Minneapolis arde

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 Minneapolis arde. No por las llamas del incendio del taller mecánico en la calle East Lake, ni por las heridas de las balas de goma disparadas por la policía estatal y la Guardia Nacional, ni por el gas lacrimógeno que lacera la cara, los ojos y la garganta. La ciudad arde con una rabia antigua, su expresión bullida a la superficie por otra muerte insensata a manos de agentes estatales.

Como millones de estadounidenses, George Floyd, un hombre afro-americano de 46 años, acababa de perder su trabajo a causa de la pandemia del coronavirus. El lunes 25 de mayo, Floyd fue arrestado después de intentar pagar en una tienda con un billete de veinte dólares presuntamente falso. En un video circulado ampliamente en las redes sociales es posible ver cómo, momentos después de su detención, el policía Derek Chauvin le pone una rodilla sobre el cuello, ya esposado y tirado al piso con las manos detrás de la espalda. Floyd, con la voz entrecortada intenta decir: “No puedo respirar”, mientras otros testigos le ruegan a Chauvin que lo suelte. El video termina cuando llega la ambulancia a llevarse el cuerpo débil de Floyd. Murió en el hospital.

Los cuatro agentes en uniforme —el que sofocó a Floyd más los tres que no intervinieron— han sido despedidos. El departamento de policía de Minneapolis declaró que Floyd había resistido contra las órdenes de los oficiales. Pero, a través de su abogado, Chauvin no ha dado más comentarios públicos. Jacob Frey, el alcalde demócrata de la ciudad, ha solicitado que se le acuse formalmente por la muerte de Floyd. El viernes pasado, Chauvin fue arrestado y acusado de homicidio en tercer grado y homicidio culposo.

En otra era, este tal vez habría sido un paso suficiente para apaciguar la situación. En 2014 en Ferguson, la revuelta se desató cuando el agente de policía que mató a Michael Brown caminó libre una semana después del incidente. Hasta los escépticos admitían que era necesaria una rendición de cuentas. La experiencia en Ferguson, incluyendo la represión por la Guardia Nacional, concretizaría el movimiento llamado #BlackLivesMatter (Las vidas negras importan): un conjunto descentralizado que desde entonces ha protestado a nivel nacional contra los homicidios de personas negras por agentes de policías y, a un nivel más general, contra la brutalidad policial, los perfiles raciales y la desigualdad en el sistema de justicia penal en los Estados Unidos. En 2015, las muertes de Freddie Gray y Sandra Bland, entre otras, desataron revueltas parecidas. En 2016, Abdullahi Omar Mohamed y Alton Sterling. Los nombres son demasiados.

Por esto, ahora la detención de un solo policía ya no es suficiente, tal vez porque nunca lo fue. Todas estas pequeñas concesiones tienden al simbolismo: a promesas por más reformas policiales, a la creación de otro grupo de trabajo comunitario, a las llamadas por la “desmilitarización”, a la idea de que la brutalidad policial es una excepción y no la regla:  a otra manera de prolongar un debate que nunca cesa. ¿Cuánto tendremos que esperar? 

Desde 2012, solo el 1% de las quejas formales contra los agentes de policía de Minneapolis resultaron en medidas disciplinarias. Los casos fatales tampoco han sido anomalías. Hace cuatro años, la respuesta al asesinato de Philando Castile en su propio automóvil en Falcon Heights, a solo media hora de Minneapolis, fue latente y fragmentada. ¿Sería entonces ingenuo o cínico pretender que solo ahora es necesaria una intervención? Al final del día, ¿para qué sirven las reformas si la institución está podrida desde adentro?  

Como escribe Stuart Schraeder, la pandemia creó la oportunidad para exponer, de una manera más, que existe un vasto continente entre la función de patrullar a las personas y la de protegerlas. En los tiempos de COVID-19, ¿a quién multa la policía por no cumplir con las medidas sanitarias, ¿y a quién encarcela y a quién libera? 

