras décadas de políticas públicas guiadas por el ajuste y la racionalización del gasto no han priorizado ni la infraestructura ni la salud de las familias trabajadoras que los habitan; garantizar la seguridad sanitaria de la población es una tarea primordial. Las crónicas de la pandemia muestran cómo estas tareas han recaído sobre cooperativas de trabajo, integradas mayormente por mujeres trabajadoras con salarios por debajo de la canasta básica. Nuevamente, las lógicas estatales del ajuste y el equilibrio fiscal no pueden garantizar condiciones de prevención de la salud colectiva.

 

Las app de delivery: necesidad social versus lógicas de precarización

Otro sector de trabajadores que adquirió visibilidad desde el primer momento del aislamiento fueron los trabajadores de aplicaciones, específicamente los de reparto. El sector ha crecido sustancialmente a escala global en los últimos años, contando con aproximadamente 60 mil trabajadores en Argentina. Ante la relevancia que estas tareas adquirieron para poder mantener el aislamiento –la movilidad de los repartidores reemplaza la movilidad de miles de personas– y el incremento de la demanda, la reacción de las empresas fue empeorar las condiciones de trabajo para aumentar sus ganancias: no sólo los salarios y los ingresos de los repartidores se mantuvieron congelados, sino que también sufrieron el recorte de bonos y plus salariales. Tampoco  garantizaron ni la calidad ni la cantidad de insumos de desinfección e higiene, dejando el problema en manos de los propios trabajadores. La pandemia generó el contexto común para que los trabajadores de las app de reparto coordinaran sus esfuerzos organizativos en una huelga regional. Es así como la lógica empresarial atenta directamente contra las condiciones de trabajo de los y las trabajadoras esenciales para garantizar las condiciones de aislamiento de una parte importante de la población. De estas luchas y su articulación dependerán en buena medida las condiciones de trabajo en un contexto en que crecientes volúmenes de mercancías serán distribuidos a través de estos medios.

 

Necesidades sociales versus necesidades de acumulación: el carácter de la “esencialidad”

En un país como Argentina que participa del mercado mundial aportando productos agroindustriales a las cadenas de producción, la “excepcionalidad” de ciertos sectores está claramente relacionada con la necesidad del Estado de garantizar el ingreso de divisas. Varias comisiones internas y sindicatos del sector de la alimentación han planteado que la producción esencial debería ser aquella necesaria para abastecer al mercado interno, y que deberían suspenderse las exportaciones.  Los trabajadores del sector de frigoríficos en particular enfrentan una doble presión: por una parte, los empresarios concentran sus operaciones en plantas que les resultan inmediatamente rentables, despidiendo y suspendiendo a centenares de trabajadores. Por otro lado, son sumamente reacios a establecer las condiciones de trabajo que permitan cumplir con las medidas preventivas establecidas por las autoridades sanitarias, convirtiendo a los frigoríficos en focos de contagio de COVID-19 para los trabajadores, sus familiares y sus vecindarios.

Con matices, esta dualidad se replica en diferentes sectores y se va presentando a los colectivos de trabajadores que, al regresar a la producción, se encuentran con cambios en los regímenes de turnos o transformaciones en las líneas de producción. En términos generales, los criterios y las demandas planteados por los trabajadores tendían a programar la producción de modo de disminuir la cantidad de trabajadores movilizados y garantizar que la mayor parte pueda cumplir con el aislamiento, protegiendo a su vez a sus grupos familiares.  En la mayor parte de los casos, la organización de la producción no ha sido modificada atendiendo a razones de salud pública, antes bien los empresarios han actuado con desidia, exponiendo a los y las trabajadoras al contagio. La crisis desatada por el COVID-19  deja en evidencia que el modo que los empresarios encuentran para resguardar sus intereses particulares (bajar salarios, despedir, suspender) no hace sino empeorar las condiciones generales de salud colectiva, profundizando las dificultades para sostener medidas de prevención masivas como el ASPO. Esto deja así al descubierto que las lógicas mercantiles y de producción en función de la ganancia no atienden a las necesidades que se presentan como sociales, ni permiten desarrollar una forma de enfrentar la situación desatada por la pandemia COVID-19 –u otras situaciones similares– que priorice la prevención de la salud colectiva. Explorar y explotar esta contradicción será tarea de los movimientos y los debates de las clases trabajadoras.

 

 

 

Salir de la versión móvil