
Opinión
Vanni Pettinà / Universidad de Venezia, Ca’ Foscari / El Colegio de México
En su obra maestra Vida y destino, Vassily Grossman ofrece uno de los frescos más profundos, por intensidad literaria y capacidad analítica, de unos de los momentos más dramáticos de la historia mundial del siglo XX, la Batalla de Stalingrado. Entre el verano de 1942 y el invierno de 1943, la suerte de la URSS y de la Segunda Guerra Mundial se jugaron en la batalla librada entre el ejército nazi y la Armada Roja para el control de aquella ciudad. Hilando en torno a este evento, Grossman va más allá del mero relato de ese enfrentamiento epocal. El autor soviético se atreve a la imposible tarea de intentar explorar los entresijos del totalitarismo para alcanzar una explicación del mismo. Vida y Destino reflexiona también sobre las condiciones humanas que hicieron real la posibilidad del holocausto. Tampoco queda fuera de la narración el intento de pensar la naturaleza del régimen soviético bajo la ilimitada violencia del mando stalinista. El elemento más sorprendente del libro es, sin duda, la forma en la cual Grossman contrapone constantemente la vida de simples ciudadanos soviéticos frente a la magnitud de las fuerzas que intenta desentrañar. El libro es, en el fondo, como el propio título índica, una reflexión sobre la autonomía de los seres humanos frente a dinámicas de una escala y una fuerza infinitamente más grande del tamaño de la existencia humana. Retomando lo que es el núcleo conceptual central de la tragedia griega, Grossman intenta medir y comprender la posibilidad de la libertad del individuo en medio de corrientes tan poderosas como destructivas.
No es pura casualidad que tal reflexión tuviera lugar en la URSS de los años 1940. Ese mismo espacio geográfico de hecho estuvo convulsionado, entre 1915 y los años en que Grossman escribe, nada menos que por una sangrienta Guerra Mundial, una revolución socialista seguida por una brutal guerra civil y, finalmente, por el terror stalinista que devoró el país entre el final de los años 1920 y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Es justamente frente a este conjunto inédito de cataclismos consecutivos que Grossman se pregunta acerca de la posibilidad de la autonomía del ser humano y de su voluntad.
Michail Gorbačëv podrías ser un personaje de Vida y destino de Grossman. Y podría serlo por la intensidad y el dramatismo de eventos que se concentraron, nuevamente, en la URSS de los años 1980 y con los cuales el último líder del espacio soviético tuvo que, y decidió, lidiar. Pero la pertenencia de Gorbačëv al universo literario grossmaniano se debe también al intento del Secretario General del PCUS para ejercer su autonomía individual, política diríamos, frente a unos eventos de fuerza y dimensiones desproporcionadas. Llegado al poder en 1985, Gorbačëv asumió el reto de reformar un gigante militar que, sin embargo, se encontraba casi completamente inmovilizado económica y socialmente. Aunque la historiografía reciente ha matizado justamente la idea de una presunta inmovilidad de la sociedad soviética de la era de Leonid Brezhnev (1964-1982), es cierto que la URSS que Gorbačëv encontró para gobernar estaba marcada por bajas tasas de crecimiento económico, una dramática ineficiencia del sistema de economía planificada que generaba escasez material y una sociedad ya casi del todo apática hacia el otrora proyecto revolucionario bolchevique. El disenso, completamente desorganizado en términos políticos, se manifestaba principalmente en los campos de la inconformidad cultural hacia la ortodoxia del régimen y la lucha por el respeto a los derechos humanos. Desde la invasión a Afganistán en 1979, la URSS se encontraba además atrapada en una desastrosa guerra que mermaba las ya débiles finanzas del país y generaba un fuerte disenso en la propia sociedad soviética, cuyos hijos morían innecesariamente en el conflicto por controlar el montañoso país de Asia Central. No menos problemático era el mantenimiento de la cohesión del bloque del Pacto de Varsovia y del Comecon, cuyos países miembros sufrían, incluso de forma más graves, los mismos problemas socio-económicos de la URSS y cuyas economías Moscú, desde los años 1970, subvencionaba de forma sistemática. Finalmente, la URSS seguía involucrada en varias intervenciones y alianzas anticapitalistas/antimperialistas globales, de las cuales la que mantenía con Cuba era seguramente la más importante pero también la más dispendiosa.
