Nunca estuvo ahí

Ya no estoy aquí de Fernando Farías (2019) es la historia de Ulises, un joven líder de “Los terkos”, una pandilla de “morros” en un cinturón de miseria en Monterrey. Los personajes se dicen “cholombianos”, o parte de una subcultura creada alrededor de “las kolombianas”, una versión de las cumbias colombianas “rebajadas” o ralentizadas, y de vestimenta, bailes y peinados característicos. La narrativa se desarrolla en el culmen de la violencia en Monterrey en la era de los gobiernos de Felipe Calderón y Barack Obama, es decir, entre la “guerra contra las drogas” y las deportaciones masivas de migrantes indocumentados. Al verse accidentalmente involucrado en una matanza de otros pandilleros, Ulises está obligado a escapar de su barrio e irse a Nueva York a esconderse porque lo están persiguiendo. Pero allí es incapaz de adaptarse a su nuevo entorno y permanece preso de melancolía, acaba en situación de calle y sin trabajo hasta que se hace deportar. A su regreso a Monterrey, vemos a través de sus ojos cómo la violencia ha diezmando su pandilla y su comunidad.

Hasta aquí la mecánica de la trama.

Juan Daniel Garcia Treviño como Ulises Sampiero. Fotograma de Ya no estoy aquí.

 

En nuestra opinión, Ya no estoy aquí muestra la persistencia de formas de comodificación de la pobreza como estrategia de mercado y de representación. Primero, notemos que la película observa con paternalismo, desde una mirada externa e intelectualizante, las dinámicas tribales de “Los terkos” y sus expresiones culturales. Las presenta como constituidas por una inocencia premoderna y fatalista ineludiblemente marcada por la violencia perpetrada por sus propias condiciones de posibilidad. La película opera así en plena continuidad con la mirada antropológica decimonónica impuesta sobre los pueblos colonizados que fueron transformados en objetos de conocimiento y curiosidad para la ciencia occidental. Pasando de lado todos los debates sobre las políticas de la mirada que hubo a lo largo del siglo XX, que dieron lugar a prácticas complejas de representación como la auto-etnografía y reflexividad, la inocencia suscrita a Ulises tiene que ver con el culto a la originalidad, a la novedad y a la hibridación y al sincretismo como ideales culturales (despolitizados) de la globalización.

Ya no estoy aquí no es un filme único, sino un trabajo alineado a la estética transnacional del llamado “slow cinema,” ahora distribuido por Netflix y constituido desde el espacio limítrofe entre el cine de arte y el cine comercial. En ese sentido, Ya no estoy aquí es un filme profundamente sintomático de la cinematografía mexicana transnacional como modelo dominante de la industria nacional. Este tipo de cine obedece a ciertos códigos y representaciones que reiteran relaciones de poder entremezcladas con expresiones de clasismo y racismo que apuntan a serios problemas de representación de las poblaciones marginadas o en situaciones de violencia y precariedad. La película se estructura, en suma, alrededor de una tensión ética y política entre la necesidad de hacer visible a sujetos y objetos excluidos del espacio social, pero mediante estereotipos que perpetúan la misma exclusión.

Al igual que muchas cinematografías alrededor del mundo, el cine mexicano se gesta a partir de una paradoja. Por un lado, el cine mexicano ha tenido por años una amplia visibilidad transnacional y una poderosa infraestructura económica a nivel de exhibición. Los llamados “tres amigos” —Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro— dominaron los Óscares durante una década. Numerosos filmes mexicanos han recibido toda clase de reconocimientos en festivales. Existe una circulación importante de actores y técnicos mexicanos en Hollywood y otras industrias. El cine comercial arroja cada año un par de éxitos de taquilla, y el crecimiento en ese sector ha apuntalado también una renovación importante en la producción en plataformas digitales. México es uno de los diez países que generan más ingresos en términos de entradas de cine vendidas, pero la participación de producciones mexicanas en Netflix, Pantaya, Filmin Latino y Amazon Prime ha sido igualmente considerable.

