Los desafíos de una Nueva Constitución en Chile tras el rechazo del plebiscito:
una mirada desde la historia

Este texto es una versión actualizada del artículo “La nueva Constitución de Chile y la Historia” publicado en DiarioAr, 2 de septiembre de 2022.


El domingo 4 de septiembre se plebiscitó en una elección obligatoria el proyecto de Nueva Constitución de Chile con la participación más alta en la historia del país. Más de 13 millones de chilenos (el 86% del padrón) decidieron entre dos opciones: aprobar o rechazar el nuevo texto constitucional. El 62% votó por el rechazo. Sólo en ocho de las 346 comunas —ubicadas en las regiones metropolitanas de Santiago y Valparaíso— ganó el apruebo. Casi dos años antes, en octubre de 2020, el 78% de los votantes en un plebiscito que no fue obligatorio y donde participó el 51% del padrón, aprobó cambiar la actual Constitución, creada en 1980 durante la dictadura de Augusto Pinochet. En aquella elección, el rechazo al cambio había triunfado únicamente en cinco comunas (tres de ellas, las más ricas de Santiago). 

Los resultados del último plebiscito mostraron que la mayoría de los chilenos quieren modificar la Constitución pero rechazaron el proyecto propuesto por la Convención Constituyente. Los casi 5.500.000 nuevos electores —quienes no habían participado de la elección de octubre— votaron masivamente por el rechazo. Todas las comunas con mayor población indígena de Chile —según el Censo de 2017, el 13% de los chilenos se considera perteneciente a pueblos originarios— se inclinaron por el rechazo al nuevo texto. 

El proyecto de Nueva Constitución, progresista en cuánto a la ampliación de derechos ciudadanos (entre ellos, los de una salud, educación y pensión de carácter universal y público, no garantizados por la actual constitución), fue visto por la mayoría de los votantes como una amenaza a sus valores, incluido el de la identidad nacional. La inclusión de artículos en defensa de la plurinacionalidad, interculturalidad, ecología y diversidad sexual, así como la eliminación del senado, representaron los principales puntos discutidos desde la campaña por el rechazo. Los resultados del plebiscito parecieran revelar un proyecto de Constitución pensado para nichos de una sociedad en que las mayorías no se ven reflejadas. Tras el rechazo, el presidente de Chile Gabriel Boric manifestó abrir junto a los partidos políticos de un Congreso dividido y la sociedad civil un nuevo “itinerario constituyente”. El desafío para que una nueva constitución pueda ser aprobada consistirá en interpelar no sólo los resultados del plebiscito y la propia historia de Chile, sino también un presente marcado por la polarización política en el continente y el ascenso de líderes que desconocen acuerdos democráticos fundamentales. 

Campaña por el Rechazo en plaza Pedro de Valdivia, Santiago de Chile, 2022. Foto: Janitoalevic, Wikimedia Commons.

El plebiscito del pasado domingo en Chile fue vivido por muchos como una disyuntiva fatal: para algunos el proyecto de Nueva Constitución permitiría, por primera vez, desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet, la posibilidad de una democracia verdadera; para otros, se trata de un proyecto defectuoso que podría amenazar la unidad de la nación al reconocer la plurinacionalidad, o llevar, con la eliminación del senado y su reemplazo por una incierta Cámara de regiones, a un hiper-presidencialismo. Además de las opciones de Apruebo o Rechazo a la Nueva Constitución, se propusieron otras como expresión de deseo: aprobar o rechazar para reformar. Detrás del plebiscito, y de las esperanzas y miedos de su resultado, se esconden problemas relacionados a la formación de repúblicas en América Latina (la única región junto con el Caribe declarada zona prioritaria en las relaciones internacionales) que permiten inscribir el momento constitucional chileno en una historia atravesada por el constitucionalismo y la violencia política en el continente. 

Desde las revoluciones en las trece colonias británicas de América el Norte, en Francia, en Santo Domingo y en Hispanoamérica, todo poder, para ser legítimo, comenzó a depender de algo que en la actualidad resulta evidente pero estaba lejos de serlo a fines del siglo XVIII y principios del XIX: una constitución. A partir de 1811 con la promulgación de la constitución de Cundinamarca, en la actual Colombia, América Latina representó el mayor laboratorio de experimentación constitucional del globo: proyectos y constituciones republicanas y monárquicas, ensayos en su mayoría efímeros en que los actores imaginaron la difícil tarea de darse reglas para vivir en común frente a un escenario incierto atravesado por la guerra, las distinciones sociales y raciales, y la novedad de tener que auto-gobernarse. 

