En la víspera de los bombardeos de la OTAN a Yugoslavia, a finales de marzo de 1999, el escritor austriaco Peter Handke se preparó para realizar un viaje. Consiguió un pasaporte yugoslavo y un auto. En compañía de su amigo Zlatko Bocokić pasó por la frontera húngara y se internó por los territorios que serían bombardeados. Guardó notas de todo lo que vio y escuchó, y con ellas escribió un relato que hoy se lee como un llanto continuo. Dicho relato está en el origen de las continuas acusaciones que hacen de Handke un “apologista de los crímenes de guerra” (según Slavok Žižek) o un “Bob Dylan de los apologistas del genocidio” (según el novelista bosnio-estadounidense Aleksandar Hemon), y que han alcanzado dimensión internacional porque la Academia Sueca ha decidido que el próximo 10 de diciembre Peter Handke recibirá, junto a Olga Tokarczuk, el Premio Nobel de Literatura.

La verdad, sin embargo, es que Handke nunca hizo apología del genocidio, ni en este texto ni en los que le habían precedido. No ocultó la existencia de los campos de concentración creados por Milošević; no defendió la inocencia de este dictador, y tampoco negó la masacre de Srebrenica o los crímenes de la ciudad de Visegrado. Sin embargo, sí intentó algo más difícil, más potente, que al día de hoy no ha podido ser perdonado: visitó regiones de personas que fueron construidas como “perpetradoras” por la prensa internacional, y buscó en ellas resquicios de humanidad, gestos de dignidad y solidaridad entre comunidades que deberían estar enfrentadas, vivencias que remitían a un pasado compartido o a un paisaje habitado en común.

Construyó un discurso de honda fuerza poética que trataba de recuperar la ambigüedad, la particularidad, la duda (también la belleza y el sentido del humor), y lo presentó como antídoto a las afirmaciones contundentes de los políticos de la OTAN y los grandes medios de comunicación que encontraron en la guerra una fuente de negocio. Y los acusó de esta forma: “Vosotros, los medios, desvirtuáis cualquier compasión, o mejor dicho, la deformáis y pervertís, ya que primero participáis en los bombardeos y después vendéis las historias de vuestros damnificados (‘vuestros’ en todos los sentidos)” [Preguntando entre lágrimas, Santiago, UDP, 2009, p. 62].

En sus Anotaciones posteriores a dos travesías yugoslavas durante la guerra, Handke escribió que la primera víctima de toda guerra es la lengua. La palabra se solidifica, se vuelve contundente, construye oposiciones binarias que separan con claridad al enemigo del amigo y nulifica la capacidad de empatía. La deforma y la pervierte. Al inicio de su crónica, Handke contó el primer efecto que había encontrado de ese lenguaje de la guerra: unos amigos suyos, de origen serbio, tenían a una niña de doce años estudiando en un colegio francés de Versalles. Cuando comenzaron los bombardeos, sus compañeros se preocuparon por cómo se estaría sintiendo la niña, y decidieron escribir todos juntos una carta al presidente de Francia para pedirle que dejara de apoyar el bombardeo. Conforme las semanas pasaron, los medios se inundaron de imágenes espectaculares de refugiados kosovares huyendo hacia la frontera. Entonces los niños se avergonzaron de haberse sentido mal por su compañera. ¿No eran todos los serbios perpetradores? ¿No merecían acaso las bombas?

Los discursos difundidos por los medios de comunicación habían creado una imagen clara de quiénes eran los victimarios y quiénes las víctimas. Con ello habían logrado desactivar (o deformar y pervertir) la capacidad de empatía hacia un pueblo entero, que ahora aparecía como un pueblo de genocidas. Y habían transformado las relaciones entre niños. Los compañeros de esa niña habían dejado de ver el sufrimiento de alguien a quien conocían, y habían comenzado a percibirla a través de la moral construida por un aparato que los hacía sentirse más justos mientras más se afiliaban a los bandos “correctos”.

Cuando leí ese libro, hace varios años, me quedé asombrado por la similitud con México: recordé la enorme cantidad de veces que escuché que las víctimas de masacres en el norte de mi país seguramente “andaban en algo”. Sus muertes no deberían conmovernos. Incluso era como si conmoverse representara una traición hacia las otras víctimas, las víctimas buenas, aquellas cuyas vidas sí merecían ser lloradas. Andando ese camino, mi país comenzó a construirse en el lenguaje de la guerra, y las personas que vivíamos en él comenzamos a relacionarnos unas con otras a partir de la lógica deshumanizante del amigo y el enemigo. Hace aproximadamente una semana, cuando ocurrió la masacre en contra de la familia Le Barón, vi cómo se multiplicaban noticias sobre la presunta participación de miembros de esa familia en casos de abuso sexual, como si los masacrados fueran los que habían cometido el abuso, o como si fuera justificado masacrar a personas que han sido abusadoras… ¿No es éste un buen momento para decir que ninguna masacre está justificada, que cuando una sociedad normaliza una masacre está permitiendo el corrimiento de una frontera moral que tendrá hondas consecuencias en el futuro?

