«Nuevo orden» o la fantasía del privilegio amenazado en el México neoliberal

¿Hay algo más aburrido, oportunista o estéril que sucumbir al mandato superyoico de inventar incesantemente nuevas transgresiones y provocaciones artísticas? 

Slavoj Žižek

 

El 4 de junio de 2020, el albañil Giovanni López Ramírez fue detenido por policías municipales de Ixtlahuacán, Jalisco, por no llevar cubrebocas. Giovanni fue forzado a subirse a una patrulla y tras haber sido sometido a golpes, falleció bajo custodia de la policía por un traumatismo craneoencefálico. Al día siguiente, afuera de la “Casa de Guadalajara” de Polanco, en la Ciudad de México, se llevaron a cabo disturbios violentos de gente encapuchada clamando justicia por Giovanni y denunciando el crimen de la policía como racista. En un artículo de La Jornada, se describió cómo los disturbios de Polanco estuvieron conectados con la protesta afuera de la Embajada de Estados Unidos por el asesinato de George Floyd, el hombre afroamericano que fue asfixiado por policías blancos en Minneapolis el 25 de mayo. El asesinato de Floyd desató protestas y revueltas por todo Estados Unidos vinculadas con el movimiento Black Lives Matter. Su eco en Polanco duró dos días. Según la nota de La Jornada, jóvenes encapuchados, vestidos de negro y armados con piedras, palos, aerosoles, bombas molotov y martillos, se desplazaron desde la embajada estadounidense por la Avenida Reforma atentando contra bancos y comercios, dirigiéndose a la representación del gobierno de Jalisco en Campos Elíseos y Rubén Darío. Durante dos horas destrozaron sucursales bancarias, saquearon tiendas de conveniencia, rompieron ventanas y puertas de cristal en edificios de departamentos y dejaron escrito en los muros consignas como “Fuego a la burguesía”, “Giovanni no murió”, ¿Cómo se ve el hambre desde su balcón?”, “Fachos”, “Para que seas rico hace falta mil pobres” (Bravo, “Tras irrumpir protesta contra el racismo, jóvenes vandalizan la casa Jalisco”, La Jornada).

Las protestas anarquistas-antiracistas en México concatenando el asesinato de Georges Floyd y el movimiento de Black Lives Matter con el asesinato de Giovanni López y los ataques en Polanco, más que generar una discusión que llevara a un movimiento organizado contra el racismo sistémico y la violencia policial en México, está en consonancia con el discurso del actual régimen. El imaginario político de la llamada Cuarta Transformación (4T) está estructurado a partir de una política que representa los intereses de “los pobres” y “los pueblos originarios” que se contrapone a la estrategia de gobernar mediante concesiones y privilegios a los “corruptos fifís”. Si bien la izquierda del siglo XX estuvo organizada a partir de la oposición dialéctica entre la burguesía y el proletariado, el actual régimen tiene su base ideológica en la populista oposición fifís vs. chairos que no corresponde a la división de clases con base en las relaciones de producción neoliberal. Esta oposición resulta obsoleta porque el poder dejó de residir en la burguesía, la antes detentora de los medios de producción bajo el capitalismo industrial. A lo que sí corresponde, es a las nuevas identidades políticas afincadas en el resentimiento y a la desarticulación del tema de clase de casi todos los discursos políticos y culturales: ser “pobre” no es ser de clase trabajadora, ni trabajador precarizado, ni comunidad indígena con demandas de reconocimiento político, ni desplazado por la violencia, el despojo o el cambio climático, mucho menos (familiar de) desaparecido.

 A raíz de la adopción del neoliberalismo, hubo una profunda reconfiguración del tejido y estructuras sociales y distribución de la riqueza, haciendo que el poder se localizara en la alianza entre la clase política y la oligarquía o el 1%: aquellos que se enriquecieron a partir de privatizaciones y concesiones del Estado y que son dueños de monopolios figurados en arquetipos como jeques del Golfo Pérsico, corporaciones chinas, especuladores de Wall Street, oligarcas rusos, indios billonarios de las industrias de microchip, los administradores de fondos de cobertura afincados en Londres, celebrities e influencers, jipis acaudalados por apps de Silicon Valley, etc. Sintomáticamente, los megaricos (o el 1%) permanecen invisibilizados en la polarización maniquea del discurso oficial de los “fifís corruptos” contra el “pueblo bueno” a quien dice representar el gobierno (aliado con Carlos Slim, Alfonso Romo, Ricardo Salinas Pliego, etc). Son los ausentes en la división de “ricos” contra “pobres” visualizada en la serie Monarca (Netflix 2019), Succession (HBO 2019), Yellowstone (Paramount 2017), la película Nosotros los Nobles (Gary Alazraki, 2013) o el reality show Below Deck (Bravo, 2017). 