Por otro lado, una mirada mínima al Anuario Estadístico del Cine Mexicano muestra que estos éxitos coexisten absurdamente con una profunda precariedad. El país produce decenas de filmes que no se estrenan y muchos más que se enlatan después de una semana o dos en unas cuantas pantallas. De lo que sale a la superficie sólo un puñado de películas —en su mayoría comedias— alcanza un mínimo grado de exposición y rentabilidad. Esto se debe principalmente al duopolio de exhibición —Cinépolis y Cinemex—, amparado por tratados de libre comercio, y sin el urgente contrapeso de cláusulas de excepción cultural o cuotas de contenidos. También hay que reconocer que un cine sin acceso al mercado y sin diálogo con sus audiencias se vuelve autorreferencial y repetitivo. Resulta desolador pensar en las formas en que un gran porcentaje de nuestra sobreproducción es profundamente mediocre. Por estas razones, es celebrable que un filme como Ya no estoy aquí exista, como evidencia de un producto cinematográfico de calidad que supera los escollos infraestructurales. Al mismo tiempo, al superar estos escollos, la cinta amerita también atención crítica a sus políticas de representación.

La otredad que se presenta en Ya no estoy aquí tiene dimensiones locales significativas, atadas a la ubicación del filme en el contexto del gobierno de Felipe Calderón. La película legitima, como se decía desde 2007, que la violencia nacional era perpetrada por delincuentes que supuestamente mantenían un control territorial en zonas del país, sobre todo en el norte. Esta narrativa ha sido fuertemente criticada y calificada como falsa, con base en las tendencias del homicidio en todo el país, correlativas geográficamente con la militarización, y no con la súbita emergencia de “ninis” y “chavos banda” en el imaginario clasista imperante. La narrativa de la película se corresponde, al igual que con mucha de la llamada narcocultura, con el discurso oficial sobre el “crimen organizado”, y por implicación, con las políticas de intervención militarista de Calderón. La violencia en la película se desarrolla por la propia pulsión salvaje de los pandilleros que asedian a Ulises y su grupo que, fieles a su inocencia ontológica, sólo quieren bailar.

Los personajes aparecen enmarcados por estereotipos de pureza y barbarie, pero nunca se reconocen como sujetos políticos o participantes conscientes dentro su propia realidad y menos con agencia sobre su entorno. Esto es un tropo común en varias cinematografías latinoamericanas. Por ejemplo, Tropa de élite (José Padilha 2007) hace más explícitamente una apología de la militarización, inseparable de la ONGización en las favelas de Rio de Janeiro con temas muy similares. No presumimos aquí una postura política de Frías, pero hay que tomar en cuenta que la política de representación de los barrios marginales tiene una historia fílmica funesta y que en este caso valida, quizá a pesar suyo, la interpretación de la derecha mexicana de dichos barrios.

En ese sentido, la película está construida a partir de elipsis temporales y narrativas, creando vacíos de información importantes. Sobre esta estructura, se invita al espectador a llenar los huecos con sus propios prejuicios, que no pueden venir sino de la narrativa calderonista en torno a la “guerra contra el narco”. Consideremos que el reverso del barrio de Ulises es San Pedro Garza García, el municipio donde se concentra la mayor riqueza de toda América Latina y que, en esa época, su alcalde Mauricio Fernández recurrió a una controvertida pero incuestionada estrategia paramilitar y de espionaje para supuestamente proteger a su municipio de la “violencia del narco”. Esta parte, que es el trasfondo político e histórico que determina el destino de Ulises, es obliterada. También está ausente de la trama el polo opuesto de Ulises que es Cindy la Regia, personaje de un filme comercial lanzado poco antes, quien sí cuenta con las herramientas para sobrevivir en su nuevo entorno —resultado del viaje iniciático de la provincia a la capital— derivadas de sus privilegios de clase. Esta “realidad otra” (de la cual la inmediatez de Ulises es inextrincable), es la de la normalización del lujo y el privilegio documentada en la serie de fotografías de Yvonne Venegas de casas de San Pedro Garza García. “Los terkos” contrastan radicalmente con esas imágenes al mezclar la vestimenta de los cholos de Los Ángeles con pantalones y camisas coloridos y bombachos, referencias a la Virgen de Guadalupe, y unos recurrentes tenis Converse.

