Estas palabras quieren seguir caminando a poco más de un mes de la marcha masiva del pasado 8 de marzo en CDMX, a la cual acudimos alrededor 100 mil mujeres para protestar por la creciente oleada de feminicidios, desapariciones, violencia sexual y de género que se viven en nuestro país. Me disculpo de antemano si mis letras desvarían, escribo quizás sin la suficiente distancia.
Debo confesar que fui a la marcha con el cuerpo revuelto y a decir verdad un poco dividido entre afectos y pensamientos contradictorios, pero segura —a pesar de todas las preguntas que ahora me atraviesan— de que tenía que estar allí, de que había que hacer cuerpo con ese desgarre para juntar una mínima porción de coraje y congruencia, y hacerse cargo de la vergüenza que nos toca inevitablemente por la realidad que estamos viviendo.
Basta escuchar las cifras de 10 mujeres asesinadas diariamente, de los miles de casos de desaparición forzada, muchos vinculados a la trata de personas, sumados a los casos de violación, acoso sexual y otras formas de violencia que padecemos las mujeres y niñas cotidianamente en México para no minimizar, ni un segundo, las causas de la ira y de la impotencia acumuladas a través de generaciones enfrentadas a la opresión de las violencias machistas, a la indiferencia y a la omisión. A esto se suma en México el horizonte desastroso de la desigualdad social que potencializa estas violencias y que traza otras brechas de exclusión entre las propias mujeres. Este recorrido histórico es el que ha hecho necesaria la emergencia de otros feminismos que hoy en día conviven de formas complejas. Ahora bien, naturalizar el hecho de haber nacido en un cuerpo determinado, históricamente cargado de una serie de contenidos: “hombre”, “blanco”, “heterosexual”, “burgués”, etc., bajo la premisa de que hay que oponernos, si es necesario con equivalente violencia, a todxs aquellxs que caigan dentro de esos significantes, que parecen concentrar por sí solos el origen del mal, es perder de vista una infinidad de matices irreductibles, encerrarse en la dicotomía amigo/enemigo, oponiendo determinadas exclusiones a otras, paralizando el potencial del afecto y del encuentro entre realidades capaces de tejer, más allá de la colectividad, una resistencia verdaderamente comunitaria.
¿Qué me pasó en la marcha? Me quedé, en principio, impregnada de sensaciones, de gestos, de gritos, de consignas. Algunas a las que puedo sumarme sin protestar, otras que me hacen ruido en el cuerpo. Los discursos chocan, sí, hay límites ideológicos que nos separan. Pero más allá de los discursos nos hemos abarrotado de límites afectivos, mucho más arraigados, mucho más duraderos. Quienes han sido violentadas gravemente no conciben que nadie distinto pueda entender la raíz de su ira y por lo tanto apoyarla, pasando por encima de lo que haya que pasar. Quienes compartimos la lucha desde otro lugar, el del privilegio de no haber sido violadas, golpeadas, o de no ser familiares de alguna de las víctimas, tampoco sabemos, es verdad, en carne propia, las dimensiones y los alcances de estas heridas. Los duelos no son transferibles y mucho menos colectivizables. Pretender absorber todos los duelos singulares en una sola bandera es otra forma de arrebatarles su fuerza, de subsumirla. No obstante, los lazos humanos que reconocen a la alteridad como su condición de posibilidad son capaces de contener, de arropar e incluso sanar dolores que no se igualan, pero se acercan. Me quedo de la marcha con estos lazos, con estas proximidades respetuosas.
Asombrosa la facilidad con la que un estallido de petardos y una nube de humo (todavía no entiendo de dónde, en un contingente de mujeres marchando pacíficamente con niños, pudo irrumpir) fueron suficientes para dispersar la continuidad de nuestro paso, a la altura de Bellas Artes, propagando el miedo en una estampida irracional que perdió el foco de una parte importante de sus integrantes.
El miedo se propaga con la velocidad del viento, pensé. La confianza es difícil pero duradera. Se construye a través de un largo y paciente esfuerzo, que exige constancia y responsabilidad. Este esfuerzo es, sin embargo, el que es capaz de construir vínculos, compromiso, pensamiento crítico, elementos necesarios de una verdadera revolución.
Al acercar las sensaciones de estos días a un trabajo que intento escribir sobre el paralelismo cuerpo-pensamiento en las poéticas de la naturaleza, me llega esta reflexión a las palabras: Tanto tiempo y de tantas formas se ha despreciado al cuerpo que ahora se pretende independiente, autónomo, empoderado. Era necesario, es todavía urgente deshacerse de todos los prejuicios y tapujos asociados al cuerpo, de las múltiples formas de control sobre los afectos, sobre los deseos, sobre los apetitos y sobre una de las energías vitales más importantes para el ser humano: la sexualidad. Sin embargo, todas estas libertades también han sido reapropiadas y condicionadas por el mercado, convertidas en un objeto más de consumo. Detrás de una exaltación fetichizada del puro cuerpo se oculta la misma dicotomía que buscó satanizarlo, aquella incapaz de reconocer que el cuerpo también es pensante, así como el pensamiento es necesariamente corpóreo.
Ahora que mostramos la fuerza de lo que puede un cuerpo social, es necesario impregnarlo de autocrítica y de reflexión, para desarticular, desde el afecto y la confianza, las lógicas arraigadas del miedo que dispersan, separan y aíslan entre murallas las potencias ocultas de nuestra vulnerabilidad. Para que esta historia nueva que buscamos escribir no se convierta en repetición. Para que nuestros cuerpos puedan escribir promesas más allá de la historia.