El mundo de la política comparte, a veces lamentablemente, algunos rasgos con la vida artística y cultural. Ambos mundos, por ejemplo, están saturados de “ismos”. Se piensa normalmente que asignar un “ismo” permite asociar a la persona con un corpus de ideas y prácticas. Aún recuerdo, siendo estudiante en la Facultad, cómo un compañero anarquista al que apreciábamos mucho se empeñaba tarde sí y tarde también en que me definiera dentro de alguno de los “ismos” del triste y rico panorama político de la España de la Guerra Civil. Mi negativa le causaba una profunda ansiedad que un querido amigo mío filósofo deleuziano quiso calmar en alguna ocasión autodefiniéndonos, y rememorando al personaje de Michel Ende, como “momoístas”. Ese tour de forcé dadaísta, en verdad, no le sirvió de mucho a nuestro compañero del Ateneo Libertario.
Y con razón. Porque, en realidad, este tipo de categorías carecen de naturaleza epistémica y sólo sirven para clasificar y ser clasificados, para identificar a amigos y enemigos, para situarse y diferenciarse, para acusar y defenderse. En definitiva: no son instrumentos de conocimiento sino categorías de reconocimiento. Por eso, si bien es necesario mostrar su naturaleza fetichista, también es importante comprender cómo se forjan y cómo se usan en los conflictos políticos.
La oposición entre ruptura y evolución es una de los grandes generadores de “ismos” en el ámbito de la izquierda. Más allá de sus contenidos ideológicos, esta oposición ha sido fundamento de la idea de vanguardia. El “vanguardismo”, término con claras resonancias artísticas, hacía referencia desde el siglo XIX a una actitud consciente de ruptura frente a la norma establecida. Adoptado por el socialismo decimonónico, alcanzó su máxima expresión con la constitución del partido bolchevique, en el que se refería a una suerte de revolucionario profesional a tiempo completo. Hoy día el término carece de estas connotaciones. Pero la oposición entre rupturismo y gradualismo sigue operando en el inconsciente de la izquierda a la hora de generar clasificaciones dentro y fuera de las organizaciones. Lo que me interesa aquí no es tanto cuestionar la categoría de vanguardia, como reflexionar sobres sus condiciones de posibilidad y criticar ciertas actitudes que, apoyándose sobre estas condiciones, imputa un conjunto de “ismos” a quiénes constituyen la “no vanguardia”, especialmente cuando estos apuestan por caminos alternativos a la ruptura revolucionaria.
Ciertamente cualquier organización política está sometida a una tensión fundamental entre dos tipos de demandas: las de profesionalización y de participación. Una organización política relativamente compleja requiere, para satisfacer determinadas funciones, una serie de competencias y tiempo de dedicación de los que no disponen todos sus integrantes o simpatizantes. Por otro lado, la movilización política de una masa crítica, cuando no una participación activa lo más abierta posible, constituye un objetivo fundamental, al menos de toda organización política de izquierdas.
Tradicionalmente, las demandas de profesionalización han sido foco de competencia entre dos tipos de capitales o recursos específicos: el que proviene de la acumulación de ciertos saberes técnicos, que permiten la reproducción de la organización, y el que lo hace de la dedicación a la actividad militante. El primero, ya analizado por Weber en El político y el científico en el marco de la mutación de los partidos de notables a partidos de masas, da lugar a la formación de las burocracias políticas. Puede tratarse de burocracias formales o informales, y sus criterios de selección varían, sin que resulten siempre acordes a los fines de eficacia y racionalización que se espera deben cumplir. Este tipo burocrático se opone al del militante, que ejerce sobre la organización un poder basado no tanto en el control sobre los mecanismos de reproducción, sino en un conjunto de habilidades que, según Frank Poupeau, provienen de la participación en expresiones reivindicativas de grupos movilizados. Se trata de un saber hacer, fruto no tanto de la escolarización como de la experiencia adquirida por la socialización en el marco de determinados movimientos políticos y que supone un conjunto de técnicas que tienen que ver con la práctica de dichos movimientos: saber hablar en público, escribir un pasquín, dirigir un grupo, organizar una manifestación, etc.
