He sido feminista desde hace 15 años o más, cuando era una joven estudiante de la Facultad de Economía de la Universidad Autónoma de Coahuila. En ese tiempo, principios de los dosmiles, todavía era común que en ciertas escuelas de economía el plan de estudios incluyera materias críticas, cercanas al marxismo o a las propuestas de desarrollo latinoamericano. Apenas unos años después, la teoría de la elección racional se afianzaría como la hegemónica, obligando a modificaciones en los planes de estudio de la mayoría de las universidades del país y relegando cualquier cercanía con el marxismo a los márgenes de la disciplina. Pero cuando yo era estudiante esto todavía no pasaba, así que fui de las últimas generaciones en las que era normal leer El Capital, aventurar algún análisis sobre el antagonismo de clases y las posibilidades de emancipación de la clase trabajadora. 

Además de ser estudiante de economía y leer El Capital, en esos años militaba en un colectivo  llamado Voz de Mujer. Éramos tan sólo cinco integrantes y, mientras algunas nos declárabamos orgullosas feministas, otras hacían la constante aclaración de que ellas más bien querían igualdad de género, sin que importara mucho cómo se llamaran a sí mismas. Una vez organizamos una marcha de protesta contra la violencia feminicida a la que acudieron menos de 20 personas: nosotras cinco, nuestras parejas, y algunos profesores solidarios de la Facultad. Ser feminista en esos años, en Saltillo, no era común ni popular. Esta falta de discusiones sobre la realidad de las mujeres no sólo ocurría en las calles: en los cinco años que duró mi licenciatura jamás discutimos dentro de las aulas nada que tuviera que ver con el género, como si la economía fuera algo cerrado a estas diferencias sociales. 

Hoy, 2021, a mis 36 años, sé que he sido testigo de cambios muy profundos en el espíritu de los tiempos. Las marchas feministas en todo México, Saltillo incluido, convocan a cientos de personas. Hoy hay contenidos feministas en las redes sociales, en películas, series, literatura, y hasta en marcas globales de ropa y accesorios. El feminismo se ha convertido en una fuerza mucho más popular y aceptada de lo que era hace tan sólo un par de décadas. Su impulso es tal que, incluso dentro de la disciplina económica, con todo el masculinismo que siempre la ha caracterizado, se han abierto espacios para hablar de economía feminista o al menos para incorporar el género como una variable necesaria en el análisis económico. 

Sin embargo, la popularización de la categoría de género ha convergido en el tiempo con un proceso contrario en el análisis de clase. El resultado ha sido que, por una parte, se ha avanzado en visibilizar los sesgos y desigualdades entre grupos sexogenéricos en los mercados mientras que, por otra parte, estas relaciones de poder se toman como las únicas relevantes, desconectadas de otros ejes de opresión como la clase y la raza. 

El olvido de la clase en las discusiones feministas en general, y de la economía feminista en particular, ha permitido afianzar visiones y demandas políticas que, aunque importantes, limitan la potencia transformadora del feminismo y benefician a quienes se encuentran de antemano en una posición de privilegio. Para ejemplificar esto, a continuación hago un brevísimo análisis de uno de los temas más populares de género y economía: la brecha salarial. Discuto cómo, debido a perspectivas binaristas e individualistas en el análisis, se deja intocada la dimensión de clase social y la demanda por transformar estas desigualdades. 

 I. Economía y género: el olvido de la clase social en el ejemplo de la brecha salarial

Uno de los temas de economía con perspectiva de género que más se ha difundido es la brecha salarial. Con este término se hace referencia a la forma en que, en la mayoría de los sectores económicos, los hombres perciben ingresos más elevados que las mujeres. Esto es consecuencia de un sistema que otorga menos valor al trabajo de las mujeres, reforzando así la posición de desventaja que históricamente ellas han tenido. 

Nadie podría afirmar que este fenómeno es justo o que no debe ser transformado. Sin embargo, en su análisis domina un enfoque binarista e individualista que oscurece otras relaciones de poder como las de clase, que no pertenecen a una esfera totalmente distinta sino que, por el contrario, interactúan con el género de forma directa.  En los estudios feministas se ha usado el término de interseccionalidad para hacer referencia a la forma en que el género no es una categoría que exista aislada de otras estructuras de opresión; en el mundo nunca han existido sólo hombres o sólo mujeres, sino que esos hombres y mujeres tienen experiencias particulares de género de acuerdo a su clase social, raza, pertenencia geográfica, edad, orientación sexual, entre otras características relevantes de distribución de poder. 