Varios artículos de la Nueva Constitución responden a demandas propias del tiempo presente: los derechos de la naturaleza, la paridad de género o el reconocimiento de la neurodiversidad. Pero la mayoría refieren a problemas constitutivos de la modernidad política, expresada en las primeras constituciones occidentales: los usos del concepto de pueblo y nación; las formas de representación de la soberanía; la división de poderes; la organización federal o centralista del territorio, las elecciones; las relaciones entre república y democracia; los derechos ciudadanos. Por ejemplo, el artículo 4 del proyecto retoma el primer artículo de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789: las personas nacen y permanecen libres e iguales. Se fijó así un horizonte regulador político, ausente de la actual constitución chilena —creada en 1980— donde se declara que las personas nacen libres e iguales pero no se establece su permanencia en esta condición. 

Principio y enigma de toda constitución, el concepto de pueblo refiere necesariamente a un principio ambiguo. Las constituciones afirman al pueblo —absoluto, indivisible, perpetuo— como el origen de la soberanía y de la legitimidad política. Pero por otro lado muestran las dificultades para traducir este principio abstracto en la sociedad, donde coexisten intereses diversos que pretenden representar a ese pueblo. En el proyecto de Nueva Constitución de Chile el pueblo en singular sólo aparece en el artículo 2: “la soberanía reside en el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones”. Una misma frase conjuga la tensión de lo uno y lo múltiple. Por sobre la diversidad nacional, cultural, regional, existe un solo Estado, Chile, que forma “un territorio único e indivisible”.

Las repúblicas en América Latina se construyeron a través de las constituciones y de la guerra. El historiador Tulio Halperín Donghi explicaba que con la resistencia a las invasiones inglesas en 1806 y 1807 se había producido un fenómeno en el Río de la Plata que puede traspasarse al resto del continente en el siglo XIX y el XX: la militarización de la política, es decir, la dependencia o condicionamiento de la política del poder militar.

La actual Constitución de Chile, aún con las reformas de 1989 y 2005, muestra una visión militarizada de la política basada en el concepto de orden, propia del contexto de la dictadura en la que fue concebida. Se trata de un sentido particular del orden con el que se buscó organizar la sociedad. El primer deber del Estado se señala en el artículo 1 es “resguardar la seguridad nacional”. Las fuerzas armadas y de seguridad pública, la familia (católica) y los cuerpos intermedios forman la arquitectura social de esta visión del orden. 

Las palabras “democracia” y “derechos humanos” no aparecen en la actual constitución, salvo para afirmar que Chile es una “República democrática” y que “el terrorismo es por esencia contrario a los derechos humanos”. Así, la constitución refleja en sus artículos una contradicción: si la vida democrática implica por esencia la división y el conflicto permanente entre partes del pueblo que a pesar de sus distintos deseos deben acordar reglas comunes, con la Constitución de 1980 se buscó “dar forma a una nueva democracia que sea autoritaria, protegida”, según la fórmula propuesta por Pinochet en su discurso del Cerro Chacarillas en 1977. A partir de este caso, en su libro La Junta Militar, Pinochet y la Constitución de 1980, Robert Barros explicaba que las constituciones y los límites al poder político no sólo son una condición para las democracias. También pueden ser compatibles con regímenes autoritarios.

El último informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, de enero pasado, indica que, tras la transición a la democracia, Chile cuenta con un “sistema democrático y un sólido Estado de Derecho” pero que “dentro del ordenamiento jurídico” persiste un  “contexto de vulneración de derechos humanos”, como se observó durante el estallido social entre octubre de 2019 y enero de 2020 cuando hubo 31 muertos y 3800 heridos relacionados con la represión de las fuerzas del orden. La Nueva Constitución fue la respuesta política a aquél contexto, y al referéndum de octubre de 2020 en que el 78% de los votantes aprobó cambiar la Constitución. 

La dicotomía apruebo/rechazo simplifica un proyecto constitucional de 388 artículos y 57 disposiciones transitorias para su implementación. Como en toda constitución, la coherencia y solidez jurídica convive con debilidades teóricas, contradicciones e incertidumbres. Pero el plebiscito no sólo se refiere a la Nueva Constitución chilena (y a la vigencia o no de la actual), sino también a formas diversas de concebir la democracia, los derechos, las libertades, en fin, los principios cambiantes que desde las revoluciones de principios del siglo XIX organizan la vida común independiente en Chile y en América Latina. Y que continuarán debatiéndose tras el resultado de la elección. 

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