En 1879, al ingresar como escribiente auxiliar en la Prefectura de París, Alphonse Bertillon diseñó la antropometría como método para identificar a los delincuentes de acuerdo con sus rasgos físicos. Además de registrar la anchura y longitud de la cabeza y la medida exacta de sus extremidades, cada uno de los presos  era retratado de frente y de perfil. En 1883 el archivo del doctor Bertillon contaba con más de siete mil fichas. De manera paralela, durante la segunda mitad del siglo XIX fueron desarrolladas la frenología, la fisiognomía y la psicometría, que echando mano de las técnicas fotográficas otorgaron un carácter científico a una serie de conjeturas e hipótesis sobre el comportamiento de las personas a partir de su aspecto físico.

Para estas ciencias la imagen sirvió como evidencia, o en palabras de Roland Barthes, como fuerza constativa (Barthes, 2006, p.155) de de la naturaleza anormal de los criminales, revelando los condicionamientos psíquicos y biológicos que los conducían a cometer actos contrarios al desarrollo civilizatorio de las sociedades occidentales.

Los saberes positivistas como la criminología y la psiquiatría de finales del siglo XIX y principios del XX se convirtieron en herramientas de la modernidad para nombrar, clasificar y sancionar las conductas desviadas de la norma. La cámara fotográfica y las imágenes producidas a través de ella, en este proceso de institucionalización de nuevas técnicas, relaciones de poder y fijación significados, se convirtió en el dispositivo ideal para ordenar experiencias, deseos y temores. A diferencia de otros objetos culturales la fotografía tuvo la virtud de reflejar la naturaleza tal cual.

Aún en nuestros días persiste la idea de la fotografía como representación de una realidad independiente de quien la observa. Se trata de una noción heredada por quienes utilizaron las primeras imágenes fotográficas como constatación de una realidad objetiva y diferenciada del sujeto, sin notar que el concepto mismo de prueba sólo adquiere sentido dentro de un marco específico de percepción, donde la objetividad tiene peso propio y se concibe como ajena al sujeto y a su experiencia. 

De ahí que Joan Fontcuberta compare la fotografía con el beso de Judas, es decir, “como el falso afecto, […] acto hipócrita y desleal que esconde una terrible traición; la delación de quien dice precisamente personificar la Verdad y la Vida” (Fontcuberta, 1997, p.17). Y es precisamente en esa traición donde reside la efectividad de la fotografía, al hacer pasar como verdadero y natural un relato históricamente ficcionado.

En este mismo contexto podemos situar la incorporación de la fotografía al periodismo, no sólo como complemento de las noticias escritas en diarios y revistas, sino como objeto informativo con valor y narrativa propios. La imagen, aunque anclada a las descripciones y detalles del texto, contiene en sí misma la carga de la prueba incuestionable que verifica la veracidad de los relatos escritos. 

En la nota roja el peso de la fotografía es aún mayor que en otros géneros periodísticos. La cámara registra la sangre y el castigo, satisfaciendo la curiosidad de quienes consumen y se regodean con la prensa sensacionalista. Pero la fotografía de nota roja tiene un propósito similar al trabajo clasificatorio de la frenología o la fisiognomía cuando señala en sus páginas al sospechoso y a su víctima, identificándolos y haciéndolos reconocibles para quien los observa. La atención puesta en los rasgos fisonómicos del detenido da cuenta del tipo criminal al que pertenece y entonces la imagen es prueba de culpabilidad o inocencia para el espectador convertido en juez.

Comúnmente la nota roja se interpreta como un género subversivo que transgrede normas éticas o estéticas a través de la representación de la crueldad, lo siniestro y lo abyecto, en tanto su estética es contraria al buen gusto. Pero al mismo tiempo esa violencia y el horror convertidos en espectáculo por sus relatos e imágenes, más que cuestionar el orden establecido, lo reconoce, confirma y reproduce.

En medio del rutinario trabajo de un fotógrafo que, como cazador furtivo aprovecha el instante para fotografiar al cadáver y de inmediato acude a la escena de un accidente vehicular, surge una pregunta: ¿cuáles son los elementos que diferencian el trabajo mecanizado y fugaz del fotógrafo común de nota roja de la obra del mexicano Enrique Metinides y del neoyorkino Arthur Fellig, mejor conocido como Weegee? Ambos fotoperiodistas estuvieron activos durante buen parte del siglo pasado, los dos cuentan con una biografía atractiva por sus anécdotas y extravagancias, y el trabajo de los dos terminó siendo reconocido como obra de arte.

No trataremos en este espacio la descontextualización de sus fotografías que permitió su traslado de los diarios a las paredes de las galerías más famosas del mundo, ni la lógica del mercado del arte que las reduce a mercancías consumibles e intercambiables, tampoco abordaremos la reflexión como un problema estético, al menos no en el sentido estricto de la percepción de la belleza (que sin duda y de manera contradictoria contiene la nota roja), sino como estética de la violencia en sus dimensiones políticas y sociales, mediante el microanálisis de dos fotografías emblemáticas de ambos autores.    

