España es la última colonia de sí misma que de sí misma, la única nación hispanoamericana del común pasado imperial, queda por hacerse independiente. 

José Gaos, 1942.

Hoy, 13 de agosto de 2021, 500 años después de la caída de Tenochtitlan, aun a riesgo de saturar el debate de la jornada, quisiera exponer algunos puntos sobre el tema que, de tener algún valor, residiría en el hecho de estar planteados desde una posición, hasta cierto punto, minoritaria: nacido en una de las “partes” en conflicto, resido en la otra desde hace 14 años. Y es que creo que nada ganaríamos hablando yo aquí de algo que mis compatriotas mexicanos, si me permiten la expresión, conocen y han discutido de forma minuciosa y con mayor conocimiento del que yo podría hacerlo. No voy a tratar por tanto sobre si estamos ante un nuevo arrebato populista de la 4T, ante una velada advertencia de corte soberanista, dirigida -parafraseando a mi compañero Oriol Malló- a los reconquistadores españoles que desembarcaron en México con sus corporativos durante el siglo pasado[1], o ante lo que constituye un auténtico acto de reparación y reconciliación nacional. Creo, en cambio, que la forma más adecuada de contribuir al debate desde mi posición, es compartir con el lector mexicano una breve reconstrucción del contexto en el que los españoles recibieron en 2019 la carta remitida por el gobierno mexicano con la demanda de perdón. Este aspecto ha sido poco discutido, con razón, por una ciudadanía mexicana más preocupada por los efectos de la conquista en la configuración de su propio pasado y su presente.

            En 2019, yo estaba en España realizando una estancia en la Universidad Complutense, y en mi calidad de residente en México, iba cual Sócrates tocando las narices de cuánto españolito de a pie me encontraba a raíz de la famosa carta, importándome un comino si nos encontrábamos en los pasillos de la universidad o en las penumbras de un antro, a una hora indeterminada de la madrugada. He de decir que el asunto se tomaba con la visceralidad que los humanos nos tomamos las cosas identitarias, sin faltar quien con prepotencia y mala educación blandió, ante mi insistencia socrática, alguna que otra amenaza y no recuerdo bien que insulto sobre mi madre. Lejos de querer ocupar un lugar en el panteón de lo mártires de la razón universal, lo que me interesa es señalar como el asunto ya por entonces tocaba una fibra sumamente sensible. Y no sólo en el mercado y el ágora, sino también en la academia. En alguna ocasión me invitaron a hablar de todo esto en foros intelectuales, y no era necesario que transcurriese mucho tiempo para que las soflamas adquirieran tono y contenido tabernarios.

            Si bien, como ya he dicho, todo lo identitario suele atraernos con la mórbida expectativa de descargar inconscientes energías en el sacrílego oponente, creo que parte de la ímproba respuesta de mis compatriotas encuentra su explicación en ciertos hechos de nuestra historia reciente, y de otra, quizás no tanto. España, en 2019, estaba sumida en una doble crisis. Mientras los efectos de la recesión de 2009 aún coleteaban, el país se encontraba sin gobierno debido a los difíciles equilibrios a los que debía llegar un sistema de partidos fragmentado como consecuencia de la crisis de legitimidad y representación que estalló en 2011, bajo el movimiento del 15-M. La crisis económica y el 15-M se iban a convertir también en causas inmediatas del desarrollo del movimiento soberanista catalán que, en octubre de 2016, llevó a cabo un referéndum de autodeterminación, considerado ilegal por las autoridades españolas. El desafío soberanista fue además uno de lo motivos por los que una facción del Partido Popular se escindió y reorganizó un espacio político a la derecha de la derecha liberal. Vox, actualmente, es la tercera fuerza política en el Congreso.  