Cuando estas otras dimensiones del género no se toman en cuenta, lo que resulta es un análisis muy limitado de las desigualdades que invisibiliza las experiencias de las mujeres de clase trabajadora. 

a) Enfoque binarista

Hace poco leí un artículo publicado en un popular portal de noticias, en el que se reflexionaba sobre la brecha salarial en México como una de las más elevadas en el mundo, peor que la de países con menores índices de crecimiento que el mexicano. En este texto se explica que los trabajadores mexicanos en promedio reciben un ingreso mensual de 5,825 pesos, mientras que las mujeres reciben 5,029 pesos (Redacción Animal Político, julio 2019). 

Que los varones ganen casi 800 pesos mensuales más es sin duda una injusticia. Sin embargo, lo que más me sorprendió es que en el análisis en ningún momento se hizo referencia a lo que desde mi perspectiva es lo más escandaloso de estos datos: ¡que tanto hombres como mujeres perciban mensualmente menos de 6 mil pesos por una jornada completa de trabajo! Esto nos habla de una población trabajadora precarizada, con ingresos insuficientes para acceder a bienes y servicios; esto, aunado al desmantelamiento de políticas sociales, ha tenido como consecuencia una exclusión de la población trabajadora de derechos económicos como vivienda propia y digna, salud, educación, descanso, entre otros. En este contexto, si lográramos cerrar la brecha salarial y tanto hombres como mujeres percibieran 5,825 pesos, ¿la economía feminista habría agotado su crítica? ¿hablaríamos de una sociedad igualitaria? ¿en qué sentido entonces se entiende la igualdad? 

Lo que está ausente en este tipo de análisis es, precisamente, la categoría de clase y sus interacciones con el género. Esto implica reconocer diferencias entre mujeres y dimensiones de opresión que no sólo se expresan en estos binarismos sino en fenómenos más complejos, aunque también más incómodos. Por ejemplo, ¿cuál sería la diferencia salarial entre mujeres trabajadoras del primer y último decil de ingresos? Apuesto a que excede por mucho los 800 pesos mensuales. Quizás esto no se considera una injusticia porque se asume que estas diferencias no son arbitrarias, sino que están justificadas por el mérito, la escolaridad (el mérito), entre otras causales que, aunque reproducen relaciones de poder entre grupos, son incuestionables. Las desigualdades de género se presentan como una injusticia obvia, indignante, que debe ser transformada. Las desigualdades de clase, por el contrario, ni siquiera se nombran. 

Sin embargo, no se trata de dos grupos de desigualdades o injusticias totalmente independientes, que pueden ser analizados por separado. Por el contrario, género y clase se conjugan simultáneamente en la realidad social y en las experiencias de hombres y mujeres. Esto quiere decir, por ejemplo, que para las mujeres que ganan 5,029 pesos mensuales quizás sea más relevante demandar políticamente un incremento en el ingreso general de la población trabajadora, o el acceso a ciertos servicios públicos que garanticen sus derechos económicos, que luchar por ganar el mismo salario precarizado de los varones, como si esta brecha fuera lo único que les impide vivir en sociedades igualitarias.

b) Enfoque individualista

El mismo medio digital difundió el pasado 8 de marzo una columna de opinión sobre el tema, en donde se explican algunas de las variables que causan la brecha salarial. Entre ellas, se destaca la diferencia en las actitudes entre hombres y mujeres, según explica la autora: “en economía del comportamiento se han hecho varios hallazgos alrededor de las diferencias en las preferencias de hombres y mujeres, entre las cuales destacan una menor preferencia por competir, una mayor aversión al riesgo y una mayor preferencia por la cooperación y el altruismo. Todo ello se conjuga en que las mujeres somos peores para negociar nuestros salarios, desde el primer salario hasta las negociaciones para promociones o incrementos salariales subsecuentes” (Arceo Gómez, 8 de marzo de 2020). 

Cuando leí este artículo me sentí confundida por no saber de qué contexto estaba hablando la autora porque, por lo menos en México, hay muy pocas mujeres quienes se encuentran en los puestos más elevados de la jerarquía laboral que quizás puedan negociar su salario, sus aumentos y, en general, sus condiciones de trabajo. Para ellas estas diferencias en el comportamiento de las que se habla en el texto sin duda son un factor a tomar en cuenta. ¿Pero y qué pasa con el resto de las mujeres que participamos en el mercado de trabajo? ¿cómo es que la solución para nuestro empobrecimiento por género y clase es que tengamos actitudes y  preferencias distintas? 

