Nos atrevimos a salir. Veinticuatro meses después de la masiva marcha del 8M20, muchas suspendimos el miedo al contagio y nos enfilamos entusiastas a la marcha. No había claridad sobre el mejor punto de salida: que en el Ángel, que en la Glorieta de Insurgentes, que mejor te enteres de algún contingente al que te quieras sumar. Pero, antes verifica si son anti o pro trans, porque luego ya anda una enfilada gritando consignas con las adversarias. Como siempre, las más organizadas llevaron lonas –de las plastificadas–, aunque se veían pocos grupos aprisionados en sus cuerdas de seguridad. No porque no hubiera miedo: lo había. Se sentía en los momentos en los que de la nada comenzaba la carrera de huida de una ola que se removía entre un rumor creciente e indeterminado. Pero se detenía tan pronto como se confirmaba la falsa alarma. Dejándonos así con un golpe de adrenalina. No había nada. O tal vez la fila de las policías se reacomodó, o unas encapuchadas golpearon alguna de las láminas guardianas de los muros; o tal vez sí, tal vez por allá se están enfrentando nomás que no alcanzaba a ver.
Alrededor de las 4:30, mientras mis amigas y yo nos adentramos en la marcha desde la Avenida de la República hacia Reforma, recuerdo que hace dos años en esos mismos cien metros tardamos una hora en avanzar. Nos aplastábamos bajo ese implacable Sol emperifollado en flor de jacaranda. Con todo, en algunos momentos –como en el metro en hora pico–, fuimos capaces de compactarnos aún más cuando entró por Lafragua una treintena de chavas del bloque negro. Abrieron plaza echando cohetones, en un evidente goce por hacerse notar como nadie. Las más inexpertas en arte de la manifestación –entonces muchas– huían de ellas como del “extinto” cuerpo de granaderos, pero aquéllas se concentraban en agitar sus aerosoles. Las imagino sudando más que todas debajo de tanta ropa. Ahora, en cambio, caminamos con espacio por una de las tantas arterias que desemboca al flujo general.
Es una marcha muy grande. No como hace dos años: nada es como hace dos años. Pero, esa insignificante pendiente que se eleva a la altura del Hemiciclo a Juárez, permite tener perspectiva. Por Whatsapp nos enteramos de que hay enfrentamientos frente a Palacio Nacional, mientras de puntitas se alcanza a ver cómo la marcha crece hacía atrás, hasta El Caballito y vira por Reforma. Somos un chingo: seremos más. En Avenida Juárez también nos encuentra la batucada. Vivas nos queremos y vivas nos encontramos con ganas de bailar y de gritar por las que faltan, por las que están, por las que vienen. Las jóvenes dominan y van ataviadas. Labios rojos, ombligueras, cabellos iridiscentes, gruesas líneas negras en los ojos, todo revela una pulsión rebelde, vital. Firmes los pañuelos violetas; escurridizos los cubrebocas. Algunas montan sus pequeños performances: una chica posa para las fotos mientras sostiene un marco de cartón que circunda su rostro y que dice “Se busca”. Ella, tú, yo, cualquiera puede desaparecer en este país.
Avanzamos. En la esquina de Juárez y Eje Central, las carpas decoloradas del plantón, con sus niños de mirada tranquila que asoman desde las casas de campaña, explican el embudo que ralentiza el avance. Tuvimos que doblar hacia 5 de Mayo porque Ebrard y Mancera nos heredaron la censura a la libre manifestación sobre Francisco I. Madero. Conforme avanzamos, escuchamos que las gruesas planchas de metal que bordean toda la esquina parecen ceder a los golpes, justo frente a la puerta del Sanborns de los Azulejos. Pero pesan y parecen peligrosas. Pese a los esmerados golpes y los esfuerzos por moverlas, la multitud se conforma con aplaudir a una espigada joven que con ahínco logra trepar en la estructura de una laja de acero para escribir Justicia en el muro garigoleado. Pero… “¡Se acabó el aerosol!”, “¡Qué le pasen otro!”
Continuamos sin muchas más emociones fuertes, como no fueran esas falsas alarmas y la energía de gritar entre los edificios que nos aproximan al Zócalo. Son como las cinco de la tarde, a la altura de Motolinia se ve a las uniformadas con sendos claveles. No sabíamos si eran para regalar, para adornar o porque ellas los habían recibido. Igual reímos un poco sobre cuál sería el orden de los factores: primero flor y luego macanazo, o al revés. Después me enteraría de que siempre hay otra opción. No vimos ninguno de esos escenarios, en cualquier caso. Eso sí, mientras más cerca del Zócalo, más escándalo. Próximas a la Catedral, bordeada de su vestido metálico, escuchábamos detonaciones. Nada para aterrorizarse: tal vez bombas molotov, o tal vez el tronido de las pistolas lanza gases. Con tanta marcha y aún no tengo el oído entrenado para distinguir entre objetos caseros y armas de bajo impacto. Hubo gases para dispersar. Ahora me entero de que pueden tener bonitos colores. Unos lanzados a las que golpeaban directamente las vallas; otros, más a la distancia.
Nosotras nos dirigimos hacia el asta bandera. Ahí, en medio de las que se habían sentado, de las mironas, de las que comen una jicaleta, un puñado de chicas tiende una larga cuerda para brincar a la riata: la que se atora, se sale. Los gases a buena distancia: no preocupan. No como hace un año –me dice mi amiga–. Nos gasearon duro. El humo llegaba bien fuerte hasta el mero centro de la plancha. Y parece que muchas lloraron a moco tendido, pero sólo hubo una Reinota. Ahora no sé. Nos sentamos a mirar mientras un par de drones, con su zumbido insectil, también nos observa. Vimos a las que se organizaron para llevar pintura e invitar a las otras a plasmar sus manos en el piso por las desaparecidas. “¡Aguas! ¡No vayan a pisar!”, nos decían. Como siempre, el Zócalo es verbena. Se oyen gritos colectivos a lo lejos; no se sabe si son de festejo, miedo o euforia. No alcanzo a ver, tampoco me paro. Lo claro es que el Zócalo otra vez es nuestro; lo habitamos como cada una pudo y quiso. Ahí nuestra primavera se pinta de violeta de nuevo porque esto no se ha acabado, porque falta mucho. Son cerca de las siete: nos vamos. Se quedan las más resistentes o las que han ido preparadas para enfrentar a empellones las celosas bardas metálicas. Caminamos tranquilas de vuelta. No sentimos miedo como en otras ocasiones. Muchas mujeres andamos seguras entre nuestras amigas en las calles que son y serán nuestras. Esas y tantas otras: todas, que nos pertenecerán plenamente cuando podamos andarlas en cualquier día y a cualquier hora sin tener miedo por el hecho de ser mujeres.