Es extraordinario pensar que, en plena crisis sanitaria, hubo suficientes recursos, suficiente tiempo, suficiente voluntad política para construir una fortaleza inmensa alrededor de la jefatura de policía del tercer distrito de Minneapolis. Mientras, en el último mes, 160 000 residentes en el estado de Minnesota han perdido sus empleos. En Nueva York y Los Ángeles, los gobiernos diezman sus presupuestos sociales, mientras los presupuestos de los departamentos policiales permanecen intactos. Entre tanto, el gobierno de Donald Trump no renueva las provisiones de los seguros de desempleo y decide invertir en más equipo para los agentes granaderos, citando la necesidad provocada por COVID-19.

Esta dinámica, o esta dialéctica tal vez, como bien entiende Schraeder—el desposeimiento y la criminalización de un lado, y la acumulación y la violencia del otro—, es la realidad que caracteriza fundamentalmente las vidas de los marginados. Para los marginados, el mundo está siempre en crisis. Ésta sólo se agrava en función de sus identidades racializadas e indígenas.  La policía es entonces producto necesario para el mantenimiento del orden social y económico capitalista; las funciones policiales mantienen estas jerarquías no con el objetivo de protección, sino de explotación. 

Las imágenes de Minneapolis bastan para comprenderlo: filas de granaderos, con bastones en mano y caras hacia los rebeldes. ¿Todo para qué? Para defender la mercancía de la tienda Target, una empresa multinacional que no perderá un centavo después de activar su póliza de seguro comercial. El saqueo, y con más precisión, las respuestas que el saqueo sonsaca, es testamento de la existencia de la policía para proteger la propiedad privada, por encima de cualquier vida, especialmente si esta vida es de color. 

“El saqueo”, escribía Guy Debord después de la rebelión de Watts, “es la respuesta natural de la sociedad inhumana y antinatural de la abundancia de la mercancía comercial. Instantáneamente socava el valor de esta, y expone todo lo que la existencia de esta implica: el ejército, la policía y los otros destacamentos especializados del monopolio de la violencia armada del Estado.” En una entrevista sobre el ‘68, James Baldwin lo dijo con más sencillez: “¿Quién está saqueando a quién? ¿Se robó una televisión? Él de verdad no quiere esa televisión. Él te está diciendo “púdrete”. Es simplemente un juicio sobre el valor de la televisión. Él no la quiere. Él quiere decirte que él está ahí”.

La historia de los años 60, demuestra que las rebeliones lideradas por voces y colectivos afro-americanos, no aportaron solamente reacciones negativas y violentas. También, como escribe Keeanga Yamahtta-Taylor, generaron presión política, crearon conciencia e impulsaron lo que previamente habría parecido imposible. En los Estados Unidos, la lucha por la liberación de los negros ha siempre sido el compás moral de las luchas de la izquierda, revigorizando y reconfigurándolas hacia una liberación humana.  

Hoy, lo que sucede en Minneapolis tampoco es vandalismo, es otra rebelión: contra la violencia estatal, el racismo de esta y la concentración del capital. Debería ser reconocida como tal. En las calles, pese a la vulnerabilidad e inseguridad a la que están sujetos, los manifestantes se defienden unos a otros, en actos de solidaridad y un afecto íntimamente atado a un lugar. Pese a la especificidad de su lucha, esta tiene amplia resonancia más allá de sus fronteras geográficas, uniendo el micro y el macro de conflictos y posibilidades.

No es coincidencia que los mismos proyectiles de goma disparados en Minneapolis sean los que tomen como blanco a los migrantes en la frontera México-EE.UU., a los insurgentes en Palestina, y años atrás, a los que marcharon por Michael Brown en Ferguson, Missouri. Lo que nos enseña Minneapolis es que mientras menos justificación encuentre el presente orden social para considerarse legítimo, menos negociación habrá, y más se armará la policía. Lo que demanda Minneapolis es justicia y un nuevo mundo, y si esto implica la destrucción del presente orden, que así sea. Minneapolis arde. Que su militancia se propague como el fuego. 

 

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