Este texto se publicó originalmente en Connessioni Precaire. Se reproduce aquí con su autorización.


Que nuestra iniciativa política escape al lockdown. Esa es la tarea que tenemos por delante. Debemos evitar que las críticas justificadas a la gestión de la pandemia, las necesarias respuestas a los delirios de quienes niegan la amenaza a la salud colectiva, el desconcierto y el desconsuelo ante el crecimiento del contagio, provoquen un agotamiento en palabras frente a lo que más bien tenemos que hacer. Mientras nos dicen que los asuntos comunes tienen que continuar como si no pasara nada, la pandemia se utiliza como oportunidad para reestructurar y modificar radicalmente no sólo este o aquel sector industrial o administrativo, sino las relaciones sociales en su conjunto. A la pobreza estructural, a la feroz coacción al trabajo, a un patriarcado que nunca murió, a la intensa explotación del trabajo migrante, se agrega una sorda violencia de todos los días. Estas son las constantes a las que todo discurso debe volver inevitablemente, so pena de su inconsistencia. A pesar de que el presente pandémico pueda parecer una excepción absoluta, dentro de ella hay procesos que desde hace tiempo construyen su propia normalidad y que ahora solamente están en un proceso de aceleración, o bien tomando direcciones nuevas e inesperadas. Nuestra iniciativa política puede colocarse solamente al interior de estos procesos. Y subvertirlos.

La Unión Europea está aprovechando la oportunidad de la pandemia para consolidarse como centro de liderazgo político transnacional capaz de dar forma a procesos económicos y sociales de largo plazo. Ahora incluso entran en juego elementos de planificación –rechazados por décadas como antítesis a la libertad de mercado– que permiten socorrer a un neoliberalismo en crisis que se halla obligado a recurrir a políticas redistributivas y a originales reestructuraciones de la deuda pública que le permitan adaptarse al presente además de salvaguardar sus aptitudes consolidadas. Bajo la etiqueta de “planes de recuperación” se anuncian nuevas formas de organizar la producción y reproducción social. Si tan solo estuviera en sus manos la posibilidad, empresarios y economistas declararían por decreto el fin de la pandemia, eliminando así todo apoyo al trabajo vivo que no se traduzca en la producción de ganancia. En Europa, y no sólo Europa, la palabra de orden es resiliencia, que significa simplemente aceptar las palizas sin quejarse demasiado, porque es correcto y normal que así sea. La pandemia ha afectado fuertemente a los movimientos sociales: ha creado la oportunidad para luchas y huelgas imprevisibles de mujeres, trabajadores y migrantes en sectores esenciales; pero también ha cambiado los espacios, medios y condiciones de iniciativa y organización hasta el punto de requerir una profunda transformación de los modos habituales de acción política. Sin embargo, la urgencia de introducir innovaciones en las prácticas políticas y organizativas dejó de ser una novedad hace tiempo. Aun así, no podemos dejar de intentarlo, no podemos dejar de reconsiderar lo que sabemos para introducir elementos de ruptura efectiva. Sin ninguna indulgencia hacia nosotros mismos y sin ninguna concesión a la resiliencia.

 