Para empezar, hay que señalar que una de las características de la fotografía, en general, es la fascinación por lo exótico, de ahí el paralelismo entre el fotógrafo y el antropólogo, ambos, mediante su intervención acortan la distancia entre el mundo del espectador y el mundo de los otros, haciéndolo legible y digerible para el espectador.  

El documentalismo fotográfico (que para nuestro caso podemos extender al fotoperiodismo), señala Susan Sontag, al concentrarse en los oprimidos, la violencia y la miseria, hacen del fotógrafo un flaneur que explora los paisajes del infierno urbano y sus rincones más oscuros, dando cuenta de la “fachada de vida burguesa que el fotógrafo ‘aprehende’ como un detective aprehende a un criminal” (Sontag, 2006, p.85). La curiosidad, el distanciamiento y el profesionalismo del fotógrafo hacen que sus observaciones sean vistas como ajenas a los intereses de clase, como si se tratara de una perspectiva  unívoca. Metinides y Weegee escapan de esa pretensión universalizante, eligen transitar otros caminos y hacen ver al espectador lo que comúnmente no es relevante para la narrativa de nota roja.

Los dos fotógrafos, mediante su ordenamiento particular de los hechos policiacos presentan composiciones que van más allá de la espectacularidad de la sangre y el dolor ajeno, ambos comparten la intención de narrar la historia de las víctimas del infortunio, recrean su mundo al señalar detalles que comúnmente no aparecen en otras imágenes de este tipo, permitiendo que los vacíos de su relato visual sean completados por la imaginación del espectador. 

En La peste, Albert Camus advertía que para conocer una ciudad hay que saber cómo trabajan, cómo aman y cómo mueren sus habitantes. La muerte en el espacio público es un hecho que involucra a muchos actores citadinos. En la ciudad de México, por ejemplo, es común que alguien cubra al cadáver expuesto en la vía pública con una sábana o prenda una veladora a su lado. Entre estos personajes que acompañan la tragedia está el mirón, el curioso que nuca falta en la puesta en escena de la tragedia. Este voyeur de la desgracia ajena fue retratado de muchas maneras por Metinides y es uno de los elementos que identifican su trabajo, como una especie de firma personal.

Una de las imágenes emblemáticas sobre los mirones en la obra de Metinides la encontramos en Rescate de un ahogado en Xochimilco con público reflejado en el agua (imagen 1), fotografía tomada en 1960 y en donde (como el título lo índica) el reportero gráfico documenta la labor de los cuerpos de rescate para recuperar un cadáver que flota en el agua.

Si bien la tradición periodística enfocaría la historia en el hallazgo del ahogado y en revelar la causa de su muerte, el protagonista de esta fotografía es la multitud que observa mientras el cuerpo sin vida apenas se distingue entre las aguas. Se trata de una imagen que no coincide del todo con el estilo descarnado de la nota roja, que en un caso similar ofrecería al espectador, en primer plano y sin ningún pudor los detalles del cuerpo recuperado.

Lo llamativo de la composición de esta imagen en particular, además de su perfecta simetría, es que Metinides no retrata a los mirones directamente con la cámara sino su reflejo en el agua. El reflejo da cuenta de lo que no se ve pero está presente. En la imagen no es visible el rostro de ninguno de los personajes que intervienen en ella. No vemos el rostro del cadáver, ni del rescatista ni de los curiosos, pero se adivinan sus miradas. Los mirones como protagonistas interpelan al espectador que, desde el otro lado observa lo mismo que ellos ven. Se trata de una mirada triangulada que inicia en el ojo de Metinides, se dirige al reflejo de los mirones y termina incrustada en el observador de la imagen revelada. No hay compasión, solo voyerismo y curiosidad.

Las fotografías, advierte Sontag a propósito de los freaks retratados por Diane Arbus, “vuelven irrelevantes las reacciones compasivas. No trata de perturbarnos, de capacitarnos para afrontar lo horrible con ecuanimidad. Pero esta mirada no es […] insensible ni cínica sin duda, sino simplemente (o falsamente) ingenua” (Sontag, 2006, p.66). Metinides rescata muy bien esa candidez, que es la misma para los observadores frente al canal de Xochimilco que la del observador que desde nuestro presente mira la fotografía observando el reflejo de los mirones, con quienes termina identificado, impasible frente al horror que apenas sobresale del agua. 

Lo que hace Metinides con esta fotografía es desplazar el efecto de la nota roja fuera de su materialidad. Es decir, que lo retratado no es la violencia de un caso de tantos que ilustrará de manera efímera alguna página de un diario. De lo que da cuenta es de esa sensación que causa el contacto con la desgracia del otro sin vida, confirmando de esa manera la supervivencia de quien observa, y recordando que se trata de una supervivencia frágil y precaria.