La singularidad de los “cholombianos” fue hecha famosa en un artículo de Vice y una exposición de fotografía en Londres en 2015. El sentido de pertenencia de la pandilla es la música en vez del territorio o las estructuras familiares de cada uno de los miembros. “Los terkos” son la manifestación de una contracultura expresada en baile, música y slang desligados de su contexto: una pandilla flotante en un país que no la reconoce, apropiándose de una cultura colombiana que ni siquiera sabe de su existencia. Por eso no hay vínculos posibles entre el referente de Colombia y las “kolombianas”, que en el México de la cinta se consumen por fuera de la historia de ambos países. Una identidad que no es ni nacional, ni política ni ideológica. La “inocencia” de Ulises apela a la añoranza del paraíso perdido, no del pasado cultural ancestral —la narrativa nacionalista de la modernidad— sino de una esencia cultural que diera origen a una comunidad manufacturada a partir de símbolos, objetos y rituales. Los “cholombianos” son unos nuevos salvajes cuya identidad está construida a partir de mercancías (no dejamos de preguntarnos, ¿de dónde sacan dinero para sus Converse, tintes de pelo y sprays para los peinados?). A diferencia de las identidades premodernas, la comunidad de “los cholombianos” es un producto cultural gestado a partir del consumo.

Hay un precedente importante en la representación cinematográfica de la cultura “colombiana” de Monterrey: Cumbia callera (René Villareal, 2007). Mucho menos estilizada, y problemática por otras razones, esta última es sin embargo una mejor película en su comprensión de las tensiones sociales de Monterrey. En vez de la estética lenta de Ya no estoy aquí, Cumbia callera se estructura alrededor de la música de Celso Piña, y en una combinación genérica que va del cine musical y el cine social hasta la sexicomedia. Villareal es un director formalmente más atrevido, porque al introducir estos registros del cine popular mexicano, evade el esteticismo contemplativo y predecible de Frías. Villareal tematiza además la misma idea de filmar a estos jóvenes a través de un personaje principal sin pasar por alto articulaciones de clase y el problema de apropiarse de las historias de los otros, que Frías simplemente deja fuera. Dos puntos más emergen de esta comparación. El primero es que Ya no estoy aquí vende como novedad a sus audiencias una cultura que lleva años en el horizonte de visibilidad, gracias al éxito musical de bandas como El Gran Silencio y el propio Celso Piña. Segundo, la proyección hacia los Estados Unidos, en apariencia política, es en realidad una forma de ignorar algunas complejidades de Monterrey, algo que la cinta de Villarreal incorpora con mayor fortuna.

Debido a esta borradura, en el mundo de los jóvenes de Ya no estoy aquí, todos son presa de sus impulsos e intuiciones, sean estos violencia o expresiones espontáneas de su consumo de música popular. No tienen ambiciones en particular, salvo comprar un reproductor de MP3 con la música de las cumbias “rebajadas” que han encontrado en un tianguis del barrio. Pero eso Ulises no problematiza la forma en que sus aspiraciones y deseos se atan a la profunda conciencia que los personajes podrían tener respecto a su posición social. La narrativa nos presenta casi a un sujeto “puro” en el sentido moral conservador, que sólo opera en función a su música y baile, como una ontología artística ahistórica. Es puro porque sólo se expresa a través del baile. No busca siquiera consumir (más que el reproductor de MP3) y tampoco manifiesta un deseo sexual, ni intención (o capacidad) de expresarse de otras maneras que no sean a través de su cuerpo respondiendo a su música. Esta presentación aduce una posición política vacía de parte de la audiencia, que nunca proviene del mismo estrato social que los personajes en las desiguales industrias culturales del presente. Ver al otro aislado de sus contextos de clase es un mecanismo perenne del cine social neoliberal, desde la colombiana Rodrigo D No Futuro (Victor Gaviria 1990) hasta Chicuarotes (Gael García Bernal, 2019), un mecanismo de invisibilización de la totalidad social de la desigualdad, para el consumo progresista de los beneficiados del neoliberalismo. En cierto sentido, el problema en Ya no estoy aquí es la constante reiteración de un modo representacional en apariencia agotado por treinta años de uso y abuso, pero que aquí regresa en una versión estilizada.