Un mismo individuo puede, en un momento determinado de su trayectoria política, incorporar ambos tipos de recursos. Pero, en general, es útil distinguirlos como formas alternativas de ejercer una autoridad sobre la organización o el movimiento político. Y si bien es cierto que el modelo de vanguardia, tal y como se ha desarrollado históricamente, se adecua mejor al tipo de capital militante, ambos comparten una predisposición a generar una fisura entre profesionales de la política y simpatizantes o seguidores. Aquí, la variable clave es el tiempo: la adquisición de esos recursos requiere de una dedicación que tiende a ser exclusiva. Y esto genera una determinada visión del mundo y de quienes no comparten esa condición de vanguardia.
Lo que olvida en ocasiones el militante profesional, el revolucionario a tiempo completo, es que el trabajo de cambiar las condiciones de vida está siempre acompañado del trabajo que supone la tarea de vivir. Este olvido es posible porque el militante profesional ha hecho de la transformación de las condiciones de vida una forma de vida. Inmerso en ella, la proyecta sobre los demás, y acaba creyendo que transformar y vivir constituyen una relación consustancial. Pero la mayor parte de las personas no resuelven la ecuación de este modo. Incluso la mayoría de las personas comprometidas se enfrentan a las condiciones de vida, no sólo como algo que deben transformar, sino como algo a lo que es necesario, primero y ante todo, adecuar la existencia para poder vivir. Olvida el militante profesional que sin esta solución de compromiso con la realidad las únicas formas de hacer política serían las de la desesperación (de quien no está comprometido con nada, porque nada en el mundo le da nada ni se compromete con él) o la del hombre de partido (que no se compromete con nadie porque solo está comprometido con la causa).
Cuando los simpatizantes no se pliegan a las directrices rupturistas de la vanguardia, el militante profesional enarbola una gama de acusaciones que se expresan, bien a través de fórmulas más o menos elegantes (por ejemplo, bajo alguna variante del paradigma de la «falsa conciencia»), bien a través de otras más groseras. Se trata en todo caso de fórmulas que esconden una actitud aristocrática frente a quienes son considerados hijos del error, fruto del infinito poder de la ideología (que deforma a todos menos al profesional) o de una supuesta esencia acomodaticia del hombre común. El desfile de “ismos”, comienza aquí su despliegue.
En definitiva, este profesional de la revuelta olvida las condiciones necesarias de entrada en el mundo de la política (que no son universales) y que el primer compromiso del militante amateur es resolver la vida inmediata a la que se enfrenta, pues sólo así podrá contar con los recursos adecuados para poder transformarla sin poner en peligro su existencia. Sólo en condiciones históricas muy específicas, cuando la propia existencia está en peligro si no se transforman las condiciones de vida, las fronteras pueden estallar y el político profesional y amateur confundirse. Son momentos excepcionales de la historia en los que, como decía Albert Camus remitiéndose a la lucha antifascista, la elección se vuelve pura. Universalizar estos momentos excepcionales en los que el militante profesional aspira a situarse de manera permanente –pues ha hecho de esta excepcionalidad su forma de vida– forma parte de la mística revolucionaria y conduce invariablemente hacia la derrota, la decepción o el autoritarismo.
Decía antes que la disposición de tiempo para dedicarse a la vida política y a la militancia activa constituye el factor esencial que distingue entre profesionales y amatauers, entre vanguardia y retaguardia. Si es en las mismas condiciones de posibilidad de la profesionalización política donde están inscritos los peligros de la actitud vanguardista, cabe preguntarse de qué manera es posible conjurarlos. Y aquí es necesario apuntar hacia las formas en las que las organizaciones seleccionan y vigilan a sus miembros, a sus líderes y a su personal. Sobre este tema espero poder discutir en mi próxima columna.