Según relata el “profesional desprofesionalizado” oaxaqueño Gustavo Esteva, fallecido hace unos días, en su contribución al famoso Diccionario del desarrollo, el entonces presidente estadounidense dividió en 1949 al mundo en una porción “desarrollada” y otra “subdesarrollada”. Con esta declaración dió inicio una época marcada por la sinonimización de “progreso” con “desarrollo”, que se plasmó en los años 1960 en el “Decenio para el Desarrollo” de las Naciones Unidas. Su fracaso hizo necesario su renombramiento como el primero de tres decenios sucesivos de este tipo, los cuales fueron seguidos luego por períodos más largos identificados con el nombre “Objetivos de Desarrollo del Milenio”, uno, y, el actualmente vigente, el de los “Objetivos de Desarrollo Sostenible”.

            La enseñanza de leer y escribir se convirtió en uno de los ejes centrales de todos los programas “de desarrollo” en el Tercer Mundo. Además, la alfabetización parecía un objetivo autoevidente, que generaba un espontáneo apoyo general a dichos programas, tanto en el Norte como en el Sur del globo, pues ni el desarrollo económico, financiero y tecnológico moderno, ni la promoción de la democracia política se veían factibles en poblaciones analfabetas.

            Tan autoevidente era dicha estrategia que nada parecía más lógico que replicar en todo el mundo el sistema escolar infantil originado en la Europa decimonónica: un lustro o más de “educación” infantil obligatoria, naturalmente en la (muchas veces sólo supuesta) “lengua nacional”, con objetivos y contenidos fijados por alguna combinación de experta/os en pedagogía y burócratas administrativa/os, y llevada a cabo cada vez más en instalaciones creadas a propósito, casi siempre de tipo urbano-occidental, estandarizadas y, al menos en México, usualmente enrejadas. Naturalmente, entonces como hoy, las escuelas primarias en muchos poblados indígenas y rurales y en áreas urbanas pobres se distinguen enormemente de las escuelas frecuentadas por hija/os de familias pudientes y, por consiguiente, también los resultados del “proceso educativo” implementado en ellas. Igualmente se distinguen las tasas de analfabetismo funcional de la/os egresada/os de ambos estratos, y si bien el “éxito” escolar puede convertirse en casos particulares en fundamento del ascenso social individual (este tipo de “progreso” sigue siendo la esperanza que lleva a muchas familias sacrificarse durante años para solventar la educación formal y certificada de alguna/os de sus integrantes), la constante ampliación de la “población atendida” y del número de años de escolaridad obligatoria no ha eliminado la lacerante desigualdad social.

La alternativa propuesta por Paulo Freire

Uno de los autores latinoamericanos más publicados y traducidos en el campo de las ciencias sociales y humanas es, hasta el día de hoy, el brasileño Paulo Freire (1921-1998). Su importancia radica no solamente en su aguda crítica del sistema educativo colonialmente impuesto en toda América Latina y el Caribe, sino también en el diseño teórico de una alternativa. Igualmente importante fue la puesta en práctica de tal alternativa y la demostración de su factibilidad y buenos resultados.

            En el segundo capítulo de su Pedagogía del oprimido, Freire resume su crítica al sistema educativo como basado en una “concepción bancaria”, según la cual “el saber, el conocimiento, es una donación de aquellos que se juzgan sabios a los que juzgan ignorantes” (p. 79). Con ello, “lo que pretenden los opresores es transformar la mentalidad de los oprimidos y no la situación que los oprime. A fin de lograr una mejor adaptación a la situación que, a la vez, permita una mejor forma de dominación” (p. 81). En cambio, la educación problematizadora, auténticamente reflexiva, concientizadora y liberadora se basa en la creatividad de la/os llamada/os educanda/os e implica el permanente desvelamiento de la realidad, de modo que ella/os “van desarrollando su poder de captación y de comprensión del mundo que, en sus relaciones con él, se les presenta no ya como una realidad estática sino como una realidad en transformación, en proceso” (p. 96).

            Como lo relata el politólogo uruguayo y especialista en educación popular Julio Barreiro en su introducción a otra obra muy conocida del citado educador y filósofo brasileño, La educación como práctica de la libertad, el método pedagógico inventado por Freire llevaba a que en mes y medio un iletrado adulto “aprendía a decir y a escribir su palabra. Alcanzaba a ser el dueño de su propia voz”. Tal éxito provocó la rápida multiplicación en todo el país entonces gobernado por un presidente izquierdista, de los “círculos de la cultura” para la alfabetización de los segmentos sociales más pobres y abandonados.

            Sin embargo, el golpe militar de 1964, el primero de toda una serie de llegadas de regímenes autodenominados “de seguridad nacional”, produjo el abrupto fin de esta pedagogía considerada peligrosa para la estabilidad del sistema social reinante, el breve encarcelamiento y luego el largo exilio de su carismático fundador, quien siguió desarrollando sus ideas y promoviendo su puesta en práctica en Sudamérica y África antes de poder regresar en los años 1980 a su país. Su concepción de la lecto-escritura como técnica civilizatoria y como toma de conciencia por parte de los oprimidos para posibilitar su liberación mediante un cambio radical del sistema, se vió reforzada también por las teorías de la evolución social, pues ya en 1936 el arqueólogo australiano-británico Vere Gordon Childe había diagnosticado en su obra Los orígenes de la civilización (caps. VII y VIII) la división social entre trabajo físico y trabajo intelectual como la base decisiva de la evolución del Estado como forma de organización sociopolítica dominante hasta el día de hoy.

