Estamos a escasos días de la marcha del Orgullo LGBTIQ+ de la Ciudad de México. Para quien no sepa qué significa eso, ésta es la marcha que reivindica los derechos y las exigencias de justicia (restaurativa, distributiva y contributiva) de las personas de la diversidad sexo-genérica, es decir, hombres homosexuales, mujeres lesbianas, personas bisexuales, trans, intersexuales y queer, así como toda otra identidad o corporalidad que de una u otra forma ha sido declarada abyecta por diversos discursos cis-heterosexistas. Ésta será la edición número 41 de la marcha de la Ciudad de México y coincidirá con el aniversario número 50 de los levantamientos de Stonewall en la ciudad de Nueva York, mismos que suelen tomarse como el inicio de un movimiento de liberación LGBTIQ+.

Como cada año, la marcha suscita reflexiones acerca de si deben o no acudir las empresas y los partidos políticos o de quién debe estar hasta adelante de ésta o, también como cada año, si debemos vivir el Orgullo como una marcha de protesta o como una fiesta o si es posible que sea ambas cosas a una misma vez. No faltarán quienes llamen a boicotearla al no acudir o al realizar contra-marchas para denunciar el capitalismo rosa y el pinkwashing del gobierno en turno y tampoco faltará quien diga que hay que vestirse de forma “respetable” –y no estoy hablando de Andrea Legarreta– para que la sociedad nos tome en serio.

La marcha es en ese sentido multitudinaria. Y con esto no me refiero únicamente al número de asistentes que ésta convoca sino, también, a los diversos sentidos con los cuales se le vive y comprende. En cierto sentido la marcha del Orgullo es una y muchas a una misma vez. Es multitudinaria porque a ella acuden identidades y corporalidades diversas y por ello mismo no podríamos decir que el sujeto político que allí goza y protesta es homogéneo. Las trayectorias de lucha, las demandas actuales, las necesidades exigidas son distintas para los diversos sectores que en ella convergen. La historia de las reivindicaciones políticas de las lesbianas, las personas trans y las personas intersex, para poner un ejemplo, no es la misma que la historia del movimiento de liberación homosexual aunque, desde luego, hayan tenido y sigan teniendo momentos y espacios de coincidencia.

Esto hay que decirlo para dar pie a un sentido más profundo de multitud. La afamada teórica queer Judith Butler llegó a expresar en alguna ocasión que quizás el sujeto político del movimiento LGBTIQ+ se asemejaba más a una multitud que a un bloque histórico o a un sujeto político clásico como podría ser la clase obrera. El concepto de multitud, como sabrán algunas personas, tiene una larga historia en la filosofía y fue empleado por vez primera por Baruch Spinoza y retomado siglos después por el marxismo autonomista de Negri y Hardt. Ello lo traigo a cuenta porque la noción de multitud resquebraja la idea de sujetos políticos unificados por experiencias o trayectorias históricas comunes; demanda y posibilita una forma de democracia absoluta que requiere una transformación en las subjetividades que abra la posibilidad a reconocer la diferencia y la novedad radical del otro. De allí que Negri sostuviera en más de una ocasión que la multitud no admitía totalización alguna, ni siquiera a través de la dialéctica.

Quizás por ello es que a mucho del activismo clásico de la izquierda latinoamericana le resulte tan inasimilable el movimiento LGBTIQ+. Porque si bien parece por momentos tener un discurso y una apuesta política unificada, en otras ocasiones queda clara la diversidad de experiencias y demandas allí presentes. Y, finalmente, hay en este movimiento un discurso político que muchas veces no se enuncia a través de un vocabulario político sino a través del baile, la fiesta y el goce del cuerpo. El sujeto político de la marcha, quisiera sugerir, es también multitudinario en este sentido.

Con ello quiero recalcar no sólo la heterogeneidad que lo compone sino también la existencia de fisuras y tensiones internas. Es sabido, por ejemplo, que existe una profunda hegemonía de lo gay que se traduce en mayor visibilidad y que para muchos activistas refleja la continuidad del machismo al interior del movimiento de la diversidad sexo-genérica. Pero hay así también otras tensiones menos conocidas y menos teorizadas.

