En 2014 se decía que estábamos llegando a un punto de quiebre en la historia reciente de la lucha de las personas trans por alcanzar mayor visibilidad y justicia. Gracias a figuras como Laverne Cox y Caitlyn Jenner se llegó a decir que finalmente las personas trans comenzaríamos a ser reconocidas como seres humanos con vidas completas que no podían reducirse al prejuicio y al lugar común de asumir que somos y seremos siempre seres abyectos. El pico de visibilidad que se anunciaba en cierto sentido se cumplió, pues hemos visto llegar series como Sense8, The OA, Star Trek Discovery, Pose y La Veneno que le han dado muchísima plataforma a una enorme cantidad de actorxs trans. Hoy podemos incluso mencionar más de diez nombres de hombres, mujeres y personas no binarias, todxs trans, que son conocidos en el espectáculo. Pienso, por ejemplo, en Blu del Barrio, Ian Alenxander, MJ Rodriguez, Indya Moore, Lana y Lilly Wachowski, Jamie Clayton, Valeria Vegas, Lola Rodríguez y, por supuesto, Elliot Page. Incluso fuera del ámbito del espectáculo podemos pensar en personas trans como Torrey Peters y Camila Sosa que han sido muy celebradas gracias a sus respectivas novelas Detransition, Baby y Las Malas.
Sin embargo, la promesa de mayor equidad y menor violencia parece no haberse sustanciado a pesar de que la visibilidad trans en este 2021 es sin duda mayor que hace siete años. En nuestro país, por ejemplo, los crímenes de odio no se han detenido y, según los datos más recientes que ha publicado Letra S, 2019 fue un año más violento que todos los anteriores en lo que respecta a este tema. Algo parecido se observa si sólo atendemos al tópico de los transfeminicidios. La exclusión laboral, la discriminación y la pauperización de gran parte del colectivo trans tampoco parecen haber retrocedido. De hecho, la afirmación de estudiosas como Donna Haraway y Anna Tsing de que la clase social no sólo se construye a través de procesos económicos sino también por medio de dinámicas sociales de estigmatización y marginalización parece más válida que nunca; de allí el que estas autoras defiendan la necesidad de combinar al análisis marxista de la explotación capitalista con teorías feministas e incluso queer para entender las imbricaciones entre capitalismo y cis-hetero-patriarcado. Quizás a estas alturas señalar lo anterior parece una obviedad pero aun así hay que repetirlo porque es todavía común que se minimicen los efectos de la transfobia como si fueran meras opiniones inocuas. Pensemos, de este modo, en que la discriminación no sólo mata sino que literalmente le da forma a las clases sociales al ir pauperizando a ciertas poblaciones que son sistemáticamente excluidas de los mercados laborales que gozan de mejores prestaciones y salarios.
La mayor visibilidad de las personas trans tristemente no ha desmontado esto. Prácticamente dos de cada tres personas trans que emprenden una transición social pierden su trabajo y, en muchas ocasiones, no recuperan nunca el nivel adquisitivo que tenían previamente. Ello puede deberse a que no logran modificar sus documentos, incluidos títulos universitarios, o simplemente al hecho de que las compañías no desean emplear a personas trans por el estigma social que pesa sobre nosotros. La visibilidad no se tradujo así en la ciudadanización de las personas trans, si se me permite ese neologismo. Lo que se creó fue un género de producciones culturales que nos invitan a suponer que somos una sociedad más incluyente de lo que en verdad somos. Se creó también un mercado que quizás está dirigido a las pocas personas trans de clases medias que hay pero que, en gran medida, sigue pensado para un público cisgénero que quiere ver convalidadas sus ideas progresistas a través de producciones culturales que no necesariamente mejoran la calidad de vida del grueso del colectivo trans.
Con esto no quiero expresar una suerte de fatalismo que niegue que hemos tenido avances importantes. En México, por ejemplo, en el periodo que comprende de 2012 a la actualidad, doce estados han promulgado leyes que permiten a las personas trans modificar sus documentos para que se adecuen con sus identidades elegidas. Esto es claramente un paso importante. Lo es también el que el INE haya expedido una reglamentación que hace necesario el incluir personas LGBT en las listas de candidatos de todos los partidos políticos del país. Y, sin duda, el avance histórico que se dio en Jalisco y que ha hecho posible que los menores de edad trans puedan corregir sus documentos sin ser patologizados o medicalizados es algo que debemos celebrar.