Europa, tal como existe

Entonces hay una Unión Europea. La retórica orgullosa y mentirosa de Ursula von der Leyen en su discurso sobre el estado de la Unión explicitó la intención de aprovechar la pandemia para superar lo que hasta hace unos meses parecía ser la evidente impotencia del liderazgo político europeo. Por otro lado, la temporada de la soberanía está llegando a su ocaso. No sólo por los antiguos y nuevos resultados electorales, sino también porque los estados renuentes deben adaptarse a las condiciones de la Unión si quieren beneficiarse de sus fondos. De esta forma, la UE puede convertir el contagio en una oportunidad para revisar los acuerdos de Dublín y así impedir, o al menos complicar, la posibilidad de que los Estados miembros se sirvan del fenómeno de la migración como terreno de negociación política con la Unión. No debe volver a repetirse lo que ocurrió en 2015, cuando el movimiento masivo e impetuoso de migrantes en la ruta de los Balcanes develó los límites soberanos que los propios acuerdos de Dublín legitiman. No es seguro que esta reestructuración tenga éxito, y sin duda Europa tendrá que confrontarse de nuevo con sus estados reticentes. Desde luego no satisfará la demanda de libertad que plantean diariamente los migrantes. Despejemos el campo de la duda: no estamos en vísperas de un nuevo Estado Europeo de derechos. Ese equilibrio entre “responsabilidad y solidaridad” entre los Estados del cual habla von der Leyen muestra más bien la intención de imponer un nuevo orden a aquella libertad, de tal modo que se gestionen los rechazos, las repatriaciones y las reubicaciones a gran escala en función de la demanda interna de trabajos “esenciales” y no esenciales, sin renunciar por ello a ir más allá de las fronteras de la Unión a través de acuerdos como los de Turquía, Libia o los países del Este. Los migrantes clasificados como económicos siempre serán devueltos al otro lado de las fronteras, si bien respetando el enfoque humanitario que Frau von der Leyen ha reivindicado ante las críticas de la derecha. El nuevo acuerdo de Dublín no sólo determinará quién puede entrar en Europa y bajo qué condiciones, sino también el lugar que ocuparán las mujeres y los hombres al interior de la jerarquía de la mano de obra migrante. El país europeo al cual serán destinados comportará diferencias en los salarios y las prestaciones sociales, además de que determinará el nivel de desvalorización social que sufrirán los migrantes y los solicitantes de asilo al cruzar las fronteras internas de la UE. El permiso de residencia seguirá siendo un impuesto sobre la reproducción de la propia existencia que tendrán que pagar los migrantes en cualquier parte de Europa

El nuevo acuerdo de Dublín dictará las condiciones de utilización de la mano de obra migrante en los campamentos, los almacenes logísticos, las plataformas como Uber, así como el trabajo asistencial en los hogares y los centros de salud. Lo saben perfectamente los colectivos de migrantes que desde Francia hasta Eslovenia, desde España e Italia, pero también desde Turquía hasta Marruecos y Líbano, han creado una Coordinación Transnacional de Migrantes (Transnational Migrants Coordination) para contrarrestar las políticas europeas en su escala propiamente transnacional, yendo más allá de las propias condiciones y legislaciones nacionales, pero sobre todo superando la división entre los migrantes de hoy y los de mañana. Sólo la iniciativa política de los migrantes puede realmente violar las fronteras de la Unión Europea y de los Estados colindantes: es evidente que ninguna petición de trato humanitario en las fronteras de Europa es realmente creíble si no tiene en cuenta la explotación de la mano de obra migrante, que ocurre tanto dentro de la Unión Europea como a través de sus fronteras orientales y meridionales.

 

Transiciones y reproducciones

Gracias a la revisión de Dublín, la “Next Generation Europe” que el nuevo plan de financiación de la UE prevé, tendrá que actuar como un Estado transnacional que sea capaz, al menos en sus intenciones, de administrar recursos y mano de obra a una escala y en modalidades sin precedentes. La del Plan de Recuperación es una Unión que ya no limita el gasto público, sino que por el contrario lo financia y estructura, dándole una dirección y unos objetivos muy claros: transición ecológica, transición digital, innovación y competitividad de la industria 4.0, resiliencia y sostenibilidad social para hacer frente a crisis y desastres como la pandemia. Estos objetivos a mediano y largo plazo establecen los contenidos de un modelo de reproducción de la sociedad en el que la garantía de un cierto nivel mínimo de pobreza debe combinarse con la obligación de trabajar.  La crisis de la pandemia intensificó una tendencia que era ya clara y evidente: la pobreza incondicional producida por las políticas neoliberales ya estaba amenazando la estabilidad social de muchos estados y, por lo tanto, de la misma Unión. Las décadas de reducción de los salarios, así como de los gastos en salud, educación y transporte públicos se fueron convirtiendo en una amenaza directa para la reproducción de la vida de millones de hombres y mujeres en Europa que están cada vez menos dispuestos a aceptar este destino. La pandemia ofreció una oportunidad para hacer cuentas con el neoliberalismo europeo. Y las cuentas no cuadran. Así, ante la pandemia, se ha demostrado que el cinturón del gasto público podía y debía reajustarse: no para volver a los antiguos y queridos derechos sociales, sino para redefinir las directrices de un welfare de supervivencia, diferencial y recompensatorio, que sustituye el salario por subsidios temporales, reproduciendo y reforzando las jerarquías existentes.

