El 28 de octubre de 2018, Brasil elegía para presidente al candidato de la ultraderecha, Jair Messias Bolsonaro, con más de 55% de los votos en la segunda vuelta, quedando atrás el ex ministro de la educación y candidato del Partido de los Trabajadores (PT), Fernando Haddad, con menos de 45% de los votos. Si consideramos la sumatoria de votos blancos, nulos y abstenciones, cerca del 30% —un porcentaje significativo en un país donde votar es obligatorio—, podemos decir que los números expresaban dos hechos: en una de las elecciones más polarizadas de la historia del país, una parcela considerable de la población optó por “no tomar partido”, y la mayoría eligió al ex militar frente al profesor.
En aquella ocasión, una serie de compañeros latinoamericanos y de otras nacionalidades me preguntaron: “¿Qué pasó en Brasil?”. Algunos desde hacía mucho me escuchaban decir que Bolsonaro podría captar los votos populares frente a una incapacidad de la centroderecha en construir una candidatura convincente y, consecuentemente, volverse la apuesta de la burguesía para la crisis política. ¡Pero, no me creyeron! El asombro viene de la imagen internacional que los gobiernos de Lula y Dilma lograron construir: una potencia económica que se desarrollaba con inclusión social. ¡Un país progresista! Tomaron una parte muy corta de nuestra historia reciente como retrato del país.
A mí, al contrario, me parecía sorprendente que mis compañeros de izquierda no pudieran creer que, en un país de racismo estructural con prácticas genocidas hacia su juventud negra, que exterminó a la mayor parte de sus comunidades indígenas, que ocupa los primeros lugares en el ranking mundial de feminicidios y crímenes por homofobia, y con una fuerte actuación de los evangélicos, no elegiría al “Messias”.
Creo, entonces, que la premisa para entender el “fenómeno Bolsonaro” es que la sociedad brasileña no fue tomada por asalto. Por lo tanto, Bolsonaro no puede ser visto como un “accidente histórico”. Entiendo que las condiciones y circunstancias para el resultado de las elecciones de 2018 fueron gestadas por las contradicciones sociales que enmarcan nuestra historia en cuanto nación, con el ejercicio de la dominación por parte de las clases dominantes que se caracteriza más por prácticas autoritarias que por prácticas democráticas para la construcción de consenso. Y las infelices páginas de nuestra historia revelan la incorporación del autoritarismo en las esferas micro y macro del poder social. Intentaré, entonces, esbozar algunos de los elementos que considero fundamentales para entender la llegada de Bolsonaro al poder, qué proyecto político-económico está en marcha en el país, a quiénes beneficia, para finalmente atreverme a caracterizar el actual gobierno brasileño en el marco de nuestra historia política.
A mediados de 2013 explotan las manifestaciones sociales que se conocen como Jornadas de Junio. Las protestas primero se levantaron por el alza de las tarifas del transporte público, y luego, en contra de los gastos públicos con el Mundial de 2014 e insatisfacción sobre el gobierno de Dilma Rousseff. La composición social ya se presentaba bastante diversa, así como las demandas presentadas. La aparente espontaneidad del movimiento —con una parte considerable que gritaba “sin partido” y defendía la necesidad de mantener el carácter apartidario de los reclamos— fue tomando cuerpo a partir de una polarización de derecha versus izquierda en la que aparecieron los extremos de ambos lados, como los Black Blocs y movimientos skinheads.
La ruptura del relativo consenso social conquistado durante los gobiernos de Lula —los años donde el hijo del albañil se volvió doctor— parecía haberse roto definitivamente cuando, con Dilma, sectores de las clases medias sentían que perdían privilegios: la reglamentación de la profesión de empleada doméstica, que se inicia en abril de 2013 con la enmienda constitucional núm. 72, siendo oficializada con la ley complementar núm. 150 de 2015, es un ejemplo marcado en una sociedad donde permanece viva la memoria de la esclavitud y que la estructura social reproduce las desigualdades perpetuadas desde nuestra colonización.
El devenir de las Jornadas de junio de 2013 fue la expresión de tal ruptura: una serie de marchas en contra de la corrupción protagonizadas por las clases medias, que reavivaban las Marchas de la Familia con Dios y por la Libertad de 1964, cuando también sectores de las clases medias exigieron la destitución del presidente João Goulart, rechazando sus propuestas de reformas populares y clamando por intervención militar. “La historia se repite: la primera vez como tragedia, la segunda, como farsa”.
