Hablar de los bienes comunes se ha hecho tan frecuente como necesario. Y siendo así, cabe preguntarse por el motivo de este redescubrimiento. La respuesta más rápida tiene que ver con el hecho de que hasta no hace mucho tiempo eran confundidos con los bienes públicos. La Ilustración y el primer liberalismo trataron de convencernos de que los bienes comunes nunca estarían más seguros que en manos del Estado. Y más o menos todos les creímos hasta que fuimos testigos de los primeros grandes procesos de privatización de lo público a partir de la década de 1980, en el siglo pasado. Margaret Thatcher se esforzó para hacer inviable por más tiempo la confusión entre los bienes legislados para todos con los bienes que fueron construidos entre todos.
Las defensas de lo público hicieron obvia la existencia oculta de lo común. Reclamar la escuela, un techo, la atención primaria o las plazas nos ayudó a entender que no podíamos considerar estos bienes como meros recursos. También aprendimos que, aunque estuviesen gestionados por intereses privados, el Estado no podía inhibirse, pues además de la propiedad del bien, había otras muchas cosas que regular, proteger e implementar. Lo común entonces, alejado de la obsesión por la titularidad y más próximo a la idea de responsabilidad, podía imaginarse como una forma de relacionarnos sin mediación, auto organizada y orientada a la convivialidad. Eso que hacían los niños en el parque, los viejos en los bancos públicos, las mujeres en los mercados, los trabajadores en la cafetería, los feligreses en el atrio y las gentes en la fiesta conformaban un mundo que no sólo estábamos aprendiendo a valorar, sino que de pronto sentimos amenazado.
Hoy tenemos hasta una manera de referirnos a todas esas actividades informales. Conforman la llamada economía de los cuidados y ya no se discute su importancia. La pandemia hizo más evidente que nunca esta riqueza oculta de las naciones. Y resulta extraño que con lo mucho que hemos aprendido sobre los confines del universo, los más ínfimos recovecos de la materia o las más intrincadas conexiones neuronales, genéticas o bioquímicas en el cuerpo, sepamos tan poco acerca de esa argamasa relacional que nos mantiene unidos y que es una construcción anónima, histórica, inalienable, ubicua, frágil y, hoy diríamos, esencial. Es tan importante que deberíamos empezar a considerarla una especie singular de patrimonio a cuidar. Nosotros le llamamos procomún para rescatar una palabra antigua que cayó en desuso y que es preferible a la noción de bien común, porque no evoca una cosa bien delimitada sino un proceso en marcha.
Las relaciones entre procomún y patrimonio están directamente vinculadas al sentido que demos a la acción de patrimonializar, un término siempre asociado a la idea de asignar propiedad(es) a las cosas y, entre ellas, las que identifican a los titulares de derechos. Así, patrimonializar un objeto implica una doble movilización: insertarlo en el orden jurídico que reconoce a sus dueños y, paralelamente, insertarlo en un orden simbólico, científico para hablar con mayor precisión, que determina su valor o, en otras palabras, que especifica en qué sentido se trata de una pieza singular o valiosa. O, dicho de otra manera, conocemos el valor de una cosa cuando circula por dos redes diferentes y, con frecuencia, complementarias: la que depura sus propiedades técnicas y la que protege a sus propietarios legales. Un objeto, en fin, está bien definido cuando puede transitar sin obstáculos (sin atascarse por sus impurezas, irregularidades o ambigüedades) y correr con facilidad por las redes del mercado (que ponen a su valor un precio) y las redes de expertos (que codifican su relevancia). Definir un objeto entonces es reducirlo a cifra: primero, parametrizarlo y, después, monetizarlo.
El proceso descrito relata la metamorfosis que la modernidad reclama para que un objeto pueda ser autenticado y después incluido en sus múltiples coreografías de la belleza, la verdad, la bondad o el confort. Son muchos los ensamblajes que se nos proponen, aunque aquí vamos a centrarnos en los dos menos discutidos: el museológico y el pedagógico. Ambos cumplen indudables funciones socializadoras, siendo su principal misión trasladar hasta los legos el canon de cuanto importa y nos comporta.