            A lo largo de este periodo, la polémica sobre la identidad española, ya de por si uno de los deportes de riesgo favoritos de los españoles, saturó el debate público. En 2016, mismo año del referéndum catalán, llegaba a las estanterías un libro que causaría autentica sensación: Imperiofobia y leyenda negra, de María Elvira Roca Barea[2]. Con más de 100 mil ejemplares vendidos y con 22 ediciones, la obra inyectaba una dosis de épica y orgullo colectivo en un momento de crisis de la identidad nacional y de sus mitos fundadores. La tesis, sencilla en apariencia, señalaba las virtudes del Imperio español como potencia civilizadora, y situaba el origen de la leyenda negra en una operación de propaganda orquestada por las potencias protestantes y Francia, e importada posteriormente por una parte de las élites hispanas, de inclinaciones liberal y afrancesada. El objetivo de la leyenda negra en ultima instancia era alterar el tablero geopolítico, algo que culminó definitivamente en el siglo XIX, cuando el cenit de la crisis hispana coincidió con el auge de los nuevos imperios, infinitamente, según la autora, más perniciosos que el español. Lo importante, en todo caso, es que este ataque a la españolidad no era algo que pudiera confinarse en las profundidades de la historia. La leyenda negra, según Barea, sigue operando en la actualidad a través, por ejemplo, de los nacionalismos periféricos en España o de los populismos latinoamericanos. Salvo algunas excepciones -como, por ejemplo, la contundente respuesta que en Imperiofilia ensayó José Luis Villacañas[3]– el libro fue aplaudido por el grueso de la élite política e intelectual española, que acertó a ver en él la posibilidad de rearmar ideológicamente la identidad nacional entre un público relativamente extenso y medianamente formado.

            El extraordinario éxito del libro radicó en la capacidad para hacerse cargo de un estado anímico colectivo y ofrecerle una salida que permitía no sólo releer el pasado con orgullo, sino dar sentido al presente, identificando los enemigos de ayer con los de hoy. No es extraño que los argumentos de quienes, desde 2019 rechazan la demanda de perdón estén ya prefigurados en la obra de Barea. El argumentario se mueve en uno de estos tres registros: 1) los pueblos originarios estaban peor antes de que llegaran los españoles y el imperio fue benéfico para ellos; 2) si están peor ahora es por responsabilidad del mexicano y, de hecho, podrían estarlo aún más si hubieran sido colonizados por los imperios europeos; y 3) solicitar el perdón es hacer culpable a una comunidad que es descendiente de gente que se quedó en la Península. En entrevistas posteriores, Roca Barea se ha referido específicamente al asunto del perdón, reafirmando cada uno de estos puntos y calificándolo de demagogia nacional-populista, como una operación que revive la leyenda negra con la intención de inventar un enemigo exterior para consumo interno, mutatis mutandi, opera el nacionalismo vasco y catalán. Esta era, grosso modo, la coyuntura en la que se recibió la noticia de la carta, y en la que, en parte nos encontramos todavía.

Llegados a este punto, la pregunta que me asalta es, si más allá de la respuesta hosca y visceral que se nutre del encomendero que muchas veces llevamos dentro, no sería posible enfocar el asunto de otro modo, sin que esto signifique convertirse en el tonto útil de quiénes, de forma torticera y al calor de su agenda política, promueven un relato sobre la consustancial maldad, atraso y barbarie española. Cabría entonces intentar dejar en suspenso el asunto de pedir perdón para pedir, en cambio, si se me permite, algo prestado.

Tenochtitlan es un símbolo. Es el símbolo, no sólo de la conquista, sino de la fundación de la comunidad política que de ella se deriva. Pero ¿qué nos dice este símbolo al respecto? Cuando en 2019 llegó la famosa carta, la mayor parte de los españoles -me consta- no cayeron en la cuenta de que sus destinatarios eran la corona y el Vaticano. En el caso de la monarquía, ¿lo era porque representaba, en calidad de alta institución del , a los españoles? Yo considero que no. Creo que el destinatario de la petición es, exclusiva y literalmente, la institución monárquica y no los españoles; como, tampoco -aunque por razones distintas- son destinatarios los católicos y sí el Vaticano. El motivo es que la nación española, como comunidad de ciudadanos, no existía por aquel entonces y no lo hará hasta la revolución liberal y la guerra de independencia con Francia. Lo que existía en el siglo XVI era un Imperio, cuyos territorios y súbditos estaban unidos por la corona y el catolicismo, y que gozaban de fueros, lenguas y privilegios específicos. No sólo la monarquía no representaba a la nación española, sino que ésta ni siquiera existía. En este sentido, no había gran diferencia entre la Nueva España y el reino de Castilla: ambas eran piezas de un diseño imperial, consideradas como parte del patrimonio de la casa real y constituidas por una miríada de jurisdicciones que establecía desigualdades fundamentales entre súbditos y corporaciones. La conquista fue una empresa cuya titularidad pertenecía a la corona (una empresa, por tanto, familiar) y no de la nación.