El bienestar que viene no consistirá en un catálogo de derechos sociales y subvenciones negociables, sino que se definirá por su estricta relación con el salario mínimo europeo, cuya necesidad von der Leyen ha afirmado repetidamente. Se trata ante todo de un salario mínimo que debe ajustarse al costo de vida en cada Estado ––que no repercute en las diferencias salariales que estructuran las cadenas de valor transnacionales–– para que las trabajadoras puedan reproducirse en una pobreza mínima garantizada, condicionada y tolerable. Desvinculada de la realidad de las relaciones de fuerza, la incongruente idea de poder simplemente oponer un ingreso o una “renta” más o menos garantizado al salario, orientándose así exclusivamente hacia políticas redistributivas, debe enfrentarse hoy en día con el registro de la estrecha relación entre ambos. Nunca es demasiado tarde. Como es evidente desde hace algún tiempo, los ingresos se administran cada vez más como un salario adicional, es decir, como un medio para contener los salarios, y funciona de esta manera incluso cuando se proporciona algún ingreso o “renta de ciudadanía” (reddito di cittadinanza).[2] Esto es aún más cierto en Italia, donde la actual “renta de ciudadanía”, a pesar de estar marcado junto con la “cuota cien”[3] como el único obstáculo para el magnífico y progresivo destino de la recuperación económica, no es más que una renta de pobreza que ha permitido a miles de personas sobrevivir en los últimos meses, cuando los trabajos precarios se han convertido en un continuo desempleo.

La vulgaridad de Confindustria (Confederación general de la industria italiana) no es desde luego tan significativa en el contexto europeo y transnacional. Sin embargo, tenemos que hablar de ello porque sus posiciones serán decisivas para la forma en que la relación entre ingresos y salario afectará la vida de millones de mujeres y hombres en Italia. Las pretensiones de Bonomi (presidente de Confindustria), sin embargo, muestran cómo cualquier hipótesis política que oponga la reproducción del trabajo vivo a lo que se presentan como necesidades productivas indiscutibles está destinada al fracaso. Al contrario, se trata de reconstruir y forzar de manera continua el vínculo entre salario e ingresos, sin jamás considerarlos por separado en ningún lugar. Si uno es el presupuesto del otro y viceversa, cualquier iniciativa política debe partir de su conexión, para no acabar confirmando la tendencia que hace de un mísero bienestar el complemento de un salario bajo. Debe quedar claro que las condiciones previas a la renta se dan en lugares de trabajo precarios y fragmentados, al igual que los presupuestos para la asignación de los salarios se dan en las condiciones sociales que determinan cómo y cuánto puede uno reproducirse con ese salario. El ingreso 4.0 será una parte integral de la industria 4.0 y el Fondo de Recuperación es el plan financiero que establece los criterios organizativos y políticos de la sociedad post-pandémica.

La universidad 4.0 como plataforma

Desde este punto de vista, es central la conexión entre la industria 4.0 y las transformaciones en las que las escuelas y universidades están invirtiendo durante la pandemia, no sólo en Italia. Al Internet de las cosas ––a la realidad de la producción de mercancías controlada por la lógica del algoritmo–– debe corresponder necesariamente un Internet de cerebros, es decir, una producción y transmisión de conocimientos que aumente aún más su fuerza productiva social. La enseñanza a distancia y su evaluación constante, la precariedad de amplios sectores de profesores, investigadores e investigadoras, el hecho de que la Unión Europea sea la principal y, a menudo, única fuente de financiación de la investigación no son sólo efectos temporales de un momento excepcional. Se han anunciado financiamientos sin precedentes, pero estos servirán para reorganizar todo el ciclo de formación: la universidad deberá conectarse definitivamente con las exigencias del mercado, aportando no sólo un saber más o menos cualificado, sino también una mano de obra semi-cualificada para un sinfín de pasantías; la profesionalización de la formación será gestionada por empresas privadas, que podrán seguir obteniendo beneficios de los mismos trabajadores que fueron despedidos poco antes. La intensión, ni siquiera tan oculta, es alejar a las universidades de su relación con el territorio, para convertirlas en plataformas de conocimiento no diferentes de las otras plataformas en torno a las cuales el capitalismo contemporáneo se está reorganizando. Estos procesos ya están en marcha, pero con la pandemia están buscando y a menudo alcanzando su forma final y su legitimidad. El desequilibrio en la financiación de la investigación a favor de los proyectos europeos responde al hecho de que aquella ya se concibe casi exclusivamente como soporte de las líneas políticas decididas por la Comisión. Esto se traduce tanto en un aumento de la intensidad del trabajo académico como en el aprovechamiento de la investigación dentro de estructuras gubernamentales organizadas en función de objetivos y resultados previstos, al interior de las cuales se perfilan trayectorias alternativas. En este contexto, nuestra iniciativa política debe construir progresivamente las condiciones para oponerse al Internet de los cerebros involucrando a todos los que participan y padecen esta transición hacia la Universidad 4.0. Es necesario construir espacios de reflexión colectiva sobre la comprensión misma de la ciencia y el conocimiento social, con miras a iniciativas que evidencien la existencia de formas de cooperación capaces de quitarle a la universidad como plataforma la producción y reproducción del conocimiento.