Ese México polarizado a partir del resentimiento racial y de clase es la premisa de Nuevo orden, la más reciente y galardonada película de Michel Franco. Su estreno detonó una fuerte polémica en las redes sociales suscitada por la limitada imaginación crítica de su fantasía racista y clasista que proyecta los peores miedos de la clase dominante dispuesta a visualizar el fin del privilegio “fifí”, antes que dar a comprender las ofensivas razones históricas que lo sustentan. En Nuevo orden, los pudientes protagonistas deberán pagar su intermitente arrogancia y ocasional mezquindad con la vida de sus familiares y sus (pocos) empleados inocentes, unos asesinados por una masa morena insurrecta que repentinamente toma las calles de la Ciudad de México y otros por soldados morenos corruptos que aprovechan el caos para establecer una junta militar que terminará por reemplazar al gobierno civil.

Repasemos brevemente la trama. Una familia de clase media alta celebra una boda civil en una elegante casa del Pedregal. La jueza que oficiará está retrasada por los disturbios que, sin contexto alguno que los explique, estallan por toda la ciudad. Mientras esperan su llegada, Rolando, el antiguo chofer de la casa, se presenta pidiendo 200 mil pesos para costear una urgente operación que salvaría la vida de su esposa. La familia le regatea la ayuda, pero con mayor empatía, Mariam, la novia, decide ir a pagar personalmente la operación junto con Cristian, su chofer. En la calle los sorprende la sublevación y se resguardan en casa del empleado. En tanto, una horda enardecida de jóvenes morenos que se identifican lanzando pintura verde, invade la casa de Mariam. En complicidad con los codiciosos y rencorosos empleados de la familia, roban, maltratan y finalmente asesinan a la familia de la novia —incluyendo a su cuñada embarazada— y a sus invitados. 

Esta primera parte de la película simula el arquetipo del comienzo de la revolución figurado en la toma bolchevique del Palacio de Invierno: la revolución que derroca a la burguesía creando un estado de excepción para que el régimen oprimente pueda cambiar. Mariam se salva de la masacre por su conciencia social, pero no sobrevivirá a la oportunidad delictiva que los soldados aprovecharán más tarde. Junto a otros detenidos de clase alta, ella es rutinariamente torturada y violada. La película se resuelve con una doble traición: los mandos superiores del ejército asesinan a los soldados secuestradores, pero también engañan a los familiares de Mariam, haciéndoles creer que sus propios empleados domésticos han sido los responsables del secuestro. La película supone una frágil clase alta, rebasada por el miedo y la despiadada soberanía militar. Las escenas de violencia oscilan entonces de la revuelta de gente morena, pobre y resentida, a la delincuencia organizada de soldados morenos, pobres y corruptos. La trama concluye con juicios sumarios que la cúpula militar utiliza para ejecutar a los últimos insurrectos y para consolidar el simulacro de salvación de la burguesía victimada.

Según Michel Franco, la película no tiene “moral”. En una entrevista con Mimi Planché durante el Chicago Film Festival, el director describe a la protagonista como un personaje “Muy naïve, con ciertas convicciones morales, que hace que cometa errores que acaban haciendo más daño que bien”. Franco tiene razón en un sentido más amplio: su obra no es ni moralista ni política. Lo que está en juego en la narrativa no es propiamente la estructura que genera la desigualdad y polarización en México, sino la imposibilidad de corregirla. La película es entonces un viaje hacia el agotamiento de una sociedad disfuncional cuyos problemas de raíz son obviados sin discusión. 

El “movimiento verde” de Nuevo orden es una amalgama de significante políticos en respuesta a un malestar que se refleja indirectamente: desde las reivindicaciones feministas del aborto y la marea verde, a la denuncia de violencia de género, a los bloques negros o anarquistas, y a los movimientos de conciencia de la pobreza. Las consignas que se alcanzan a leer en las zonas de debris de la película resuenan extrañamente con las que dejaron grafiteadas las protestas por el asesinato de Giovanni Flores y Georges Floyd en Polanco en junio de 2020: “Somos 60 millones” “Putos ricos”, “Ni una menos”. El ataque a lugares icónicos como la devastación de la Avenida Masaryk o el Ángel de la Independencia localiza los lugares del odio de clase, pero reducen la discordia a sus efectos expresados en violencia destructiva y no a sus causas. 

