Han pasado un par de meses desde que irrumpió, en el espacio público de nuestro país, el #MeTooEscritoresMexicanos que desencadenó en Twitter un amplio movimiento de denuncia del hostigamiento, acoso y abuso sexual en entornos laborales y cotidianos que sufren muchas mujeres (las denuncias se extendieron a artistas , cineastas , músicos, académicos , periodistas , políticos , profesionistas, activistas). Junto con las denuncias –y muchas veces como efecto de estas–, comenzaron a publicarse también cuestionamientos, a veces virulentos, otras moderados, sobre la conveniencia de las formas a través de las cuales estas se estaban realizando. Entre los cuestionamientos mesurados destacaron, por el eco que tuvieron en redes sociales, la validez o no del supuesto anonimato de las denuncias, la falta de protocolos claros por parte de las activistas que llevaban las cuentas en twitter, la lógica violenta o totalizadora de las propias denuncias, la necesidad de pensar en formas de justicia adecuadas para restituir a las agraviadas y transformar los entornos, la responsabilidad y ética de las denunciantes, el peligro de poner en el mismo plano distintos tipos de acoso, la conveniencia o no de construir la identidad femenina a partir de la victimización. Los virulentos, por su parte, apelaron a la lógica de la venganza de las mujeres, a los efectos desastrosos que estas denuncias anónimas ocasionaron en las vidas de los denunciados –dando un amplio espacio a la idea de que muchas de estas acusaciones eran infundadas–, a la difamación y a la “histeria colectiva” desencadenada con ellas.
Guardando toda proporción con respecto de la pertinencia y legitimidad de las críticas, pareciera que tanto de un lado como del otro existiese una prisa por meter en cintura el activismo producido en las redes, como si la ola de denuncias necesitara un cauce o alguna forma de domesticación, como si esas voces estuvieran produciendo un ruido intolerable que necesitara de un código de conducta en donde se pide, tanto a las denunciantes como a las activistas, actuar con clama, moderación, civilidad y responsabilidad.
¿Pero si en vez de ver en las denuncias del #MeToo mexicano el desborde o el exceso del uso de la palabra, lo pensamos como la emergencia de una actora política colectiva que se apropia de la palabra para denunciar una manera injusta y violenta de habitar el mundo y, con ello, apelar a su transformación? Si lo pensamos de este modo, el valor político del movimiento radica justamente en esta toma de la palabra para irrumpir en el espacio público y provocar el cuestionamiento profundo de muchas prácticas de abuso calladas y normalizadas. Esta acción es lo que el filósofo Jacques Rancière describe como el quehacer de la política, el cual se da siempre en el disenso. ¿Sus implicaciones? Entender la actividad política como “aquella que desplaza un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de ese lugar, hace ver lo que no era visible, hace oír como discurso lo que anteriormente solo era considerado como un ruido” (Rancière, La mésentente, 1995, p.52). Desde esta perspectiva, lo que hizo el #MeToo mexicano fue trocar una serie de demandas individuales, muchas veces calladas o enunciadas en círculos privados, en un discurso público y colectivo. Hizo, pues, política (de los cuerpos, de los espacios, de las relaciones personales, laborales y de vida). Asimismo, si consideramos a este movimiento en su capacidad de agencia política, el daño expuesto no implica una “victimización” como se ha señalado en varias críticas. El daño se convierte en el centro mismo de la demanda, no porque se quiera hacer de la mujer una víctima, sino porque este contiene, representa –es un modo de subjetivación, diría Rancière–, la condición misma de la desigualdad (y en este caso también de la violencia) en la que viven muchas mujeres. No es circunstancial que, dentro de las demandas formuladas por #MujeresJuntasMarabunta a partir del movimiento, aparezca también la exigencia de la paridad de género en cargos, jurados, foros, medios y lugares de circulación de obras artísticas y saberes, así como la alternancia en puestos directivos.
En este sentido, no se trata de “explicar” en qué consiste el #MeToo sino de escuchar lo que nos está queriendo decir. Habría por tanto que practicar esta escucha no como una forma de reducir la complejidad o la diferencia, sino de intentar entender lo que las denuncias están diciendo con respecto a la demanda de la creación de un mundo común que se opone radicalmente a formas arraigadas y prácticas normalizadas del abuso y la desigualdad. Escuchar aun cuando —sobre todo si— las maneras en que se manifiestan estas demandas no responden a las formas que consideramos adecuadas para “hablar” en el espacio público. Practicar la escucha, darle un tiempo, reconocer que el ejercicio de la palabra nos pertenece a todas y a todos, que no siempre éste se hace con suavidad o sin rabia. Escuchar primero, para después crear, en conjunto (como ya se está haciendo), mecanismos eficientes para reparar los daños, encontrar las maneras más adecuadas de revertir las prácticas de hostigamiento, acoso y abuso con el fin de crear espacios laborales, cotidianos, equitativos y seguros para las mujeres.
Ejercer la escucha, habitar la diferencia y entender que es en el disenso donde se produce la acción política efectiva, esa que es capaz de revertir mundos para hacerlos más habitables.