«No sabes quién soy, pinche naco» tendría que haber sido el título con el cual Enrique Olvera nombrara ese texto, publicado por el diario Reforma, en el que nos explica lo incultos que fuimos los mexicanos a lo largo del tiempo y la suerte que tenemos de que él se haya ido por el mundo a prepararse, a instruirse en las formas correctas de la cultura, para regresar a iluminar al país con su autoría culinaria. Orgullosos deberíamos sentirnos de «tener» en México un restaurante dentro de los altos vuelos de un ranking restaurantero, cuya relevancia y parámetros, por cierto, desconozco.
Lo que Olvera nos dice que ha enseñado a los mexicanos, incluso a pesar de las peticiones de sus propios clientes, es a reconocer el mal gusto, que en su artículo se expresa como la asociación impertinente de elementos diversos, por ejemplo los famosos chiles toreados con su fettuccini salteado à la minute (no es accidental la suma de tres idiomas en una misma receta). Su trabajo pareciera ser un hito de la cultura nacional, resultado de las herramientas extranjeras y su aplicación a la realidad mexicana, misma que debía ser transformada, mejorada, educada, según se deduce de su escrito.
Así pues, el no saber mezclar sería índice de ignorancia, condición que tanta gente refiere con la palabra naco. Lo naco significaría lo contaminante, lo que no está donde debería estar, lo improcedente, lo disonante. Ahora, si esto es correcto, creo que podríamos aplicar el término a la construcción de la zona residencial en Santa Fe (el mayor caos urbanístico de la Ciudad de México), al uso de camionetas todo terreno para ir al supermercado, al pagar tres mil pesos por una botella de Bacardí en una discoteca de El Pantalón o, en general, a la importación de modelos culturales extranjeros para intentar «engrandecer» una realidad mucho más compleja que la que se vislumbra desde Polanco. El fresa sería, pues, bastante naco.
Creo que el propio Olvera alude a este mal gusto en los sectores mexicanos de alto poder adquisitivo, pero aunque en ello no se equivoque, es necesario revisar hasta qué punto es posible defender la armonía y la concordancia sin caer en un clasismo rampante, el cual suele ser resultado de una inconsciencia de la clase desde la que se escribe. Además, si seguimos el principio lógico de esa higiene cultural, tendríamos que cuestionar si es adecuado que un cocinero nos venga a hablar de teoría política. ¿No sería eso, precisamente, el estar fuera de lugar?
Encuentro hilarante que el dueño del Pujol trate el muy problemático concepto ”pueblo» a partir de la experiencia que él ha tenido con su clientela. Me gustaría saber escribir bien para expresar las risas que me brotaron cuando lo leí saltar de una dimensión social a otra. Pensar que la gente que puede pagarse una comida en alguno de sus restaurantes es representativa del grueso poblacional es tan tierno como ofensivo, mucho más que ponerle limón «[…] al negrini de un omakase […]».
Si se cuestiona la legitimidad del sistema electoral (en su esencia, no nada más en el caso mexicano) mediante un análisis que ni siquiera alcanza a ser una pseudosociología de los clientes de Pujol, se proyecta una tronante soberbia que roza la ignorancia. Las elecciones populares han arrastrado terribles consecuencias a lo largo de la historia democrática, pero no sólo es necesario comprender históricamente las condiciones que las posibilitaron, sino que la evaluación de la voluntad popular no puede hacerse unilateralmente desde una posición de clase privilegiada, ya no digamos desde la cocina de un restaurante en Polanco.
¿La negación de la legitimidad del voto popular tendría, como contraparte, la instauración de una élite de expertos que decidirían sobre los demás? ¿Qué está proponiendo Olvera? ¿Cuáles son las consecuencias de sus palabras y, sobre todo, del sector que podría estar representando (incluso sin quererlo)? Pero antes, ¿cuánto cuesta una cerveza en su negocio, cuál es el plato más barato de su carta, cuánto gana un mesero en su restaurante, qué tanto vive de las propinas, qué tanto del salario? El pueblo que puede ser comprendido estudiando casos como el de Pujol es el que no sólo no come en Pujol, sino que no sabe qué es. Ni siquiera estudiando a quienes trabajan en éste tendríamos una muestra fiel, porque ser mesero en Polanco ya significa pertenecer a una franja poblacional con condiciones mucho más convenientes que las de la mayoría de mexicanos.
El restaurante de Enrique Olvera es una prístina muestra de la infame hiperconcentración de la riqueza en México. No creo que él no tenga derecho a opinar, no creo que tome Bacardí, no sé si viva en Santa Fe y creo que podría decirle naco a uno de los fresas que van a su negocio. Sin embargo, me ha parecido que se le escapan entre los dedos las consecuencias lógicas de sus argumentos, produciendo un artículo que es susceptible de su propia crítica, y, sobre todo, que no evidencia el ser consciente de la posición desde la cual habla, misma que no le prohibe pronunciarse, pero sí lo condiciona.
Al final, si bien produce mucha indignación, su artículo también provoca risa. De hecho, se me ocurrió hacer un boteo para juntar la cantidad de dinero que cueste una comida en Pujol, ir a comer ahí, ordenar cualquier platillo y pedir salsa Valentina, Ketchup o unos chilitos toreados para acompañarlo.