La narrativa reitera el antagonismo gestado en los excesos de una minoría acaudalada y hedonista contra la miseria de la muchedumbre. Por fuera quedan los complejos ciclos de explotación del capital trasnacional, la historia colonial del país, la extraordinaria acumulación de la riqueza nacional en 10 familias, cuyas residencias, vigiladas por seguridad privada militarizada, son impenetrables para una revuelta popular como la que imagina Franco. La desconexión de las élites con la realidad mexicana es tan marcada como el infranqueable abismo entre la riqueza y la precarización generalizada de México. Para evitar las inconveniencias de la revuelta en las calles, por ejemplo, las hijas de esas familias, a diferencia de Mariam, habrían usado un helicóptero.

En Nuevo orden, no obstante, importa menos la invisible violencia sistémica del neoliberalismo que los naturales candidatos para simular una rebelión guiada por el resentimiento de clase racializado. En la película es ocioso preguntarse si los movimientos sociales están justificados o no. Son culpables de entrada no por diagnosticar correctamente el desastre del capitalismo tardío, sino porque conducen a la destrucción de la estructura sociopolítica prevalente en el país, desplazando la comodidad de la clase alta hacia la supremacía de una dictadura militar. 

La referencia del director es Il Gattopardo de Luchino Visconti, una película de 1963 en la que la aristocracia italiana enfrenta la revolución burguesa y la constitución del Estado-nación, que merma su posición social, poder y riqueza. A punto de ser hecha obsoleta, la aristocracia teje nuevas alianzas para proteger sus privilegios y así, aunque “todo cambia, todo permanece igual”. En Nuevo orden, sin embargo, todo cambia —para la clase alta— a partir de la revuelta de las masas morenas cuya situación permanece igual a pesar de las buenas intenciones de la clase liberal (representada por Mariam). Aunque los “rebeldes” (pobres) y los “secuestradores” (corruptos) no son los mismos, acaban facilitando el ascenso del ejército en contra de los “los ricos” (burgueses), no los oligarcas o el 1%, los actuales detentores del 80% de la riqueza producida en el mundo.

 En ese sentido, la película de Franco parece en principio una crítica a las políticas de la 4T que cada vez más cede aspectos del gobierno a las fuerzas armadas: el control de las fronteras sur y norte, las aduanas terrestres y marítimas, el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, tramos del Tren Maya, hasta la distribución de vacunas para el COVID-19. Desde un implícito “nosotros” de clase, Franco teme que esos duros soldados pongan fin a la hegemonía rica y blanca. Con ello parece ignorar que el gobierno de López Obrador no sólo respeta, sino que incorpora a los principales dueños del capital en México, desde Alfonso Romo y Ricardo Salinas Pliego hasta Carlos Slim, en contra y a pesar de la mermada clase media o los pequeñoburgueses (los fifís). Franco critica además el punto de vista liberal que implica reconocer los problemas de los excluidos de los procesos sociopolíticos y de los beneficios del mercado, y la enseñanza última de la película parece ser: no importa quién esté en el poder, la élite gobernante siempre utilizará a “los pobres” como carne de cañón para mantener el engranaje del sistema y la ética liberal no llega ni siquiera a ser la curita de la burda realidad social.

La postura del director se cifra en las primeras dos imágenes de la película: primero, la curiosa pintura abstracta de la sala de la casa de Mariam, un tipo de Guernica tropical que retoma en su título una frase de George Santayana “Sólo los muertos han visto el final de la guerra”; después, el cuerpo desnudo y ultrajado de Mariam, manchado de verde. Esta secuencia inicial, que anticipa el horror de la revuelta y la militarización de modo desorganizado e impreciso, remite a un plano onírico que deviene pesadilla. Hay lógica en ello: sólo en un sueño malogrado es posible admitir la dislocación de una burguesía decadente que mantiene su privilegio a pesar de la pretendida transformación social del gobierno de López Obrador. La imagen demonizada de una amenaza fascista, la pobreza insurrecta, es el nuevo fetiche político: una imagen fascinante que tiene la función de ofuscar al antagonismo verdadero. Es el miedo al disturbio imaginado, y no la realidad del statu quo, lo que moviliza la acción y los comentarios del propio Franco: “Si la situación explota, perdemos todos. Algunos parece que piden la violencia a gritos”.(Vicente, “La venganza de los indígenas contra la élite blanca aturde en Venecia”, El País)

¿Perdemos todos en realidad? ¿No ha perdido ya suficiente la población indígena y desposeída? ¿La población flotante que habita en los márgenes y que es obligada a malbaratar su mano de obra en dinámicas de explotación extrema? Franco supone que estamos a punto de explotar y con ese borramiento del infierno social que es México para la mayoría, su película normaliza que pobres e indígenas continúen siendo víctimas de la historia sin lograr conciencia de clase ni herramientas para politizarse. (Ángel Pérez, “’Nuevo orden’, el último estreno del cineasta mexicano Michel Franco, enfrenta a los críticos” Rialta). 