Pero, en un primer momento, fueron la derecha y centroderecha las que lograron dirigir estos sectores, a través de la creación de una serie de movimientos “apartidarios” con actuación, sobre todo, en las redes sociales. Movimento Brasil Livre, Revoltados Online, Vem pra Rua, fueron algunos de ellos. Entre las pautas: privatizaciones, liberalismo económico, fin de la corrupción y por una refundación moral y cultural de la sociedad, poniendo fin al izquierdismo en el poder para acabar con el proceso de “venezuelización” de Brasil. La intervención militar no era consenso entre estos movimientos de la “nueva derecha”, pero era una pauta presente entre parte de las clases medias y las élites, demostrando otro rasgo histórico del país: estos sectores prefieren prescindir de las libertades democráticas, mientras conserven sus privilegios que están basados en una cada vez mayor pauperización de las clases populares.
La alianza para sacar al Partido de los Trabajadores (PT) de la presidencia era algo consensuado. Lograron el impeachment de Dilma, con la participación del poder judicial y la omisión de los militares, pero la derecha y centroderecha no logró imponer a ninguno de sus candidatos. Frente a una segunda vuelta entre Haddad y Bolsonaro, optaron por la coalición con la ultraderecha. Los movimientos “apartidarios” de la “nueva derecha” hoy ocupan cargos en el poder legislativo como representantes de viejos partidos y, la mayor parte de ellos, ya componen la oposición a Bolsonaro, pero más por disputa electoral que por divergencias con relación al proyecto político-económico del gobierno.
Además de la maquinaria de noticias falsas que atacaban a los gobiernos petistas, y que fue financiada por empresarios apoyadores, el “Messias” ganó por lograr ser la simbiosis de valores presentes en una parcela considerable de la sociedad: racista, machista, homofóbico, “políticamente incorrecto”, exmilitar y favorable a la defensa de la familia, de la moral y de las buenas costumbres. Nuestra versión outsider era un diputado con 30 años de vida política. Como todos los grandes procesos políticos en la historia brasileña, lo “nuevo” viene siempre cargado de lo viejo.
Otro factor importante que explica el ascenso de Bolsonaro a la presidencia fue su alianza con los principales pastores del país, ganando el electorado evangélico compuesto por una significativa parcela de las clases populares. En 2015, una encuesta del Instituto MDA Pesquisa demostraba que la institución con mayor grado de confianza entre la población brasileña era la iglesia, según 53.5% de los entrevistados. En 2018, los evangélicos representaban 27% del electorado, según datos del Instituto Brasileiro de Geografía e Estatística (IBGE). Entre estos, casi 70% declaraban intención de voto en Bolsonaro, de acuerdo con la encuesta de Datafolha de octubre de 2018.
Hay investigaciones que relacionan el boom de las iglesias evangélicas a partir de los años 1990, con el aumento de la defensa del autoritarismo en las periferias. He leído artículos que establecen una interesante relación entre bolsonarismo, evangélicos y una programación televisiva masivamente cubierta por programas policiales que exaltan la idea del “bandido bueno es el bandido muerto”, este incluso es uno de los lemas del presidente. Algunos de los líderes evangélicos brasileños están entre los hombres más ricos de Brasil, y del mundo, como es el caso de Edir Macedo, fundador de la Iglesia Universal y dueño del grupo Tv Record, uno de los canales de TV abierta con mayor audiencia entre las clases populares, principalmente en el género de los programas sensacionalistas. Macedo hizo una campaña abiertamente favorable a Bolsonaro.
Entre sus pautas, los evangélicos defienden el fin de la “ideología de género” y de la educación sexual en las escuelas, prohibición del aborto en las formas ya permitidas por la ley, y la revocación del matrimonio gay. Se oponen a la criminalización de la homofobia y defienden que la homosexualidad debe ser tratada como enfermedad. También defienden la exención de impuestos a las iglesias y trabajan por un mayor poder de influencia en la política, que ya es bastante significativo en un país constitucionalmente laico: 21% de los diputados en el congreso, según datos de enero de 2020 de Datafolha. El resultado de la alianza es un gobierno compuesto por evangélicos, anti cientificistas (una de las razones por el desastre en la gestión de la pandemia) y militares, éstos últimos ocupando cargos de gobierno en una concentración no antes vista, ni siquiera en la dictadura cívico-militar de 1964 a 1985.