Comparemos esta política de representación con una obra paradigmática del cine social contemporáneo. En la película La Haine (1995), de Matthew Kassowitz, se narra la vida de un grupo de jóvenes de la banlieue parisina enfrentando diversas situaciones de violencia y acoso policial interpolándose en su subcultura, el boxeo callejero. En la película hay una escena en la que dos periodistas buscan a los protagonistas para entrevistarlos y ellos se niegan con desprecio, rechazando la imposición de la mirada de afuera que representan los medios de comunicación. De este modo, el director nos recuerda que hay un sujeto más privilegiado que mira, y que allí hay una relación ética y política compleja que se tiene que reconocer en el acto de observar a estos otros.

En Ya no estoy aquí, por el contrario, los pandilleros no se expresan, sino que performatizan la hibridación de culturas traída por la globalización. La subcultura de “Los terkos” no tiene significado o propósito en sí más allá de la música, la vestimenta y el peinado. Podríamos comparar Ya no estoy aquí con el memorable documental de Sara Minter, Alma punk (1992), sobre una pandilla de punks en Ciudad Neza, aglutinados también por la música. Pero los punks instrumentalizan su condición de marginales al haber sido excluidos por la sociedad y evidenciando dicha marginalidad a través de la música, el baile, la vestimenta, el peinado y la actitud. ¿Qué expresan, qué desean, a qué aspiran “Los terkos”?

La ausencia de esta pregunta clave se hace evidente cuando parte de la trama se invierte en el deseo del reproductor de MP3, que Ulises y sus amigos reverencian casi como un objeto sagrado, cuando es precisamente en el contexto de los tianguis donde se construye la economía informal del contrabando y la piratería de productos audiovisuales disponibles para los consumidores de la clase media alta, pero abaratados precisamente por la posibilidad de copiar los contenidos sin restricciones legales.

La incapacidad de Ulises de comunicarse se exacerba cuando se ve forzado a sobrevivir fuera de contexto, en Nueva York. Allí se advierte otro prejuicio: para el supuesto destino natural de la población redundante en México su única opción, nos sugiere la película, es morir en la violencia o migrar a Estados Unidos. Durante todo este tiempo, Ulises es acompañado intermitentemente por Lin, una joven de ascendencia china cuyo abuelo ofreció al “terko” su único empleo formal. Entre la curiosidad y la atracción, Lin intenta construir formas de comunicación con Ulises, regalándole un diccionario y conversando por medio de un traductor online. Pero Ulises no se preocupa por intentar alguna estrategia de supervivencia para comunicarse con ella. Confinado a sus límites identitarios, Ulises permanece atrapado en su melancolía y en su única pulsión de seguir bailando, a diferencia de Lin que rápidamente aprende el significado de varias palabras en español e incluso intenta emular la apariencia de su nuevo amigo. Resulta aquí inverosímil, por el contrario, que un joven de Monterrey no pueda incorporar ni siquiera por proximidad cultural las palabras más básicas del inglés en la economía neoliberal que se insertan estructuralmente en la epistemología mediada de la sociedad mexicana en su conjunto: money, work, pay. Las únicas palabras que Ulises profiere en inglés son “fuck you”, para insultar al policía que le pregunta si tiene permiso para bailar en la calle. El inexpresivo Ulises rompe con su personaje por un instante para performatizar una estereotipada violencia simbólica que hasta entonces le había resultado ajena.