Una en particular que ha ido cobrado visibilidad en los últimos años es el encontronazo entre ciertos feminismos autodenominados “críticos de género” y el movimiento trans. Habría que aclarar que, si bien dentro del primer grupo solemos encontrar muchas mujeres (cis) que se adscriben a los lesbofeminismos, este encontronazo NO es un choque entre identidades. No es éste un conflicto entre mujeres lesbianas (cis) y personas trans aunque por momentos así lo parezca. Y esto lo digo porque también hay mujeres heterosexuales (cis) que de facto se adscriben a estos feminismos críticos de género y que pueden o no hacerlo sin asumirse como lesbianas políticas, es decir, como mujeres que escogen activamente el no relacionarse con varones. Pero, así como esto ocurre, hay también muchísimas mujeres (cis), tanto lesbianas como heterosexuales, que no sólo no se adscriben a estos feminismos sino que son aliadas, amigas, colegas y compañeras de muchas personas trans. De allí que sostenga que éste no es un encontronazo entre identidades.

Agregaría a este punto que este encontronazo tampoco refleja un desencuentro entre el movimiento feminista y el movimiento LGBTIQ+, al menos no si por esto entendemos a ambos movimientos como unificados y homogéneos. Esto no niega que hayan habido tensiones entre ambos movimientos como, por ejemplo, cuando se señala que muchos varones de la diversidad sexual siguen reproduciendo prácticas misóginas. Asimismo, es verdad que hay una parte del movimiento feminista que ha expresado sus preocupaciones por lo que llaman la elegebetización –o lgbtización– del feminismo pues temen que los temas exclusivos de mujeres pierdan visibilidad, centralidad y apoyo en los propios espacios feministas. Pero esto es más un falso dilema al que se nos ha arrojado al hacer que ambos movimientos tengan que batallar entre sí por el acceso a recursos y espacios de representación; es, hay que decirlo, un mecanismo que induce división orquestado por políticas que parecen encaminadas a sabotearnos a todos.

Empero, así como esto ocurre, hay también dentro del feminismo voces que defienden estas alianzas pues comprenden que la misoginia y los discursos de odio contra la población LGBTQ tienen puntos en común sin necesariamente ser instancias de una misma dinámica de opresión. Estos otros feminismos reconocen, por ejemplo, que la feminización es una forma de descalificación e invalidación que suele dirigirse a todo tipo de sujetos subalternos y que sería por tanto tarea del feminismo desmontar un mecanismo de este tipo que no sólo perpetúa la opresión de las mujeres sino de muchos otros grupos.

Finalmente, el encontronazo que estamos discutiendo tampoco podría caracterizarse como un choque entre el así llamado feminismo radical y el activismo trans. Esto ocurre porque no todo el feminismo radical es trans-excluyente. Esto es así porque al feminismo radical lo caracteriza su oposición al denominado feminismo liberal al que suelen acusar de ser meramente reformista y conformarse con una igualdad formal que de facto no desactiva los mecanismos de opresión que atraviesan toda la vida social y que históricamente han regulado la autonomía corporal y reproductiva de las mujeres.

Sin embargo, de esta oposición no se colige necesariamente una sospecha o señalamiento dirigido a las personas trans. Yo, por ejemplo, tengo muchas amigas lesbianas que se consideran a sí mismas feministas radicales y aliadas indiscutibles de las personas trans. Como ellas mismas dicen, es falso que el sujeto trans sea cómplice del patriarcado y es igualmente falso que la opresión de las mujeres se circunscriba únicamente al control de la autonomía reproductiva de las mujeres pues han habido y siguen habiendo otros modos de objetificación que no se basan en la capacidad de gestar pero que sin duda operan sobre las mujeres qua mujeres, por ejemplo al fetichizarlas como objetos sexuales.