Claro que, quienes entienden que la nación española tiene su origen en el Big Bang (o antes) tendrán dificultades para no interpretar la solicitud de perdón como un agravio colectivo contra la actual comunidad política. Pero, en realidad, ésta nada tiene que ver con la otra. La nación moderna y el Estado que surge de las revoluciones del siglo XIX se forjaron a través del conflicto y la guerra contra la corona, sustrayendo la soberanía al monarca y depositándola en la comunidad política de ciudadanos, unida por los mismos derechos y deberes. Las monarquías del antiguo régimen eran, en este sentido, mucho más respetuosas con la autonomía de los islotes jurídicos que, en su calidad de súbditos, la componían. El Estado moderno, en cambio, eliminó todas esas desigualdades jurídicas entre individuos, territorios y corporaciones y forjó un espacio político homogéneo. Ese es el sentido de la indivisibilidad de la república, entendida como bien común.

Este concepto de nación, es cierto, avanzaría por oscuros derroteros hacia una noción etnicista que la identificaba con ciertos rasgos de tipo cultural (v.g. la lengua, la religión), moral (v.g. su papel en la historia) o incluso racial. De una comunidad de ciudadanos iguales en derechos y obligaciones, la nación pasaría a entenderse como una unidad viva y orgánica, vinculada a través de lazos étnicos y necesitada de suelo para su desarrollo y supervivencia. Poco tiene que ver la lógica de estos nuevos imperios, nacidos al calor del Estado nación, con la del viejo imperio español. Quien tasa ambas lógicas, borrando la densidad histórica que las separa, y concluye las bondades de la segunda, confunde “sopes con garnachas”. La confusión desemboca además en contradicción. Porque no se ve claro cómo es posible sostener las virtudes de un modelo como el del imperio español, que permitía diferencias legales entre territorios y requería grandes dosis de pactismo y autogobierno local, con demonizar, en nombre de una nación unitaria, a quienes hoy en España reivindican mayores cotas de autonomía. La soberanía de la nación y la indivisibilidad de la república, que es hoy el mejor argumento contra las demandas nacionalistas, no tienen cabida desde la defensa del imperio. Quienes lo hacen, y a la vez sostienen una concepción homogénea y esencialista de la nación, en realidad, no cantan las glorias del pasado, sino que lloran su presente y el rezago español en la carrera del imperialismo moderno. En el fondo, añoran convertir su anacronismo en proyecto de futuro.

Por eso creo que los españoles no deberían responder visceralmente ante lo que entienden como un insulto hacia un colectivo que, en realidad, ni siquiera existía. Quizás lo que tengamos delante es precisamente lo contrario: la oportunidad de contribuir a fortalecer y reafirmarnos en aquellas posiciones que cuestionan cualquier proyecto político fundado sobre una idea esencialista de la nación, sea el de un nacionalismo central o el de uno periférico. Es más, cabría decir que todas las demandas mexicanas contra los agravios cometidos por la corona española y el Vaticano durante la conquista, confraternizan con nuestra historia contemporánea, pues tanto la monarquía como el papado fueron los más formidables obstáculos a los que tuvimos que enfrentarnos para constituirnos como una nación de ciudadanos. Quizás, desde este punto de vista, tengamos más en común a ambos lados del Atlántico de lo que aparentemente nos separa.


[1] Oriol Malló: El cártel español: historia crítica de la reconquista económica de México y América Latina (1898-2008), Madrid, Akal, 2011.  

[2] María Elvira Roca Barea: Imperiofobia y leyenda negra, Madrid, Siruela, 2016.

[3] José Luis Villacañas: Imperiofilia y el populismo nacional-católico, Madrid, Lengua de Trapo, 2020.