            En América Latina, la perspectiva y las propuestas prácticas freireanas han sido aprovechadas de muchas maneras por un amplio abanico de grupos sociales y organizaciones populares comprometidas con una radical transformación del régimen social vigente, cuyo denominador común es el rechazo tanto de los modelos pedagógicos neocoloniales impuestos por instancias “expertas” norteñas y aplicadas dócilmente por los aparatos educativo-administrativos sureños, como de todas las estrategias de educación popular basadas en vanguardias iluminadas de cualquier especie, ya que ambos tipos de pedagogía reproducen la domesticación y dominación existentes. No puede sorprender que se ha tratado de aplicar dicha perspectiva alternativa, por ejemplo, en el ámbito de la teología de la liberación, en las llamadas Comunidades Eclesiales de Base (caracterizadas por su estrategia ver-juzgar-actuar) y organizaciones semejantes, o en algunas ramas del movimiento cooperativista, las cuales se han entendido como formas de organización económica no basadas en el capital, sino en el trabajo humano.

Retrato de Paulo Freire por Slobodan Dimitrov en 1977. Wikimedia Commons

Educación superior, investigación científica y decolonialidad

Los (¿primeros?) dos años de la pandemia coronavírica han tenido como efecto en muchos lugares y segmentos del sistema educativo mexicano una fuerte reducción de sus actividades, mientras que en otros se han generado interesantes experimentos –no siempre exitosos– para compensar o sustituir las actividades presenciales imposibilitadas por otras, fundamentalmente de tipo digital. Sin embargo, la dinámica observable en las instancias federales y estatales y en la mayoría de las universidades, parece ser el desesperado intento de dar la impresión de estar reanudando sin ruptura la antigua “normalidad”. Pero ¿no niegan con ello tanto los estragos producidos por la pandemia en los programas educativos, como los potenciales de las innovaciones producidas para enfrentar la pandemia? Además, ¿no eclipsan una vez más así las muchas críticas fundamentales al sistema educativo mexicano en todos sus niveles, en los cuales, por cierto, la educación artística y la filosofía se hallan completamente arrinconadas? Especialmente en el nivel “superior”, su frenética sucesión de “modelos” y de “actualización de planes de estudio” revelan, al igual que sus tsunamis evaluativas, una concepción del proceso de enseñanza-aprendizaje técnico-fabril. Tal proceso es controlado por mecanismos gerencial-burocráticos basados en indicadores cuantitativos, que convierten a la/os educanda/os en clientes y reducen a la/os docentes a “impartidora/es” de módulos prefabricados, supuestamente orientados por las necesidades del mercado.

            Dicha crítica incluye también la principal función sustantiva de la universidad, o sea la investigación en ciencias naturales, exactas, sociales y humanas. Pero la única respuesta gubernamental a las quejas sobre la precarización de la universidad pública, o sea, sobre los limitados salarios y presupuestos de operación, las exiguas y generalmente desactualizadas bibliotecas y las insignificantes infraestructuras tecnológicas parece ser la implantación de una combinación de sistemas estajanovianos de estímulos con abundantes “evaluaciones” sobradamente cuantitativas y cortoplacistas. ¿Realmente alguien cree que así se podrá evitar futuras repeticiones de la nula aportación científica latinoamericana propia (con excepción de la cubana) al combate de la pandemia coronavírica?

            ¿Pero no será una de las causas principales de esta ignominiosa situación la concepción ampliamente difundida entre muchos funcionarios universitarios de que la universidad constituye algo así como una “Escuela Preparatoria II”, o sea el último peldaño de un sistema pedagógico cortado con la misma tela de todos los demás niveles previos, para reproducir el sistema, situación que empieza a corroer incluso el nivel de posgrados?

            ¿No sería el actual ocaso de la antigua normalidad la ocasión propicia para repensar todo el sistema pedagógico en América Latina y el Caribe con una perspectiva auténticamente decolonial? Una perspectiva relativa a la educación de niños, jóvenes y adultos, en la que han estado confluyendo los esfuerzos de mucha/os pensadora/es teórica/os y de mucha/os educadora/es práctica/os, aunque no toda/os llegaron a combinar tan estelarmente la teoría con la práctica.

            Para ello, debería dejarse de moldear las instituciones universitarias de acuerdo con los habituales modelos de primaria, secundaria y preparatoria dedicados a garantizar la subordinación política y la domesticación mental y económica de la/os futura/os ciudadana/os y consumidora/es. ¿No tendrían que reconstruirse –tal vez desde la reorganización de la universidad–, estructuras y procesos pedagógicos para que estudiantado, personal académico y apoyos técnico-administrativos puedan dar rienda suelta a la fascinación por la aventura intelectual de descubrir, despertar, guiar, incrementar potenciales humanos creativos, curiosos, críticos, emancipatorios –precisamente en el sentido liberador de la pedagogía de Paulo Freire–?