Tenemos en curso, en Brasil, una clara disputa por la hegemonía cultural y política. El sistema político sigue siendo representativo, pero ¿en qué democracia de calidad vemos intervención presidencial en las elecciones para rectorías universitarias, despidos de profesores y punición de atletas por posicionamientos políticos, y militarización de escuelas primarias y secundarias?
La izquierda también se mueve en la disputa. Tendremos una dimensión más clara del tamaño de las fuerzas políticas con el resultado de las elecciones locales de este año, en medio de una crisis económica prolongada y, hasta la fecha, con el país ocupando el segundo lugar en el ranking mundial de muertos por COVID-19. Las últimas declaraciones de Bolsonaro, que se posiciona en contra de la compra de vacunas que vengan de China, pueden impactar en su popularidad y, por consecuencia, favorecer a sus opositores en los municipios. Pero, sinceramente, viendo al creciente número de anti cientificistas en el país, copiando al ejemplo de EUA, con manifestaciones en contra de la cuarentena, no puedo vislumbrar un escenario muy alentador.
Inclusive con el desastre económico, político y social, la popularidad del presidente no parece afectada: la encuesta del MDA Pesquisa del último 26 de octubre muestra un 41.2% de aprobación al gobierno, que puede ser explicada, en parte, porque el presidente cedió a las presiones del congreso por la liberación de un auxilio de emergencia a la población más empobrecida, beneficio que después, discursivamente, transformó en obra suya. Además, ya pensando en una reelección, apela a los programas sociales y promete su ampliación, justo después de que estos pasaron por un corte sustancial en el inicio de su gobierno. Aunque estas promesas están en disputa con el propio ministro de la economía, el Chicago Boy Paulo Guedes, responsable de mantener la alianza entre el gobierno Bolsonaro y el capital financiero nacional e internacional, y que tiene como prioridad la reducción de gastos públicos. Réstanos, entonces, saber si su presidencia seguirá siendo políticamente sostenible para las clases dominantes y para aquellos que, por detrás del circo nefasto, están implementando un proyecto de país.
Pero, al final, ¿cómo podríamos definir tal proyecto? En una mirada más exógena, considero que es el proyecto del capital financiero internacional, para poner fin al limitado Estado de bienestar social que experimentamos en Brasil a partir del llamado populismo, y que desde la dictadura viene siendo destruido, pero que logró ser vigorizado, en alguna medida, durante los gobiernos petistas. En tal proyecto, Estados Unidos saldría inmensamente favorecido por la amistad imaginaria de Bolsonaro con Trump y esperemos para ver cómo se darán las relaciones con Joe Biden. El hecho es que, a pesar de los ataques a China, las exportaciones para este país siguen siendo el principal elemento del superávit brasileño. Sin embargo, existe la reivindicación de una relación particular con Estados Unidos, la de socio menor y subordinado, relación que se originó en la primera República, en el siglo XIX, que se profundizó entre la dictadura y la década de 1990, pero que con los gobiernos petistas ganó otros matices, por el fortalecimiento de las relaciones con China y los demás países de los BRICS, además del peso de las transnacionales brasileñas dominando mercados en América Latina y África.
El gobierno de Bolsonaro podría abrir la oportunidad de una nueva ofensiva de Estados Unidos en Brasil, que significa también una base importante en la región. Un país que hace frontera con Argentina, Bolivia, Venezuela en un contexto donde la coyuntura progresista, que parecía haber llegado al fin, se vivifica. Desde el punto de vista bélico, Brasil no es una potencia, pero puede ser un buen caballo de troya de alguna potencia, aunque más por sus fronteras que por su efectivo, numéricamente inferior que lo de otros países de la región.
En una mirada más endógena, se trata del proyecto de los militares como fuerza política, y que tiene el apoyo de las clases dominantes. Sólo que, esta vez, los militares se presentan mucho más liberales que desarrollistas (como lo fueron en la dictadura). No obstante, la posición de subordinación a Estados Unidos parece que sigue siendo la misma.