La relación de Lin y Ulises pone de manifiesto una cuestión de género visible en el cine de Frías. Esta es la segunda película en la que se le otorga a una mujer extranjera el rol de redimir a un hombre mexicano. Su ópera prima Rezeta se enfoca en una modelo albanesa que llega a México y se enamora de un artista mexicano. El protagonista mexicano tiene paralelos con Ulises—la relación con la música—, pero la diferencia de clase es muy notable. Ambas mujeres son sujetas a una mirada masculina que eleva su extranjería y su diferencia exótica como espacios de deseo y de fallida redención del personaje masculino. Lin se fascina por la vestimenta, peinado y música de Ulises, pero no puede reprimir su frustración cuando comprende que Ulises pareciera negarse a estar ahí. En este punto la película se traiciona a sí misma en la melancolía manipuladora de su protagonista: Ulises es un personaje vacío de sujeto, un personaje que nunca estuvo realmente allí.

Como en La jaula de oro (Diego Quemada-Diez, 2013), Chicuarotes e inclusive La camarista (Lila Avilés, 2019), el fatalismo casi naturalista de Ya no estoy aquí se cierra cuando Ulises, asediado por otros jóvenes migrantes con los que compartía un departamento (igualmente incapaces de controlar su consumo de música popular y su violencia supuestamente innata), decide regresar a México desinteresado de una vida en el exilio (ni la dura increpación de su madre, que le advierte de no volver porque lo podrían matar, consigue disuadirlo). Sin mayores explicaciones, Lin lo deja de buscar y Ulises, incapaz de relacionarse con nadie más, se vuelve un indigente, invierte su dinero en pegamento para drogarse, y unos policías (amabilísimos) lo remiten a un centro de detención para indocumentados. Aquí la película termina de anular su potencial crítico en el breve paso de Ulises, no por el limbo del infernal sistema migratorio estadounidense, sino por una fría pero funcional, burocrática y segura sala de espera hacia la deportación. No sabemos cuánto tiempo pasó ni las condiciones en las que vivió allí dentro. La condición migrante sobra en la película, como si se temiera a repetir el cliché del indocumentado, pero no sus efectos.

Ulises regresa a satisfacer su pulsión inaplazable de bailar con sus amigos, sólo para encontrar que los jóvenes violentos de su entorno han diezmado a su grupo. Se niega hasta el final cualquier posibilidad de subjetividad política a Ulises, del mismo modo en que se le hace al personaje de Cleo en Roma (2018) de Alfonso Cuarón. En esta última película las poblaciones redundantes son representadas como la carne de cañón que sostiene el orden de la nación: Fermín (el novio de Cleo) es un miembro del grupo paramilitar “Los Halcones” entrenado para desestabilizar al movimiento estudiantil, mientras que Cleo no sólo suspende su vida indefinidamente para cuidar a la familia de su patrona, la señora Sofía, sino que pone la vida misma en riesgo para salvar a uno de los niños cuando está a  punto de ahogarse en el mar. Para Cleo, durante el llamado “halconazo”, la matanza perpetrada por el grupo paramilitar el 10 de junio de 1971, la única realidad es su cuerpo a punto de parir una hija muerta. Así, aunque los procesos políticos e históricos están más presentes como trasfondo en la narrativa, Cleo queda completamente ajena a ellos. Le pasan de lado al igual que a Ulises, como si la historia sólo ocurriera para el México de la clase media y alta de la Ciudad de México y de Monterrey.

Las dos películas son, finalmente, perspectivas que imaginan el mundo de la clase subalterna como el espacio de inocencia y de pulsiones instintivas sin posibilidad alguna de agencia. Es el performance de la melancolía que en su momento estudió Roger Bartra para examinar críticamente el retablo de la mexicanidad, aquí actualizado para la era neoliberal del siglo XXI. Se privatizan los problemas políticos (la falta de opciones para Cleo y para Ulises) en sintonía con el cine de favela brasileño de los noventa en el que se dejó de mirar a las poblaciones habitando cinturones de miseria como potenciales agentes políticos.

No sin ironía, Ulises tiene un precedente significativo. En Amarte Duele (Fernando Sariñana, 2002) hay otro Ulises, el protagonista de la película, interpretado por Luis Fernando Peña. Es también un muchacho moreno instrumentalizado para poner sobre la mesa la mirada de clase y la exotización de los pobres racializados a partir de la confrontación de dos formas de vida distintas: la privilegiada y la redundante. El trasfondo de esta narrativa es el desarrollo urbano neoliberal y la privatización parcial del municipio Cuajimalpa/Santa Fe que afianzaron la desigualdad de estas formas de vida y el acceso diferenciado al consumo dentro del sistema neoliberal y sus relaciones sociales espacializadas. Pero hasta ese drama romántico, al obviar el clasismo que rodea la vida de Ulises, y que termina con su asesinato, tiene una perspectiva más crítica que Ya no estoy aquí.