Reproducción e insubordinación

En estos meses la escuela en su conjunto ha mostrado el estrecho y constitutivo vínculo entre la producción y la reproducción social y sus fundamentos patriarcales: no sólo muchas madres se vieron obligadas a renunciar a sus trabajos, sino que muchas maestras tuvieron que trabajar mientras cuidaban a sus propios hijos y a los de otros en la educación a distancia; mientras que obreras, criadas, enfermeras, mujeres de la limpieza no pudieron cuidar a sus hijos porque sus trabajos “esenciales” requieren manos, esfuerzo, presencia y cuidados que no pueden ser digitalizados. Los datos disponibles sobre el abandono “voluntario” del trabajo ––es decir, forzado por la necesidad de cuidar a los niños durante el encierro– y sobre los “accidentes COVID-19” en el trabajo que afectan principalmente a quienes realizan trabajos “esenciales” ––como el cuidado personal en residencias de ancianos, o trabajos de limpieza, obligados a hacerlo por un permiso de residencia–– hablan claro: son las mujeres las que están pagando el precio más alto de la pandemia, en el terreno de la producción y la reproducción. Ante todo esto, se vuelve a repetir el mantra de la necesaria conciliación entre trabajo y maternidad, y a proponer subsidios monetarios como el subsidio único por hijo para fomentar la paternidad y colmar el déficit demográfico estructural del país. Lástima que hablar de cuidado de los hijos para sostener las políticas gubernamentales ––o de lucha–– anula la condición material que abruma a las madres, trabajadoras y migrantes como mujeres, las cuales se ven arrojadas a una condición de subalternidad por la división sexual del trabajo y la consiguiente desvalorización social de su posición. Especialmente en un momento en que el movimiento de la huelga feminista, en su dimensión masiva y transnacional, también está sufriendo los efectos de la pandemia, dar prioridad a las mujeres significa dar visibilidad a todas estas condiciones y crear una comunicación entre ellas. Significa poner de manifiesto y desafiar la trama silenciada de la gran reorganización de la sociedad que aprovecha la crisis materialmente vivida por la mujer para reforzar las condiciones patriarcales y racistas de su reproducción, descartando en la economía privada, ya sea informal o monetaria, lo que las mujeres han politizado predominantemente en los últimos años con sus movimientos y sus paros. Retomar la iniciativa política es la única manera de evitar que los sueños de Bonomi o von der Leyen se conviertan en nuestras pesadillas. Es necesario asumir riesgos a escala real, para romper el vínculo entre renta, salario y explotación que está tomando forma violentamente, haciendo de la sociedad pandémica el laboratorio de la sociedad post-pandémica. Aunque empiece en Italia, nuestra iniciativa política no puede detenerse en nuestras fronteras nacionales. Ya durante el lockdown en Italia, como en Europa y el mundo, hubieron y hay manifestaciones que muestran la posibilidad política de conexiones transnacionales para interrumpir los ritmos y el orden de la reproducción de la pandemia. Nuestra iniciativa será tan esencial políticamente como esas manifestaciones sólo si será capaz de dar constantemente un paso más allá de la pandemia, un paso más allá de la ejemplaridad de las pequeñas cosas, un paso más allá de la imaginación nacional. Un paso más allá de nuestros límites actuales.


Notas

[1] En Italia se usó desde el principio el término lockdown para referirse a la cuarentena causada por COVID-19. (NdT) 

[2] El llamado “reddito di cittadinanza” en Italia es una renta o ingreso otorgado por el Estado a personas que se encuentren en una situación económica inestable. (NdT)

[3] La “cuota cien” es un decreto ministerial que regula la jubilación de los italianos basándose en un cálculo entre la edad de la persona y la cantidad de años en la que se pagaron impuestos o contribuciones. Si la suma de ambos da cien, con al menos 62 años de edad y 38 de contribuciones al Estado, la persona puede jubilarse. (NdT)