Dicho esto, podríamos sostener que este encontronazo es, si a caso, un choque entre discursos ontopolíticos en torno al cuerpo, al sexo/género y a lo que hemos de considerar el sujeto político del feminismo; por ontopolítica me refiero al discurso político sobre lo que es, sobre los modos de existencia y, en este caso, sobre lo que el cuerpo y el sexo/género son. Este choque no es nuevo, nació en los Estados Unidos en los años 1970 en el área de la bahía de San Francisco cuando la feminista Janice Raymond lanzó una serie de críticas hacia las subjetividades trans que, para narrar la historia de forma sucinta, desencadenó la salida de Sandy Stone de un colectivo separatista que se dedicaba a producir música hecha por mujeres. Stone en concreto decidió distanciarse de este colectivo después de un ataque armado del que fue presa por parte de un pequeño grupo que había llevado las ideas de Raymond al extremo. Tiempo después Stone escribiría el famoso ensayo The “Empire” Strikes Back: A Posttransexual Manifesto, texto que se considera fundacional en los estudios trans y en el que daba respuesta a Raymond.

Ahora bien, mucho se ha escrito en los ya más de cuarenta años que tiene este conflicto pero quizás su comprensión requiere algo más que exponer los argumentos en disputa, quizás requiere entender aquellas dinámicas sociales que los cimientan y que pueden permitirnos comprender el porqué hoy, en México, este encontronazo ha ido ganando visibilidad. Para ello, es necesario señalar que el feminismo crítico de género no suele interpelar directamente a las personas trans –y tampoco parece reconocernos mucha agencia– pues suele enfocar sus señalamientos ya sea en el dispositivo biomédico al que responsabilizan de la emergencia del sujeto trans o en una inefable “ideología transgénero” que en ocasiones rastrean a Judith Butler y la Teoría Queer y en otras ocasiones al ya mencionado dispositivo biomédico.

En cualquier caso, sus mayores acusaciones consisten en afirmar que: (i) el término “género” no debe entenderse como la expresión de un sentimiento sino que nombra la división de las diversas tareas y roles sociales históricamente adscritos a hombres y mujeres en función del sexo asignado al nacer; de allí que éste no deba reconocerse sino abolirse, (ii) la identidad de género es un concepto sin sustento empírico y que, además de ininteligible, de facto reifica los roles de género como identidades y conduce, en el proceso, a una reivindicación identitaria de mecanismos de opresión, (iii) las identidades trans implican la instauración de una heterosexualidad compulsiva que llevaría a la persecución de gays y lesbianas, (iv) darle cabida a las mujeres trans en espacios exclusivos de mujeres pone a estas últimas en riesgo pues pueden ser agredidas e, incluso, violadas por las primeras y, finalmente, (v) que a las personas trans no debiera apoyárseles en el “autoengaño” de que pertenecen a un género que no es el suyo sino que debiera “ayudárseles” a aceptar su cuerpo. A estas tesis suelen añadir que, si bien reconocen el sufrimiento asociado a la disforia de género y las múltiples violencias que viven las personas trans, no por ello la solución consiste en otorgarles derechos a una identidad autopercibida.

Como cabría esperarse, todos y cada uno de estos puntos han sido abordados y discutidos desde los transfeminismos y no únicamente con el afán de mostrar su falsedad sino para ponderarlos y considerar, si fuera el caso, las consecuencias que tendría su veracidad. Aquí vale la pena mencionar que los transfeminismos son, finalmente, feminismos y de eso se sigue que no tienen como objetivo vulnerar los derechos de nadie, mucho menos de las mujeres (cis). Esto lo reitero porque desde el transfeminismo se ha hecho una reflexión profunda que ha buscado comprender la posición que nos interpela. Esto último, sin embargo, no suele ocurrir de parte de estas posiciones transexcluyentes que no nos reconocen ni la agencia para escoger cómo vivir nuestras vidas y mucho menos la agencia para ser sujetos productores de una reflexión teórica, política y práctica cuyo fin es articularnos en luchas colectivas.

Desde los transfeminismos, por ejemplo, se ha señalado que la experiencia trans falsea toda acusación de restaurar la heterosexualidad compulsiva pues hay numerosísimos ejemplos de hombres trans gays y mujeres trans lesbianas. Incluso aquellas personas trans que se afirman heterosexuales suelen construir una heterosexualidad que no es falocéntrica ni complementarista pues se ha resignificado al cuerpo mismo y a lo que es ser hombre o mujer.

Sobre esto mismo cabe añadir que es falso que las mujeres trans lesbianas, o mujeres trans en general, sea acosadoras o violentadoras sexuales; este pánico moral, creado e impulsado por la derecha más rancia, ha sido tristemente retomado por estos feminismos que, como se ha documentado en Estados Unidos, Inglaterra y México, no ha dudado de hacer alianzas con los movimientos antiderechos con tal de limitar los avances del colectivo trans.