Miradas a través de la blanquitud, definida por Bolívar Echeverría como un racismo tolerante que busca (condicionalmente) incorporar un gran número de otros raciales a una modernidad norteamericanizada, las clases subalternas, terminan siempre equivalentes a una “cultura” exógena y con rasgos extraños para la clase dominante que observa autocomplaciente su liberalismo incluyente. Se trata de un racismo identitario-civilizatorio, la internalización del ethos histórico del capitalismo, como enseña Echeverría, pero también de la modernidad prometida por el Estado-Nación.

Ya no estoy aquí ha sido aclamada, y no sorprende. La pregunta que surge es, ¿a qué sensibilidad apela? La celebración despolitizada del arte por el arte es típica del pensamiento neoliberal. Es la idealización de la supuesta creatividad desbordada de los “cholombianos” que florece en un mundo marginado y violento en el que la cultura se convierte en un salvavidas y en vehículo de la única humanidad atribuible a los personajes. Se ha argumentado que Ya no estoy aquí es una película sobre la asimilación, el sincretismo y la apropiación cultural de los “cholombianos”, pasando de lado del actual debate sobre la apropiación desde el privilegio de las comunidades marginadas precisamente por su capital cultural. Se ha interpretado el mecanismo de apropiación de elementos culturales foráneos en la película como el elemento que le da supuesta agencia a Ulises y la mirada antropológica de Frías como un elemento positivo de la película. Menos que sincretismo, aquí hay el performance entretenido del otro como si estuviera obligado a repetirse en un escenario móvil donde es lícito el movimiento, pero no el discurso. Puede bailar mientras no hable.

Ya no estoy aquí es una película que naturaliza el borramiento de Ulises tanto en la “guerra contra el narco” como en la migración, manifestación de una derrota impuesta desde fuera. La identidad dislocada de Ulises tiene un marco socioeconómico que lejos de operar como apropiación o sincretismo, consiste en la circulación de sonidos y cuerpos en movimiento al ritmo de los circuitos comerciales del cine neoliberal. Quien se apropia no es Ulises, sino el director, produciendo un filme estetizado frente a una subcultura que entiende y representa a medias.

Frente al entusiasmo de varios críticos, el académico británico Paul Julian Smith planteó en Twitter una serie de críticas puntuales, debatiendo con la crítica mexicana Fernanda Solórzano. Smith notó la impasibilidad que emerge con el enmarcamiento de los actores no profesionales, que revelan más vida en los dos minutos de audiciones que se ven después de los créditos (“Siento que esta película se está convirtiendo en cuento”, dice la canción que los acompaña). Finalmente, Smith advirtió que el filme pertenece a una escuela de realismo mexicano (La jaula de oro es su otro ejemplo) que constituye una regresión hacia la idea de que la mera representación de estos temas es políticamente importante en sí. Incluso Smith ubicó un video de YouTube sobre esta subcultura donde un fotógrafo, en 2012, mostró exactamente las mismas locaciones del filme.

En conclusión, creemos que el filme muestra el constante y repetitivo agotamiento del paradigma del cine real, que se conforma con la exhibición de las vidas de los mexicanos de clases bajas como centro de su política. Esto se ha repetido ad nauseam por años. El close-up realista que busca enfocar a personajes como Ulises en su experiencia individual e identitaria se construye sobre la incapacidad de pensar y representar las condiciones sociales mismas de la desigualdad. Si bien Ulises no está ni estuvo nunca ahí, la película nos confirma la presencia constante de la clase creativa mediada por la imaginación neoliberal y la despolitizada y autocomplaciente audiencia de clase media y alta que le aplaude. Son ellos los que siempre están ahí.

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