En la cinta documental El hombre que vio demasiado, dirigido por Trisha Ziff, Metinides habla de los mirones que habitan su obra y que tanto llaman la atención. Consciente de que sus fotografías no fueron realizadas con fines artísticos sino en función de las necesidades impuestas por el trabajo cotidiano como reportero gráfico, explica que el uso de los mirones era para “darle más vida a la foto […] Todos quieren salir, todos quieren figurar, todos quieren salir en el periódico.” El fotorreportero mexicano, según sus propias palabras, buscaba satisfacer ese deseo que él encuentra inherente a la naturaleza de cualquier habitante anónimo de la ciudad, que lo lleva a recocerse en el periódico y decir: “¡Ahí estoy yo!”

En La cámara lúcida, Roland Barthes advierte sobre el trastorno civilizatorio que provocó el verse a sí mismo de otro modo que no fuera en un espejo. El retrato fotográfico, “es el advenimiento de yo mismo como otro: una disociación ladina de la conciencia de identidad” (Barthes, 2006, p.40). En el ejercicio del retrato, dice Barthes, se cruzan cuatro imaginarios distintos: “aquel que creo ser, aquel que quisiera que crean, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte.” (Barthes, 2006, pp.41-42). El juego entre estos cuatro imaginarios da como resultado la impostura, no necesariamente como la trampa de hacer creer al otro lo que no se es, sino como posibilidad de autoafirmación frente a las narrativas dominantes que pretenden limitar el sentido de lo que uno debe ser.

En The Gay Deceiver (Imagen 2), fotografía de Weeggee publicada en 1939, se juega con los significados de la impostura y el engaño como modo de afirmación de una identidad disidente. En la imagen aparece un hombre maquillado y vestido con ropa de mujer a punto de entrar en un vehículo de la policía. Por un instante el personaje mira fijamente a la cámara, sonríe y levanta su vestido para mostrar su pierna derecha. El gesto seductor desafía el contexto represivo de su detención. En el momento en que fue tomada esa foto las relaciones homosexuales eran consideradas ilegales en Estados Unidos, por lo tanto sancionadas, reprimidas y exhibidas públicamente como conductas anormales.

Si como hemos visto, la nota roja con su estética de la violencia no es por sí misma subversiva sino que es un medio que reproduce la norma establecida, la fotografía de Weegee sí subvierte el orden ético y político de su época. No conocemos la intención del fotógrafo ni su punto de vista respecto a la homosexualidad, quizá, por el título de su trabajo, su propósito fue ridiculizar al joven travesti. Sin embargo, el retratado tiene agencia y se niega a ser víctima, no es un sujeto pasivo esperando el flashazo de la cámara, al contrario, juega con gracia e intenta seducir al espectador a través de su sonrisa y de su cuerpo. Por un instante, que terminará cuando el policía cierre las puertas de la patrulla, el personaje que observamos goza y se rebela frente a esa coacción que encontramos en los retratos institucionales de delincuentes y pacientes psiquiátricos sometidos por el orden, la disciplina y la normalidad. 

Si revisamos la obra de Weegee podemos presumir que no hay escarnio de por medio. En otras imágenes del autor puede constatarse la complicidad que mantenía con sus retratados, la mayoría de ellos, personajes situados en los márgenes del mundo que la moral burguesa y las buenas conciencias prefieren no visitar. The Gay Deceiver recuerda la investigación de Susana Vargas Cervantes sobre los “mujercitos”, una serie de retratos de travestis y homosexuales detenidos por la policía que fueron publicados en la emblemática revista mexicana Alarma! en la década de 1970.

Si bien los textos de los titulares y las notas que dan cuenta de los “mujercitos” buscaba degradarlos ante el lector, las fotografías dan cuenta de una seducción similar a la capturada por Weegee. En la ambigüedad entre criminalización y deseo, el “mujercito” que posa ante la cámara subvierte “las dinámicas del poder en la fotografía de forma intencional […] Está resistiendo la forma de violencia que el mismo fotógrafo va a ejercer en el texto escrito, que la sociedad en general va a ejercer sobre ella”. (Álvarez, 2015). La fuerza de este tipo de imágenes está en la fantasía y rebeldía que desbordan las personas retratadas, contrarias a los imaginarios impuestos por la fuerza del soberano y la moralidad dominante.

La fotografía de nota roja enseña a mirar la violencia y como toda pedagogía, esta puede reproducir las significaciones hegemónicas, o ponerlas en duda, cuestionarlas y abrir distintas posibilidades de lectura del mundo a través de la sangre, lo grotesco y lo ominoso.

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Imagen 1. Enrique Metinides, Rescate de un ahogado en Xochimilco con público reflejado en el agua.1960.

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Imagen 2. Arthur Fellig, Weegee. The Gay Deceiver, 1939

Referencias

Álvarez, Carlos. (2015). “Los mujercitos del ‘Alarma!’”. Vice.

Barthes, Roland. (2006). La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía. Paidós.

Fontcuberta, Joan. (1997). El beso de Judas. Fotografía y verdad. Gustavo Gili.

Sontag, Susan. (2006). Sobre la fotografía. Alfaguara.