Nada ocurre porque sí, y también en este campo se requiere un ejército de curadores y pedagogos revoloteando sobre los objetos para insertarlos en una proliferación de relatos posibles y creíbles: el museo nos habla con cosas y la escuela con casos, el primero con objetos y la segunda con ejemplos, pero la formación discursiva que componen es compartida. Y no es difícil resumirla en una frase: todo eso que compartimos en los museos representa lo mejor que somos en cuanto integrantes de la humanidad. Visitarlo y amarlo nos ayuda, pese a las tribulaciones, a experimentar una especie de orgullo de origen. Y es por eso que tanto se nos insiste en llevar a nuestros hijos al museo o en animarlos a que lean nuestros clásicos.
No es raro entonces que este imperativo imaginario que traslada a la ciudadanía el valor y el mérito de las cosas desde los centros del saber sea problematizado por su indisimulada función disciplinar. El museo y la escuela conforman valores, expanden destrezas y adiestran sensibilidades. Ambas instituciones se ocupan de fomentar el buen gusto y las buenas prácticas. Y desde luego para hablar del buenos modales, valores estéticos, cualidades probadas u orden moral es imprescindible detenerse en las propuestas de los maestros y en los consejos de los profesores; y eso siempre atraviesa los santuarios del patrimonio y los manuales de estilo, aunque desemboca inevitablemente en las industrias culturales, diseñadas para sacar provecho del enorme esfuerzo por establecer las propiedades de cuanto nos rodea.
Con tal deriva no es difícil entender los motivos por los que el patrimonio se hizo sostenible desbordando las paredes que lo confinaban en un espacio seguro. Su expansión bulímica impuso la lógica de la rentabilidad y, como consecuencia, la porosidad de las fronteras que lo querían proteger del mercado. Más que preservarlo para una degustación exquisita, minoritaria y selectiva, se resignificó para insertarse de lleno en la oferta de las industrias del ocio, mezclando las pasiones del bon vivant con las pulsiones del consumista.
El efecto ha sido devastador pues ningún valor puede resistir vigente varias temporadas. Cada año hay que reconfigurar los espacios o, mejor dicho, los contenidos. Hay que renovar la oferta y atraer clientes. Podríamos cuestionar la verticalidad de estas prácticas, siempre un asunto de expertos y de comités, pero vamos a quedarnos con la deriva hacia la privatización del patrimonio: una deriva que convierte a los antiguos expertos públicos en técnicos de marketing, a los curadores en agentes comerciales, a los públicos en visitantes y, desde luego, transforma los objetos en recursos, las exposiciones en performances y los museos en entertaiment.
No hay vuelta atrás y deberíamos ser escépticos respecto a los proyectos que nos invitan a la nostalgia. Lo que más sorprende es lo poco que hemos luchado para defender un modelo de cultura vertebrado por la noción de patrimonio y sus santuarios de referencia. Unos lugares que muchos ciudadanos, no siempre radicales, empezaron a ser vistos como cómplices del imperialismo, el racismo, el machismo y el elitismo de nuestros países. La desafección crece y cada vez cuesta más entenderla.
El patrimonio ya no es lo que era. Empezamos describiéndolo como resultado de un proceso que desvinculaba las cosas de sus contextos. Lo importante era desarraigado y, con frecuencia, custodiado lejos de origen. Formaban parte de una liturgia severa y distante, laica y abstracta, nacional y burguesa. Pero el número de museos no ha parado de crecer y su mantenimiento reclamaba otros modelos de gestión menos nacionalistas y más tecnocráticos. Y el gerencialismo impuso sus modos.
Los viejos patrimonios se han reinventado como objetos de deseo, formas innovadoras, cosas diseñadas y propuestas creativas. Así, los viejos patrimonios, obligados a mostrarse en una pasarela de vanidades, deben aprender de la moda y dialogar con los comentaristas (da vergüenza llamarlos críticos), como también producir empleo, atraer turistas y ser glamurosos. Los viejos patrimonios son tendencia, estilo y novedad. De hecho, están ya insertos de lleno en las lógicas del mercado. Los museos no producen conocimiento, venden experiencias.
Pero hay nuevos patrimonios emergentes asociados a nuestra capacidad para resistir el deterioro de las formas colectivas de vida en común. Los nuevos patrimonios tienen que ver con el cuidado del entorno, la aparición de nuevas patologías, la defensa de la privacidad, la mercantilización del cuerpo, la injusticia espacial, la privatización de nuestros datos, la expansión de la desigualdad, la cronificación de los males, la precarización del trabajo, el maltrato animal, el cercamiento de la ciencia, la mercantilización de la cultura y la imparable degradación de los océanos, el aire, el agua, el suelo, los bosques o el ciclo de los nutrientes. ¿Acabaremos declarando patrimonio de la humanidad el clima, las selvas, las montañas, los ríos, la polinización, la biodiversidad, la luz del Sol y el ángulo de giro del eje de la Tierra?