La realidad de la inmensa mayoría de las mujeres trans no es la de ser depredadoras sino la de enfrentar la continua posibilidad de ser expulsadas de un sanitario sólo por el hecho de ir porque el cuerpo lo demanda. Es más, la inmensa mayoría de mujeres trans viven una objetificación sexual aumentada porque los estigmas asociados a lo trans deshumanizan a estas mujeres y llevan a que sean abordadas como si fueran meros objetos sexuales y ello ocurre con muchísima frecuencia.

Tristemente, pánicos morales de este tipo los hemos encontrado antes como cuando se temía que la presencia de las propias mujeres lesbianas pusiera en riesgo a las mujeres heterosexuales en esos mismos espacios exclusivos de mujeres. Tanto en ese caso como en el actual, lo que observamos son pánicos morales que construyen a una identidad sexual como inherentemente depredadora y violenta. Estos pánicos morales movilizan imaginarios sociales perniciosos y amplifican y sensacionalizan casos sumamente infrecuentes de formas muy parecidas a la ya falseada noticia que dio la vuelta al mundo de un niño asesinado por sus madres porque no quería ponerse ropa de niña; esa noticia, por ejemplo, moviliza imaginarios lesbofóbicos y cisgeneristas que causan rechazo a las poblaciones LGBTIQ+. Así, haríamos bien desde los diversos feminismos de no cultivar este tipo de discursos.

Por otro lado, nadie en los transfeminismos niega la necesidad de abolir los roles de género puestos éstos limitan tanto a las personas cis como a las trans e impiden, por ejemplo, que tengamos científicas trans en las proporciones que corresponderían al tamaño de población de un país como México. Con respecto a la noción de identidad de género, es históricamente falso que ésta implique la reificación de los roles y que sea ininteligible y sin sustento empírico. Sobre esto último, por ejemplo, el buscador académico ScienceDirect regresa 7,477 resultados acerca de la etiología de la identidad de género y, en una búsqueda similar, Google Scholar nos revuelve 99,000 resultados.

Como ha explicado la historiadora Jeanne Meyerowitz, el término “identidad de género”, originalmente denominado “sexo psicológico”, fue acuñado porque la autocomprensión de las personas como hombres o mujeres no pudo nunca reducirse ni explicarse causalmente como la consecuencia de una morfología o una fisiología concretas ancladas en las gónadas, las hormonas o los caracteres sexuales primarios y secundarios. Pero, cabe hacer notar que así como fracasaron los determinismos biológicos, así también fracasaron los determinismos sociológicos pues se mostró que crecer bajo ciertos roles no implica que se adquiere una identidad específica. Más todavía, es falso que las personas trans construyan su identidad al acomodar su expresión de género a la hegemónica; es verdad que el discurso médico ha exigido y continúa exigiendo esto pero ha sido, en primer lugar, el activismo trans el que ha rechazado esta normativa. Hoy por hoy vemos mujeres trans con toda expresión de género posible y lo mismo podemos decir de los hombres trans y de las personas no binarias.

Finalmente, la supuesta falta de inteligibilidad de la identidad de género emana de un afán por ignorar nuestras voces y la propia historia del feminismo. Desde la metafísica de género, por ejemplo, se ha sostenido que categorías como “hombre” y “mujer” remiten de manera ambigua a cuerpos, identidades y subjetividades. Empero, la inmensa mayoría de normas sociales asociadas a éstas permiten pensar que dichas categorías son ontologías/posiciones sociales estructuradas por la diferencia sexual como imaginario –es decir, no como hecho anatómico, sino como posición simbólica–; estas ontologías/posiciones estructuran cómo nos imaginamos, cómo actuamos ante nuestro cuerpo y otros cuerpos, como nos desplazamos y habitamos el mundo, como deseamos. De ello, no se traduce, como ya he dicho, que esos imaginarios sean siempre reaccionarios y conservadores porque cada niña, cada niño, cada niñe, crece en un contexto diferente donde lo que es ser hombre o mujer cobra un sentido diferente; las identificaciones son así siempre contextuales y contingentes.