Detengámonos, por ejemplo, en su representación maniquea y caricaturesca de los pobres. Otros críticos ya han señalado la disyuntiva: o son fieles como un Tío Tom, o traicioneros, crueles y voraces como los negros pobres en The Birth of a Nation, de D. W. Griffith. La intelectual y activista Jumko Ogata estableció una analogía con ese clásico del cine estadounidense y Nuevo orden. El retrato de personas negras como oportunistas, tontas, violentas y depredadores sexuales se lleva hasta sus últimas consecuencias: “El sufrimiento, violencia sexual y muerte de mujeres blancas es fundamental en ambas narrativas y es instrumento para provocar a los hombres blancos a ‘defenderlas de los salvajes’”. Si Griffith hace que el Ku Klux Klan asesine al violador de la joven hermana del coronel, Franco hace que Cristian y su madre sean acusados injustamente por los militares. No se trata de hacer justicia, sino de poner en su lugar a los insubordinados.

Los personajes pobres y morenos no son “matices” como algunos críticos creyeron, sino producto de su clasismo naturalizado también inherente a las relaciones estratificadas en México. Como cuando Mariam le pide a Cristian que la lleve al hospital a pagar la operación y éste deja un plato de huevos revueltos a medias, pues la servidumbre no puede compartir los platillos servidos en la boda. Los invitados festejan sin importar lo que ocurre afuera. Se enteran de los disturbios, pero como una inconveniencia que retrasa la celebración. La película claramente condena el regodeo banal de clase, pero explota de forma perversa y tóxica la paranoia del privilegiado justamente dibujándola de manera detallada, como una suerte de paz privada que habría de interrumpirse con la violencia exterior de la calle pública. Nuevo orden no es una defensa del privilegio, pero internaliza el terror que suscita perderlo. 

Debería estremecer a la audiencia las referencias al holocausto (más mujeres que hombres desnudas bañadas en masa a manguerazos) o al oprobio deshumanizante en Palestina (puntos de revisión militares con torniquetes y rayos x que seccionan la Ciudad de México), no porque resulte inverosímil que eso pudiera ocurrir en nuestro país sino porque en más de un modo es lo que ya han experimentado no la élite, sino los más vulnerables en México. Es el campo de concentración migratorio en Estados Unidos, la hambruna diaria de indígenas y mestizos, el terror de la violencia policial y militar que sufren a diario cientos de miles de mexicanos criminalizados por su condición de pobreza. 

Los ecos del sufrimiento histórico de los judíos de Nuevo orden (atisbos de que ésa es la religión de la familia burguesa de esta historia abundan) están fuera de lugar en el México actual. Nos basta un dato para refrendar este punto: un estudio de México Evalúa, Centro de Análisis de Políticas Públicas, muestra que la mayoría de las víctimas de la militarizada “guerra contra el narco” durante el gobierno de Felipe Calderón eran hombres morenos de entre 20 y 40 años, de escasa educación y que nacieron y murieron pobres. Son los principales rostros de los más de 121 mil personas asesinadas entre 2006 y 2012 (cifras oficiales), pero las balas nunca traspasaron los muros de Polanco, Interlomas o Santa Fe (Ramírez de Alba, “Indicadores de víctimas visibles e invisibles de homicidio”, México Evalúa).

El verde que llevan como emblema las masas violentas en la película es tal vez un guiño (in)consciente al Islam como religión y movimiento político. Podemos suponer que por eso la película tocó una fibra en Europa, cuyas poblaciones “originarias” están aterradas ante la violenta resurrección de la tradición religiosa en sus poblaciones migrantes que amenazan al Estado de bienestar, al universalismo y a la ciudadanía (los bastiones del colonialismo y el despojo). Sin duda, la narrativa de Nuevo orden se cruza con un momento histórico en que la democracia retrocede ante el soplo del fascismo y el fundamentalismo. Es el choque de la globalización multicultural y neoliberal con la movilización de las pasiones basadas en la pertenencia identitaria que están incendiando al neofascismo por el mundo, la demonización de una clase o etnia contra otra, el ataque a las ideas, a los intelectuales. En suma, la desaparición del pensamiento crítico (Giroux, “Fascist Culture, Critical Pedagogy, and Resistance in Dark Times”, Counterpunch).