Los nuevos patrimonios no caben en un edificio: no son musealizables. En su conjunto son garantes de la vida colectiva y por eso provocan la emergencia de comunidades (de afectados) que se movilizan en su defensa. Son comunidades emergentes que operan como sensores de alerta temprana, avisándonos de que algo se está deteriorando de forma inadmisible. El valor de los nuevos patrimonios es reclamado por los concernidos, que se asocian en la forma de movimientos sociales, colectivos ciudadanos o comunidades de aprendizaje. Su emergencia como grupos organizados es clave, pero no es suficiente. Para luchar por esos bienes comunes nacientes necesitamos entender mejor cómo pueden sugir esos nuevos patrimonios.
Lo haremos con un ejemplo. Cuando pensamos en el genoma humano como un bien común, estamos evocando indirectamente la existencia de tecnologías que lo hicieron accesible, primero para estudiarlo y después para hacerlo alienable o convertirlo en un recurso dentro del mercado o, alternativamente, para preservado jurídicamente de las lógicas del coste/beneficio. El ejemplo nos vale también para introducir la idea de que los nuevos patrimonios pueden reivindicarse en todas las escalas de la vida en común (local, nacional, global), como también nos sirve para mostrar la profunda relación existente entre nuevos patrimonios y nuevas tecnologías.
En realidad, lo que pasó durante el nacimiento de los viejos patrimonios no fue muy distinto a lo que estaría pasando ahora. También entonces fue clave la ciencia moderna y toda su parafernalia de herramientas de experimentación, conceptualización y validación del saber. Sin el concurso de esos instrumentos sofisticados nunca hubiéramos descubierto la miríada de propiedades (naturales) a registrar. Sin la ciencia no habríamos sabido los muchos motivos por los que apreciar osamentas enterradas, minerales ignorados, plantas desdeñadas, alimentos desconocidos, remedios ocultos, conexiones inesperadas y, en fin, todos esos signos hasta entonces inauditos, invisibles o inefables. Lo que ahora tenemos es muy parecido, pero se mueve en una escala gigantesca.
Podemos ir más lejos y darle la vuelta al argumento, pues siempre que surja una nueva tecnología asistimos, al menos potencialmente, a la posibilidad de nuevos accesos a parcelas del entorno desconocidas o inabordables y, en consecuencia, a la probable identificación de otros recursos apropiables que podrían amenazar parcelas imprevisibles de la vida en común. Si, por ejemplo, alguien lograra enviar satélites que orbitaran el espacio con la doble propiedad de ver sin ser vistos, estaríamos asistiendo como mínimo a la expropiación simultánea de dos bienes: la privacidad y el espacio, por no mencionar un uso de la ciencia que la enfrenta a la idea de bien común. Si alguien imaginara cómo combatir el cambio climático modificando el ángulo de giro del eje de la Tierra, acabaríamos preguntándonos por el derecho a hacerlo y por la autoridad que concedería el permiso. Acabaríamos, con toda probabilidad, reclamando la cifra que define el ángulo de rotación, como un bien común, como algo que es de todos y de nadie al mismo tiempo. Y, en efecto, los ejemplos son infinitos: pues todos los días podríamos estar ingiriendo alimentos producidos con sustancias o procesos insuficientemente evaluados sin que estemos en condiciones de afirmar su inocuidad. Los bienes comunes no son moda efímera, son vida que se esfuma. No son nuestro pasado, están en nuestro futuro. Y reclaman un nuevo pacto social por la ciencia, porque son cosa de ingenieros, pero también de humanistas.
En realidad, solo detectamos bienes en peligro cuando surgen comunidades de afectados que se movilizan porque necesitan hacer creíble o visible su queja o amenaza, mostrando la relación existente entre la introducción de un nuevo dispositivo o producto y la aparición de nuevos daños o dolencias. Recapitulemos. Los nuevos patrimonios, los bienes comunes, están asociados a la convergencia de un triple movimiento: aparición de una nueva tecnología, emergencia de una comunidad amenazada, movilización de un colectivo en lucha. En fin, que los bienes comunes no nacen para satisfacer cierta nostalgia de un paraíso perdido, sino que están conectados con lo más avanzado en el campo del conocimiento, así como también con lo más innovador en el ámbito de la política.