La emergencia sanitaria que actualmente vivimos a causa del COVID-19 ha visibilizado la necesidad de afrontar de manera efectiva los distintos problemas colaterales que surgen durante el confinamiento con una visión integral de derechos humanos. Así, los Estados han impulsado iniciativas para apoyar y proteger a las personas y han buscado disminuir las inquietudes que se viven dentro de los hogares. Dichas iniciativas van desde brindar información sobre las medidas que se toman para mitigar riesgos, hasta garantizar el derecho a la salud mental por las posibles consecuencias del aislamiento.
En resumidas cuentas, se han hecho importantes esfuerzos para disminuir el impacto de esta crisis, especialmente para personas con discapacidad, mujeres y personas de la tercera edad, pero ¿qué pasa cuando ese impacto recae particularmente en un grupo poblacional que ha sido ignorado en crisis pasadas, por considerarse objeto de protección tutelar y no como sujeto de derechos? En efecto, hablo de las niñas y los niños.
Para tener un poco de contexto, fue hasta la segunda mitad del siglo XX que los movimientos sociales a favor de los derechos humanos en búsqueda de una sociedad más incluyente enfocaron su mirada hacia la niñez, la cual era percibida tradicionalmente como propiedad y como una población con necesidad de protección, un elemento considerado, incluso, por encima del ejercicio de otros derechos.
Estos movimientos cambiaron el paradigma e impulsaron el reconocimiento pleno de la infancia junto con su reivindicación a tal punto que la Convención sobre los Derechos del Niño –hace no menos de 50 años– declaró a las niñas y los niños como principales destinatarios de políticas públicas y como auténticos sujetos de todos los derechos. Y, sobre todo, le dotó de obligaciones al Estado para garantizar que dichos derechos puedan ser ejercidos y respetados plenamente, es decir, se deja de proteger la infancia para proteger los derechos de la infancia.
Así pues, en momentos críticos como los que vivimos, la niñez no puede ser excluida de las medidas de combate al COVID-19 que han sido adoptadas por los Estados, pues las niñas y los niños fueron los primeros en saber que no irían a la escuela por el brote de la epidemia, en cambiar por un tiempo su ritmo de vida habitual, o en dejar de ver a sus amigos o a sus abuelos. Si bien el impacto es diferenciado a la adultez, no significa que sea menos importante o que se les deba hacer a un lado y asumir que no van a entender, ya que no son entes ajenos a estas situaciones.
Las niñas y los niños reciben mucha información, tienen temores y deben tomarse en serio. Eso lo han entendido muy bien algunos gobiernos, tal es el caso de Noruega, en donde la ministra Erna Solberg convocó a una conferencia de prensa exclusiva para ellos en la que les explicó la situación, se puso por delante la empatía y se dejó a un lado el adultocentrismo. Lo mismo sucedió el 30 de abril en México durante la conferencia vespertina –o novela de las 7, como muchos le decimos–, las niñas y los niños fueron los protagonistas de la noche con “Pregúntale al Doctor Gatell” y se generó un espacio de interacción entre niñez y gobierno como no se había visto en el país.
El subsecretario, Hugo López-Gatell, recibió preguntas de niñas y niños de todas las edades. Además, se le dio visibilidad a los infantes que padecen una enfermedad o tienen alguna discapacidad, de tal manera que se mostró la relevancia de la inclusión en todos sus ámbitos. Para mí, ese fue el momento más conmovedor de la noche y marca una pauta para la continua integración de esta población en situación de vulnerabilidad. Las participaciones abordaron temas sobre la enfermedad, sobre las inquietudes que ellos tenían y, lo mejor de todo, sobre cómo podían ayudar. Es importante rescatar esto último porque es reflejo de la solidaridad y el apoyo que la infancia promueve y que nosotros, como adultos, tendríamos que cuestionarnos. Es decir, si se pone el foco de atención en el interés que la infancia tiene por el bienestar común, se siembran semillas para las poblaciones adultas del futuro.
Es momento de darles voz no únicamente en tiempos de crisis, sino en la cotidianidad, invitarles a participar en temas coyunturales reduce su incertidumbre y aumenta su intervención en lo público, en lo común. Ya lo dijo Gatell: “Niñas y niños que aprendan a transmitir, no solo sus ideas y sus preguntas, sino sus sentimientos, nos van a ayudar a tener una sociedad mucho mejor.”
Las infancias merecen respeto, ese el mensaje que nos deja el ejercicio democrático realizado el pasado 30 de abril. Yo lo describiría como un acto político en el amplio sentido de la palabra, en el que hubo intercambio y entendimiento, así como respuestas claras sin condescendencia ni inferioridad. Nosotros los adultos debemos deconstruirnos y reestablecer nuestra relación con las infancias en lo cotidiano, dejar de considerarlos como objetos y mirarlos como titulares y sujetos de derechos sin limitaciones construidas por nuestras propias conceptualizaciones culturales, sociales y cognitivas. Tenemos que reconocer a las niñas y los niños como el presente –y no como el futuro–, reconocerlos como tal es darles el lugar que se merecen, es darles un espacio, es resignificarlos y permitirles empoderarse.