Michel Franco reitera cínicamente la realidad fascista en la era de la posverdad articulada en una zona muerta de la imaginación. Lo suyo es un tipo de pedagogía de la represión. Su impulso distópico azuza la ignorancia, reitera formas de desigualdad y violencia, repite prejuicios. Puede que su película sirva de espejo moralino a la clase burguesa (la clase media y alta desfavorecida por la 4T) para observar culposamente sus malos tratos a los empleados domésticos y las microviolencias que se reproducen como un viejo habitus ritualizado desde las telenovelas, la reacción católica, la blanquitud que prevalece como el rostro legítimo de México en la esfera pública. 

Sin embargo, el Nuevo orden de Franco es la pérdida del horizonte de experiencia compartida. Es el reino del nihilismo absoluto del oportunista que padece de ansiedad crónica y que sólo puede comentar su realidad inmediata reproduciendo las coordenadas del sistema existente. Junto a sus lamentables pares en el cine contemporáneo como Chicuarotes (Gael García Bernal 2019) o La libertad del diablo (Everardo González, 2017), la transgresión es la norma y por eso Nuevo orden es profundamente conservadora (Žižek, 2018, Like a Thief in Broad Daylight, p. 7).

Franco describe a la película como “acto político” opuesto al “cine político” que implicaría ir más allá de la ideología de izquierda o derecha, de mostrar que ni el cine político, ni el diálogo, ni la empatía (liberal) nos han llevado a cambiar las cosas. El mensaje de su “acto político”, dice Franco, es que tenemos que aceptar que no podemos cambiar la perspectiva de lo que es posible. Nuevo orden está editada de manera que la tensión de la narrativa va in crescendo intensificando el horror y la angustia o un gozo revindicativo en el espectador. Este fallido intento de crear una marca de auteur manipulando las emociones del espectador, es un burdo simulacro de las estrategias del cineasta suizo Michel Haneke, quien de manera magistral logra en todas sus películas confrontar a los espectadores europeos con su inconsciente culpa colonial y de clase. Concedemos a Franco que Nuevo orden está ciertamente lejos del cine político y su larga tradición de acompañamiento y representación de movimientos revolucionarios y sociales del siglo XX, como en la obra indispensable de Agnès Varda, Jean-Luc Godard, Chris Marker, Joris Ivens, Ruy Guerra, Fernando “Pino” Solanas, Patricio Guzmán, Raymundo Gleyzer, Santiago Álvarez, entre otros.

Sabemos que la lucha de clases está de regreso como el factor principal que debe determinar nuestra vida política. Pero por ahora las identidades políticas están ligadas a un tipo de subjetividad herida manifestada como una identidad resentida. Al reproducir estas tendencias y sobre todo, la incapacidad de las “masas morenas” de subjetivarse políticamente, la postura cínico-hedonista de Franco le cae como anillo al dedo al poder: es la ideología en puro, incapaz de ir en contra de los tiempos, complaciente con los sentimientos primordiales de quienes monopolizan los medios para expresarlos. 

Volvemos así a nuestra objeción central: la película deja sin nombrar al poderío de una clase gobernante que manipuló históricamente al ejército para hacer prevalecer una política de despojo que por combatir al “narco” ha producido la muerte de más de 300 mil personas, más 80 mil desapariciones forzadas, más de 300 mil desplazados internos, y todos mientras se ofertaba el petróleo, el gas natural, la minería y hasta el agua a Sempra Energy, a Odebrecht y Etileno XXI, entre tantos otros desfalcos trasnacionales oficializados por la “reforma energética”.

La gran mayoría de los mexicanos experimenta un nuevo orden desde finales de 1980. Se llama neoliberalismo y su violento proceso de acumulación se ha extendido a la militarización del país como facilitador de los flujos del capital, a las policías como fuerzas de control social, a las fronteras y puntos de revisión como filtros básicos de los indeseables en las zonas libres que son obligados al neoesclavismo para sobrevivir en la tierra expoliada al sur del Río Bravo. 

Michel Franco construyó su pesadilla de clase para entretener los miedos de la burguesía blanca. En el México real, el orden no es nuevo. Es el espacio de radical violencia y explotación del que sólo han escapado, trágicamente, los muertos. 

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