Empero, la mayor visibilidad parece haberse quedado corta en su promesa de traernos justicia y equidad. De hecho, esa visibilidad ha dado lugar a una ola mundial de transfobia que amenaza con desmontar las conquistas en el ámbito legislativo y que se ha traducido en un incremento en las violencias en diversos espacios de entre los que sobresalen las redes sociales. A diferencia de la transfobia de hace una década, esta nueva modalidad no sólo es militante en su convicción de que sus acciones y sus discursos son legítimos y están justificados sino que también los concibe como necesarios para detener el avance de un colectivo que, aunque minoritario, es percibido como amenazante. Convergen en esta nueva ola las viejas voces reaccionarias que aludían a la religión, la familia y lo natural con toda una nueva generación de actores políticos con discursos seculares y que se hacen eco del lenguaje de los derechos humanos y, en ocasiones, de una pretendida cientificidad y objetividad que está construida sobre el borramiento de los estudios de ciencia y género del último medio siglo.
La pregunta, por tanto, es qué falló. ¿Por qué la visibilidad trans no sólo no trajo mayor equidad y justicia sino que parece haber alimentado una nueva marejada de estigma, prejuicio y violencia? Habrá quienes digan que no ha fallado nada, que eventualmente alcanzaremos nuestro objetivo y que lo que vemos son simplemente las resistencias de una sociedad transfóbica que se resiste a dejar ir uno más de sus prejuicios. El problema con este planteamiento optimista es que hoy hay personas que comparten posturas transfóbicas cuando hace tan sólo cinco años se consideraban a sí mismas como aliadas. La visibilidad, en cierto sentido, mostró que muchas personas supuestamente aliadas simplemente no pensaban en nosotros más que como un sujeto de asistencia y no como un sujeto político que eventualmente exigiría transformaciones importantes en todos los ámbitos.
Habrá también quienes acepten que en efecto se han movilizado nuevos prejuicios y pánicos morales pero sin que esto les preocupe. No son pocas las personas que se entregan a un liberalismo ingenuo que afirma que simplemente estamos a la mitad de un debate social, una deliberación pública, que eventualmente dará lugar a que los mejores argumentos prevalezcan y, con éstos, prevalezcan también la razón y la justicia. Estas voces, también optimistas, nos aconsejan el no “ofendernos” por la ola de transfobia y el no “bloquear la sana deliberación pública” porque ello simplemente retrasa el triunfo de la razón. Aquí podríamos decirles a estas buenas personas que se les ha pasado de noche buena parte de la filosofía política pero no ahondaremos más en este punto, al menos no en este ensayo. Lo que sí quiero señalar es que tampoco parece ser el caso de que estemos en tal proceso de deliberación pública. Al contrario, parece que ésta ha fracasado y estamos ante un claro colapso comunicacional en el cual la información y los argumentos parecen poco eficaces.
Esta posibilidad no es cosa nueva. Ya lo advertían las propias epistemologías feministas. Pienso, por ejemplo, en el trabajo de la filósofa Miriam Solomon cuando justo le criticaba a otras feministas su optimismo irredento en torno a la deliberación. Solomon hacía ver que no es infrecuente que el diálogo y la deliberación fracasen y den lugar a un pensamiento grupal que no admite disidencias ni disensiones. Cuando esto ocurre el intercambio racional entre posiciones encontradas se vuelve inviable porque ciertas dinámicas grupales fomentan el conformismo ante la opinión mayoritaria, la vigilancia de toda duda o disensión y el silenciamiento de posibles contraargumentos. Lo que esta epistemóloga buscaba hacer ver es que el diálogo no se da en automático y que las posibilidades de que éste degenere en un colapso comunicacional no deben menospreciarse. Cuando esto ocurre, los intercambios no son ya de corte argumentativo sino que operan de modos agonísticos, fomentando así dinámicas violentas.
Tristemente, el encierro a causa de la COVID-19 nos ha llevado a una situación que fomenta en gran medida el pensamiento grupal y que ha intensificado dinámicas que ya estaban antes de la pandemia pero que se han potenciado con la reclusión. Estamos en un encierro que reduce nuestra exposición a los otros y sus opiniones y experiencias. Las redes sociales, por su parte, poseen algoritmos que fomentan el pensamiento grupal al invitarnos a conectar con personas que piensan como nosotros y al ofrecernos puntos de vista que suelen reforzar nuestras propias creencias. De allí que muchas personas no crean que las redes sociales y el internet son el ejemplo más masivo e interesante de una esfera pública que hará posible la deliberación con una escala nunca vista; para estas voces escépticas lo que vemos es un retorno a un tribalismo en el cual colapsa la comunicación y se da lugar a una serie de dinámicas antagónicas entre grupos que no atienden a las interpelaciones argumentadas que reciben. Se refuerzan en estas lógicas dinámicas colectivas que revisten a los otros de afectos que los dibujan como una alteridad amenazante o despreciable. Esto último de hecho explica porqué es tan complicado combatir el prejuicio y la discriminación. Quienes creen que éstos resultan de la mera ignorancia, del hecho de no saber lo suficiente sobre un tema, sobreestiman la capacidad que tiene la información para desmontar un prejuicio atravesado por afectos y, a un mismo tiempo, subestiman la resiliencia y complejidad de la ignorancia. Esta última no es meramente un no-saber, una ausencia de conocimiento, sino que implica en muchos casos sesgos sistemáticos que pueden o no ser impulsados por ciertos actores concretos pero que, en cualquier caso, socavan la posibilidad de atender a la voz del otro porque su misma alteridad ha sido ya convertida en amenaza. Señalo, de paso, que hay ocasiones donde se movilizan pánicos morales aun sabiendo que no tienen sustento alguno pero buscando fomentar las dinámicas oposicionales entre grupos.