Para ilustrar esto imaginemos lo que ocurre cuando alguien, por ejemplo, hace un ejercicio de soñarse dentro de veinte años. Esa persona no se imagina descorporeizada sino que se fantasea teniendo cierto cuerpo y cierta forma de habitarlo/se. Ahí se expresa la identidad de cada quien como un horizonte a alcanzar que a la vez estructura cómo vivimos el presente y entendemos el pasado. Y ese ejercicio de pensarse y representarse lo hace todo ser humano y siempre que lo hace pone en evidencia cómo todo ser humano se comprende a sí mismo en formas que no se colapsan en biologicismos.

En cualquier caso, había dicho que más que exponer los argumentos que cruzan este debate, quizás hay que entender los cimientos que han hecho que tome prominencia. Y aquí es donde sospecho que las violencias son un factor explicativo clave. Dice Martha Nussbaum que nuestro círculo de preocupación moral, nuestro círculo eudaimonístico, se contrae en situaciones de escasez o violencia. Mucho me temo que las violencias misóginas que vive América Latina estén llevando a construir un sujeto político del feminismo con demarcaciones vigiladas con la esperanza de que esto permita tanto mayor cohesión entre “las mujeres” como una clara demarcación de quienes son presuntos beneficiarios del patriarcado y, quizás, por eso mismo, sus mayores –aunque no exclusivos– impulsores.

En un contexto en el cual la ciencia es hegemónica y provee de los grandes relatos de autocomprensión del sujeto no sorprendería que se le emplee para ejecutar la demarcación ya señalada. En antropología existe incluso un término, “biociudadanías”, que pretende nombrar cómo hoy la biología estructura no sólo nuestra autocomprensión sino nuestra pertenencia a diferentes grupos sociales, incluidos grupos “raciales” (sic) y grupos como los que las categorías sexo-genéricas buscan nombrar. Quizás de allí viene también ese deseo de encontrarle bases biológicas a toda identidad sexual, como si así se reivindicara la genuina y verdadera pertenencia a un grupo. Ello oculta, desde luego, su producción histórico y social y en ello incurren tanto los activismos LGBTIQ+ que insisten en que la biología nos legitimará como las feministas “críticas de género” que esperan encontrar allí un criterio de demarcación.

Añado a este esbozo de explicación que uno de los efectos tanto de las violencias como del propio discurso de la contingencia radical de la identidad es que ambos exhiben la fragilidad de nuestra autocomprensión. La violencia desde luego lo hace pues el otro se vuelve amenazante y quizás su alteridad se convierte en motivo de sospecha. Corroe la posibilidad de crear puentes. Por otro lado, reconocer la contingencia de la propia identidad exhibe lo frágil de nuestro ser. Esta fragilidad, como se sigue de la reinterpretación feminista de los trabajos de Raymond Ruyer, emana del comprender cómo es que somos producto de una contingencia que se juega en la propia historia de vida y que, si hubiésemos seguido otro trayecto, quizás seríamos radicalmente otros. Reconocer que pudimos haber tenido otra identidad es amenazante. Y quizás para ello sólo era necesario haber nacido en otros años, en otra ciudad, en otro país o haber tenido otros amigos, otras vivencias.

Esa posibilidad, en un contexto de violencias, puede sentirse también como violencia. Puede vivirse como amenaza. Quizás, es por esta conjunción de factores el que vemos avanzar a este encontronazo. Y quizás, para superarlo necesitamos de afectos radicales que construyan puentes –como lo sugiere la apuesta política de Lía la novia sirena–; quizás también es necesario recordar, como dice el giro decolonial inspirándose en la crítica levinasiana a Heidegger, que la búsqueda de autenticidad ontológica puede ser totalitaria e indiferente a la diferencia.

Quizás, retomando la idea de multitud y sus recuperaciones en Deleuze y Negri, sea necesario transformarnos como sujetos y reconocer la alteridad irrepetible de cada quien. Terminar de asimilar las consecuencias de esa frase que clama que “nadie sabe lo que puede un cuerpo” porque sus posibilidades exceden al ordenamiento del organismo. Asimilar la novedad ontológica del otro en una noción de multitud que esté genuinamente orgullosa de su diferencia. Salir a festejar esto en una marcha multitudinaria sí que será motivo de orgullo.