Los militares brasileños necesitan ser entendidos como una fuerza política, que no ha actuado solamente como poder “moderador”, sino como poder de facto en buena parte de la historia política de este país, empezando por el hecho de que fueron ellos los que se levantaron en contra el Imperio e instauraron la primera República. ¡Sí! Nuestra revolución “republicana” fue hecha por los militares, en asociación con las oligarquías terratenientes. Desde entonces, participaron en parte del período populista, regresaron como grupo dirigente en una dictadura militar de 21 años, y ahora “resurgen” a través de una elección popular, ocupando todo el aparato estatal.
Según el historiador José Murilo de Carvalho, en el libro Forças Armadas e Política no Brasil (2005), el papel político de las Fuerzas Armadas fue garantizado por cinco de nuestras siete constituciones hechas después de la independencia. En la Constitución de 1988, la más democrática-popular de todas, aparece como “poder moderador”: deben garantizar los poderes constitucionales y, siendo convocados por alguno de ellos, garantizar el orden; frente a la incapacidad de alguno de los poderes, garantizar la estabilidad política. En el documento del Ministerio de Defensa, Cenário de Defesa 2020-2039, este papel es reforzado con la prerrogativa de que las fuerzas armadas pueden ser empleadas en la cooperación o conflictos con vecinos, en el combate al tráfico ilegal, y en momentos de inestabilidad política, en la manutención de la ley y del orden, legitimando un papel que va mucho más allá de la defensa de la integridad territorial.
De este poder político derivó también el dominio de la industria de defensa, que pasó por un desarrollo significativo desde finales del siglo XIX hasta la dictadura, sufriendo un declive a partir del proceso de “redemocratización”, a fines de los años 1980. En el primer año del gobierno de Bolsonaro, hubo una ampliación considerable en el presupuesto para el Ministerio de Defensa, siendo 6.3 mil millones de reales más que en 2019. Para 2021, la meta es un aumento de más 4.7% con relación a 2020. La pregunta es ¿contra quién nos defendemos, o a quien necesitamos atacar?
La fuerza política de los militares crece o disminuye en proporción a su poder bélico, pero también por la legitimidad que gozan en la sociedad. En el caso de Brasil, es de gran aceptación: en 2019, la encuesta Datafolha sobre confianza en las instituciones presentaba a las Fuerzas Armadas como institución con mayor credibilidad, seguida por la Presidencia de la República, el Poder Judicial, el Ministerio Público, grandes empresas nacionales y la prensa, siendo los partidos políticos los que menos inspiran confianza en la población. Es interesante identificar esta percepción social post juicio político de Dilma que ocurre sin comprobación de crimen de responsabilidad, la prisión política de Lula y la operación Lava-Jato.
Con relación a las distintas fracciones del capital, podríamos decir que la industrial ha perdido el protagonismo que logró con las políticas económicas de los gobiernos petistas. La pauta de Guedes es “¡privatizar todo!”, lo que implica la retirada de las políticas de fomento a la industrialización y reducción de los créditos subsidiados para la exportación de productos y servicios. Tal vez la disminución de las tasas de interés —que, de hecho, fueron el pivote de la crisis del gobierno Dilma con el capital financiero, y que ahora ocurre porque no existe otra alternativa de crecimiento— están frenando la insatisfacción de esta fracción, que, por ahora, ha demostrado una postura de conciliación y búsqueda por el diálogo para imponer sus demandas.
La agroindustria, a su vez, encontró en este gobierno su mejor aliado: legitima la acción violenta de los grandes dueños de tierra en contra de comunidades indígenas y poblaciones rurales permite que la destrucción ambiental ocurra como si fuera algo natural o culpabiliza por los incendios en Amazonia y Pantanal a los propios indígenas, y así va permitiendo la liberación de más territorio para el monocultivo.
A partir de todo este encuadre, ¿cómo podríamos caracterizar el gobierno de Bolsonaro?, ¿fascista, autoritario o un populismo de derecha?, por tomar algunos de los conceptos más populares actualmente. Todo análisis coyuntural tiene sus riesgos porque un gobierno que asume una determinada faceta en un momento puede cambiar totalmente en función de la correlación de fuerzas. Pero, creo que la faceta autoritaria es algo indiscutible en este gobierno.