En lugar de ser testigo de ese inexorable destino de lento estancamiento, Gorbačëv decidió intentar revitalizar el proyecto soviético buscando, según él, librarlo definitivamente del peso aplastante de la herencias stalinista y devolverlo al dinamismo y pureza de los principios leninistas que, siempre según el, podían ser doblegados para ser conducidos hasta horizontes socialdemocráticos. Glasnost o trasparencia y perestroika o reforma, los ejes del plan de transformación lanzado por Gorbačëv se nutrían de esa creencia de que era posible devolver a la URSS el esplendor del proyecto originario leninista. Sobre estos mismos escollos, veinte años antes, se había estallado otro líder soviético, Nikita Sergeevič Chruščëv, llegado al poder con la intención de superar el estalinismo y caído en desgracia después de haber ordenado la invasión de Hungría en 1956 para sofocar una revolución antiestalinista y de haber llevado el mundo al borde de una guerra nuclear en octubre de 1962 a raíz de las crisis de los misiles en Cuba. El fracaso interno de Gorbačëv, consumado con el anuncio de la disolución de la URSS en diciembre de 1991, estuvo justamente anclado en la imposibilidad de deshacer el entramado stalinista, enquistado en las instituciones políticas y estatales soviéticas, sin derrumbar en su entereza el edificio de la URSS. De esto se habían dado cuenta décadas antes autores como Victor Serge. Éste, como muchos revolucionarios purgados, exiliados o asesinados durante la época del terror, fue testigo y relator en sus memorias de la forma inexorable en que el modelo stalinista, basado sobre el predomino de la seguridad sobre cualquier aspecto de la vida soviética, devoró el originario proyecto de cambio bolchevique del que él había sido parte activa. Para el final de la década de 1930, separar el Estado soviético de la cultura y las prácticas stalinistas resultaba imposible porque éstas habían penetrado de una forma tan profunda el sistema político, social y cultural del país que su eliminación habría conllevado inevitablemente a la destrucción del régimen entero. La URSS de Stalin fue un país ciertamente dinámico, capaz de industrializarse y de derrotar a la poderosa Alemania nazi. Esto, sin embargo, aconteció al precio de una constante movilización total, basada sobre un ejercicio desgastante de la violencia y el terror interno. Para mitad de los años 1950, un ejercicio tan intensivo de la violencia resultaba imposible por el desgaste social que generaba y los líderes postestalinistas eligieron un camino con niveles de violencia y represión inconmensurablemente más bajos, pero también caracterizado por una inevitable falta de dinamismo político y económico. Como el final de Chruščëv demostraba, reformar los pilares del sistema político soviético equivalía a abrir una caja de pandora cuyas consecuencias resultarían incontrolables para la élite política soviética. En palabras de Artemy Kalinovsky, la elite política postestalinista se transformó en opresivamente “vegetariana”, eligiendo un conformismo menos violento y dejando de lado los instrumentos del terror.
Así, mientras la glasnost y la perestroika iban efectivamente desarmando el andamiaje stalinista, haciendo posible para los ciudadanos soviéticos debatir cualquier tema, exigir al estado soviético subsanar sus numerosas ineficiencias y limitando hasta anularla la presencia del Partido Comunista en instituciones y centros decisionales, Gorbačëv iba también debilitando los pilares del régimen político de la URSS, acelerando su derrumbe. Frente al dilema planteado por Grossman, Gorbačëv eligió encarar al destino y ejercer su autonomía individual. Sin embargo, como muchos de los personajes de Grossman, la magnitud de las fuerzas, en este caso desatadas también por el proprio líder de la URSS, acabaron arrastrando él y el país hacia un dramático derrumbe.
La vida de Gorbačëv, volcada a la reforma de su país, y el destino de la URSS, encaminado hacia el declive, tenían fines distintos, pero recorrieron, diría Grossman, el mismo camino.