Cuando terminé mi maestría, en el lejano 2010, pasé muchos meses buscando trabajo sin éxito. Las únicas oportunidades laborales disponibles me hicieron trabajar como freelance durante los siguientes años. A pesar de mi nivel de estudios y experiencia, mis condiciones de trabajo nunca estuvieron a discusión: me contrataban para hacer consultorías, con ingresos variables, sin prestaciones sociales, con niveles de estrés y manejo del tiempo poco saludables. Jamás pensé que pudiera negociar esas condiciones, no por falta de actitud sino porque, para quienes me contrataban, era muy claro que si yo no aceptaba esas condiciones habría alguien más que sí lo haría (¡y, de hecho, sólo obtuve esos trabajos después de competidos procesos de selección!).

La experiencia me marcó tanto que he dedicado los últimos cinco años a estudiar la precariedad como régimen de control social. Inestabilidad, falta de políticas sociales, ausencia de derechos laborales, extinción de organizaciones sindicales: todo ello ha creado un contexto en el que la población trabajadora tiene cada vez menos oportunidades de negociación. Como parte de mi investigación he entrevistado a mujeres profesionistas en empleos precarios, quienes me han hablado de una serie de fenómenos que forman parte de su realidad: trabajar sin pago, a cambio de experiencia o exposición; trabajar por ingresos insuficientes con tal de por lo menos estar empleadas; no poder darse “el lujo” de rechazar ofertas laborales abusivas que no respetan el tiempo de las trabajadoras pero “es lo único que hay”. En su excelente artículo, Yeni Rueda explica las dificultades de cobrar por su trabajo como escritora. Las dificultades de que te paguen por trabajar: en esos niveles absurdos de precarización vivimos muchas profesionistas mexicanas, ¡cuanto más quienes ni siquiera han tenido acceso a educación universitaria!

Si la precarización se ha impuesto como lo que caracteriza el mercado de trabajo neoliberal, ¿quiénes son esas mujeres que pueden modificar su comportamiento para negociar de forma exitosa contratos más favorables? Otra vez, supongo que son mujeres que pertenecen a una clase social de antemano privilegiada. El problema con estos análisis es que esta realidad, cierta para un número reducido de mujeres, se hace pasar como la realidad de todas, sin especificar la particularidad (de clase, raza y orientación sexual) en la que estas medidas tienen relevancia. 

Esto no significa que las demás no podamos hacer nada no sólo para cerrar la brecha salarial con respecto a los varones, sino para habitar mundos más vivibles. Sin embargo, eso que podemos hacer para transformar la realidad no es una modificación de nuestros comportamientos y actitudes individuales, sino algo que se orienta en otro sentido: la creación de poder colectivo. 

El ejemplo nos lo han puesto trabajadoras domésticas organizadas quienes, pese a muchos obstáculos, han logrado crear sindicatos que les permiten negociar sus condiciones de trabajo. Son aún pocas quienes forman parte de estas organizaciones, pero ellas nos han mostrado de qué forma la colectividad es lo único que puede mejorar nuestra situación laboral. Paradójicamente, esto es posible gracias a valores de cooperación, altruismo y solidaridad que, de acuerdo con la cita antes compartida, son obstáculos para que las mujeres accedamos a un mejor salario. El análisis de clase nos permite pensar que quizás de hecho sea todo lo contrario pues, históricamente, sólo la cooperación ha logrado conquistar derechos laborales. Que éstos sean hoy tan débiles y amenazados es resultado del debilitamiento de esos espacios colectivos, y de la fantasía de que es posible conquistar derechos a través de cambios en actitudes individuales. 

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Las discusiones sobre la brecha salarial no son las únicas en las que la dimensión de clase está ausente. Ésta, al igual que la pertenencia racial y la orientación sexual, forma parte de la experiencia de género pues no se trata de otras discusiones, o de otras desigualdades, sino de opresiones que se constituyen mutuamente. 

Si hace algunos años las economistas feministas teníamos que insistir en la relevancia de las relaciones de género para la justicia social, ahora el reto se ha transformado y nos exige insistir en la relevancia de la clase social frente a nuestras colegas que, pese a incluir el género en sus análisis, se olvidan de que éste es contextual y sólo existe en interacción con otras jerarquías. Tomar esto en cuenta implica complejizar la mirada, los análisis, reconocer que las mujeres no somos un grupo homogéneo con demandas uniformes sino que entre nosotras también hay diferencias y antagonismos, y que “derrocar al patriarcado” es una meta que parte de un entendimiento limitado del patriarcado racista y capitalista en el que habitamos.

Referencias

Redacción (22 julio 2019). México tiene la peor brecha salarial de la región: mujeres trabajan más que los hombres y ganan menos. Animal Político.

Arceo Gómez, E. (8 marzo 2020). 8M: Igualdad salarial para no morir. Animal Político.

Rueda, Y. Escribo y cobro porque soy una escritora viva. GasTV.