Esta última situación es verdaderamente preocupante. Nace de una incapacidad para imaginar las complejidades de otro ser humano. Para ilustrar a qué me refiero quiero simplemente contar una anécdota. Hace ya varios años un profesor nos hizo una pregunta que parecía simple pero era más engañosa de lo que anticipamos. Nos preguntó que quién piensa de forma más abstracta, si “el filósofo o el hombre de la calle”. Prácticamente todo el mundo respondió que el filósofo piensa de forma más abstracta. Tras hacer esta pregunta aquel profesor nos contó que de hecho Hegel mismo se había cuestionado esto en un breve ensayo. Y que su respuesta era, contra-intuitivamente, que “el hombre de la calle” es quien piensa en abstracto. Las razones que daba para afirmar eso son interesantes pues Hegel ponía un ejemplo con un hombre acusado de robar y, si la memoria no me falla, lo que había robado era pan. Según este filósofo para “el hombre de la calle” aquel hombre era solamente un ladrón y ya; su pensamiento era abstracto precisamente porque abstraía todas las otras facetas de la vida de aquel ser humano. La alteridad del otro terminaba colapsada en un mero hecho que lo definía por completo: era un ladrón y ya. Empero, un buen filósofo tenía que ser capaz de reconocer tal proceso de abstracción y de tomar conciencia de la peligrosidad de ignorar que aquel hombre era muchas cosas más y no meramente un ladrón. Era un hombre, quizás tenía hambre, quizás era pobre y estaba en necesidad. En esa clase aquel profesor me dio una de las grandes lecciones de la vida: unidimensionalizar al otro es peligroso y la labor de la filosofía consiste en vigilar los costos de nuestras abstracciones.
Todo esto viene al caso porque la mayor visibilidad de lo trans no ha sido capaz de detener la unidimensionalización de lo trans y esto, a su vez, nos ha llevado a desconfiar de las personas cis por medio de dinámicas que podríamos plasmar con el hashtag #NotAllCis. La transfobia del presente se alimenta de esto porque nos resta humanidad y nos reduce a un grupo de personas a las que se juzga trastornadas y amenazantes. Se alimenta así una crisis de la relación misma entre diversas alteridades. Tristemente, el diálogo es imposible cuando esto pasa porque una alteridad demonizada no permite la interpelación. Porque la visibilidad de una alteridad demonizada lo que fomenta es la sensación de amenaza y desata con ello pánicos morales que refuerzan a través de un círculo vicioso la demonización misma del otro.
Es deprimente tener que decir esto pero no nos ayuda el entorno en el cual habitamos. Valga otra historia. Hace unos meses un buen amigo me contó que había perdido un trabajo que disfrutaba mucho porque sus colaboradores expresaban opiniones transmisóginas de manera recurrente; cuando él señaló esto, terminó acusado de violento e intolerante. Por supuesto que él mismo se sintió violentado y presa de un ambiente intolerante. Al final perdió el trabajo. Cuento esta anécdota porque allí la deliberación y la visibilidad fracasaron. Y eso pasó en gran medida porque el grueso de colaboradores habían caído en un pensamiento grupal que no recibe bien la interpelación. La situación se complicó porque de ambos lados se habían erigido identidades heridas en las cuales el dolor y el sufrimiento operan como elementos constitutivos de quién se es. La herida se vuelve la marca de quiénes somos y de quiénes seremos y se vuelve también una brújula de cómo entender el mundo. No minimizo desde luego las experiencias que nos llevan a habitarnos desde identidades heridas; al contrario, entiendo perfectamente el dolor que causa la transfobia, la misoginia y otras formas de marginalización. Desafortunadamente, como en toda abstracción, una identidad herida acarrea costos. Puede llevarnos a organizarnos y denunciar y exigir justicia, pero también puede arrinconarnos en una forma de comprender el mundo donde la interpelación se lee necesariamente como un nuevo intento de lastimarnos. Se echa a andar un proceso donde los otros son amenazas, donde no cabe la duda, el disenso ni la reflexión acerca de si estamos desatendiendo la humanidad de lxs otrxs.
Para concluir este ensayo únicamente decir que la visibilidad misma puede propagar narrativas que nos colocan en una identidad herida. Eso puede servir para exigir justicia y reparación. Para exigir un mejor mundo. Pero también puede entramparnos en procesos que paradójicamente socavan la realización de lo que se exige.