El estado yugoslavo nació como una monarquía constitucional después de la victoria serbia en la Primera Guerra mundial. Dicha monarquía fue derrocada en la invasión nazi durante la primavera de 1941. La liberación de los nazis fue protagonizada por un movimiento comunista multiétnico dirigido por el carismático mariscal Tito, quien después de la liberación construyó un Estado conformado por seis repúblicas federadas (Serbia, Montenegro, Macedonia, Eslovenia, Croacia y Bosnia-Herzegovina) y dos provincias autónomas dentro de Serbia (Kosovo y Voivodina). Se trataba de un régimen de partido único en donde, sin embargo, las empresas autogestionadas tenían un papel muy importante y el Partido Comunista estaba federalizado. Tito criticó el Pacto de Varsovia y con ello se volvió un símbolo del comunismo disidente de la URSS. Dio paso libre a la aparición de sentimientos de pertenencia local, pero también construyó un discurso panyugoslavo de hermandad entre las etnias y regiones que se manifestó en políticas redistributivas donde las regiones más ricas ayudaban a las más pobres.

En los años ochenta la situación comenzó a resquebrajarse. El endeudamiento creció, el monopolio ideológico del partido comenzó a ser puesto en duda y los generosos préstamos occidentales comenzaron a hacerse más escasos. La muerte de Tito y los demás héroes de la liberación yugoslava acentuó la crisis. A la sombra de las políticas redistributivas había crecido una élite de funcionarios corruptos que encontraron en el nacionalismo un nuevo discurso de legitimación. Como ha escrito José Ángel Ruiz Jiménez, entonces la clase política de cada región se dedicó a explotar la supuesta identidad nacional de su república y a culpar a sus regiones “irredentas”, habitadas por minorías “no nacionales”, de todos los problemas económicos y sociales, todo ello con el visto bueno de Estados Unidos, que por entonces se dedicaba a fomentar tendencias de este tipo en toda la región sujeta a influencia soviética.

En la década de los noventa Eslovenia, Croacia y Bosnia-Herzegovina proclamaron sus respectivas independencias. Las dos últimas llevaron a conflictos civiles genocidas, con periódicas limpiezas étnicas, y culminaron en el ascenso al poder de Milošević, en ese entonces presidente de Serbia. La intervención de Estados Unidos y las potencias europeas llevaron a un desastroso reordenamiento de las fronteras de los nuevos Estados: frente a la utopía multiétnica de Tito se decidió que cada nuevo Estado debía ser étnicamente homogéneo, lo cual llevó a la creación de repúblicas frágiles, de diseño institucional caprichoso, imposibles de gobernar sin apoyo exterior.

El conflicto de Kosovo fue un corolario de esta situación desastrosa. Esta región era la más pobre de la antigua Yugoslavia, y desde los años ochenta intentaba ser elevada al estatus de república federada. El nacionalismo albanokosovar de sus dirigentes llevó a un trato discriminatorio a la minoría serbia. En respuesta, Milošević anuló de facto y por la fuerza la autonomía kosovar. Entonces se desató un movimiento no violento y de desobediencia civil que tuvo pocos éxitos políticos. El creciente tráfico de armas en la frontera albanesa llevó a la creación de una mafia guerrillera llamada UÇK, que arrinconó al movimiento pacifista y se convirtió en paladín del nacionalismo.

Las acciones terroristas de esta organización y las tremendas respuestas de la policía serbia crearon una espiral de violencia que dio la oportunidad para que la Casa Blanca imaginara una intervención militar que afianzaría la posición de la OTAN en Europa del Este. En los medios occidentales se multiplicaron las imágenes de los refugiados albanokosovares como evidencia de que se estaba preparando una limpieza étnica por parte de los serbios. Así se preparó un bombardeo que se saltó la Carta de las Naciones Unidas y la necesaria autorización de su Consejo de Seguridad; un bombardeo que empeoró la crisis humanitaria de la región; que llevó a una efímera resurrección de los debates sobre la “guerra justa”, y a la articulación del “humanitarismo” en cuanto nueva ideología de la intervención militar por parte de los ejércitos occidentales.

Éste es el contexto en que Handke realizó su viaje de 1999. Pero a Handke no le interesaba la geopolítica. Él pudo observar que entre los desplazados forzados había personas de todas las etnias y grupos sociales. En los momentos previos a los bombardeos imaginó que la tierra en que vivían las comunidades campesinas multiétnicas estaba orando con la vista en el cielo, y se preguntó si esa gente era responsable del odio que se le venía encima. En un momento de su viaje recordó la famosa frase de Adorno según la cual no puede haber poesía después de Auschwitz, y defendió la posibilidad de una poesía que, en los contextos de guerra, le diera palabra a todos los nombres que el lenguaje de la guerra va dejando en el olvido: “Surge en mi mente el propósito de aprenderme de memoria todos los nombres de los pueblos bombardeados e incendiados por los ‘europeos’ y los norteamericanos impacientes: Batajnica, Pančevo, Surčin, Priština…, como un poema” [Preguntando entre lágrimas, p. 43]. Un poema –añadió– que sería como la estructuración de un grito.

Se ha vuelto común comparar a Peter Handke con apologistas del régimen nazi como Louis-Ferdinand Celine y Ezra Pound. Me parece que la comparación es equivocada. Si Celine y Pound son ejemplo de que seres humanos despreciables son capaces de crear gran literatura, Handke demuestra que, en tiempos de miseria, la literatura puede convertirse en un espacio ético que desmonta el lenguaje de la guerra y nos invita a reconsiderar la humanidad perdida.