Bolsonaro ya se consolidó como un líder con significativa fuerza política y apoyo social. Lo que es debilidad para algunos, su incapacidad retórica y limitados conocimientos generales, parece ser lo que confiere carisma al presidente más mediocre e infausto que ya tuvimos en la historia. Y mirando hacia las elecciones de 2022, viene apelando a las inauguraciones de obras casi acabadas de los gobiernos anteriores, para los planes sociales y para las más diversas medidas llamadas, por algunos, “populistas”. Sin embargo, creo que hay que tener mucho cuidado con la popularización de la noción de populismo, que no debe ser entendida solamente por la relación que un líder establece con el pueblo, sino, por la función de esta relación. En Brasil, así como en otros países de América Latina, el populismo tuvo un papel muy particular, de disminución del poder político de las oligarquías, poniendo en marcha la modernización capitalista con los procesos de industrialización, y favoreciendo mayoritariamente a las burguesías autóctonas. En el caso del gobierno Bolsonaro, hasta el momento, su dirección parece ir mucho más al favorecimiento de capitales extranjeros, buscando abrir el país hacía una nueva ola de privatizaciones para beneficiar al capital financiero, aunque, por resistencias en el congreso, y por estar preocupado con su reelección, haya regresado a algunos de sus proyectos frente al rechazo social, como fue el caso del decreto 10.530 recientemente lanzado y revocado, que daba margen a la privatización del Sistema Único de Salud (SUS).
En el caso del fascismo, en Europa, fue una reacción conservadora al peligro de una revolución social, y se caracterizó por un movimiento de masas con una orientación ideológica hacia el combate al enemigo interno. En el Brasil de Bolsonaro, el combate al enemigo interno, el “izquerdismo”, ocurre como contraofensiva de un proceso de incorporación de actores políticos de la centroizquierda en el poder, pero sin una correspondiente organización social que pudiera indicar un camino hacia una revolución. Hay que considerar los importantes avances sociales que tuvimos con los gobiernos del PT, pero sin ilusionarnos de que éste haya ido más allá de un reformismo en el capitalismo.
El movimiento brasileño de extrema derecha más cercano al fascismo europeo fue el Integralismo de los años 1930, que se levantaban en contra el crecimiento de movimientos insurgentes y comunistas. Hasta la actualidad existen grupos que se reivindican integralistas, así como otros grupos chauvinistas, y que manifiestan apoyo a Bolsonaro. Pero esta vertiente del bolsonarismo, aunque intente ser impulsada por personajes como el astrólogo gurú de la ultraderecha brasileña, Olavo de Carvalho, creo que está lejos de constituirse en un movimiento de masas. Me cuestiono si el bolsonarismo, en general, realmente se ha constituido en un movimiento de masas porque tener apoyo electoral no es lo mismo que tener una base social masiva, lista para defender un régimen. Lo que considero incuestionable es que el presidente manifiesta y defiende posturas fascistas. Pero esto es distinto de mantener un régimen fascista. Por lo menos, hasta el momento.
Pienso, entonces, que el mejor concepto para entender Brasil es el gramsciano de revolución pasiva, que explica los procesos de transformación “desde arriba” para contener avances de los “de abajo”, pero en una dialéctica entre renovación y conservación, donde es posible la incorporación de demandas sociales sin cambios estructurales. Una revolución sin revolución, donde los momentos de restauración conservadora unifican las distintas fracciones de la clase dominante en contra de avances de las clases populares que representan una amenaza a la dominación o a la acumulación de capital.
Considero ser posible hacer aproximaciones entre procesos políticos de la historia brasileña y tal concepto: el populismo y el progresismo como expresión de una renovación progresista, donde se atendieron demandas populares como forma de construir cohesión, después de contextos de aumento de la insatisfacción social: La dictadura de 1964 y, considero, el gobierno de Bolsonaro, como expresiones de una restauración conservadora frente a avances sociales que, en contextos de crisis económica y política, representan riesgos a la acumulación, como la mantención de valorización salarial y de políticas sociales en medio a una crisis económica mundial. Solo que, esta vez, el grado de organización social y resistencia, infelizmente, parece ser inferior a 1964. Si en aquella época, el avance de las clases populares fue frenado con una dictadura, hoy la democracia representativa permitió que la ultraderecha entrara por la puerta delantera, listos para empezar un proceso de restauración conservadora no solamente política y económica, sino también cultural y moral. En resumen, veo en Brasil mucho más de las viejas prácticas de dominación, que propiamente una nueva derecha en acción.